El ojo del correo electrónico

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
23 enero, 2018
Editorial: 170
Fecha de publicación original: 1 junio, 1999

Aquello que nunca fue, cualquier día puede ser

En 1991, 8 millones de estadounidenses tenían correo electrónico. En 1997, ya eran 67 millones. El año pasado, 96 millones. Este año la cifra puede remontar los 120 millones. A la vasta mayoría de esta población conectada le entran los bits en vena desde el lugar de trabajo, donde se enlaza el correo electrónico corporativo con el de Internet. Según los cálculos más sobrios de diferentes entidades, los trabajadores de EEUU están intercambiando actualmente alrededor de 20.000 millones de mensajes electrónicos al día, que se dice muy pronto. Y para las empresas, el correo electrónico es como el correo postal comercial: cualquiera puede abrirlo, en particular la dirección, sobre todo cuando existe un interés particular por saber qué dicen y a quién determinados empleados.

Esta vigilancia electrónica –barata, sencilla e instantánea– no es peculiar sólo de EEUU, aunque allí está alcanzando los grados de paranoia propios de una sociedad que se siente escrutada por la escopeta de cañones recortados. En realidad, no existe una legislación ni en EEUU ni en Europa que regule el marco específico de privacidad del correo electrónico del trabajador, más allá de un reconocimiento sobre el derecho a la intimidad que admite demasiadas salvedades. Y, a medida que pasa el tiempo, la pupila del ojo electrónico se agranda.

Un reciente sondeo de la asociación gerencial de EEUU (AMA) reveló que en un 45% de las empresas consultadas es una práctica habitual vigilar a los empleados y el resto lo hace esporádicamente o sólo cuando tiene a alguien en el punto de mira. Esta vigilancia incluye desde la intervención de los teléfonos al uso de cámaras de vídeo camufladas y, por supuesto, la apertura del correo electrónico ajeno. La Sociedad para la Gestión de los Recursos Humanos, también de EEUU, realizó un sondeo similar en el que el 20 por ciento de las empresas admitió que hacía verificaciones rutinarias al azar del correo electrónico de sus empleados.

Muchos analistas económicos consideran a esta vigilancia –en cuanto parte de la difusión de las tecnologías de la información– como uno de los factores destacados en el incremento de la productividad de estos últimos años, al permitir un mejor control de la calidad y una reducción de los delitos cometidos en el lugar de trabajo. Pero se sabe también que es una fuente de estrés laboral, aunque su impacto en el rendimiento del trabajador es todavía una investigación en busca de autor.

La situación, según se mire, tiende a mejorar (para el empresario) o a deteriorarse sensiblemente (para el empleado). Todo confluye para que éste último viva bajo la impresión de que la correspondencia electrónica que recibe en la empresa es privada, sobre todo porque posee las claves de acceso a sus ordenadores y a los buzones de correo electrónico. Pero, de hecho, la legislación en España, por ejemplo, sólo le reconoce un derecho a la intimidad que debería negociar con la empresa. Pero ni la doctrina jurídica está de acuerdo al respecto, ni existen acuerdos laborales explícitos que delimiten el marco de las actuaciones de unos y otros y, lo que es más importante, tampoco existe una clara percepción del grado de penetración de las tecnologías informacionales en el territorio de las relaciones personales.

De hecho, se está creando una relación ambivalente –y contradictoria– a través de nuevas tecnologías que potencian hacia el exterior la «personalización» de las relaciones entre las empresas y sus clientes y, al mismo tiempo, «despersonalizan» la relación del trabajador en el seno de la empresa al convertirse en una entelequia intercambiable a partir de códigos de acceso. Es lo que sucede con los sistemas de «centro de llamadas» montados sobre tecnología web. Todas las llamadas que recibe una empresa quedan registradas y son redirigidas hacia el correspondiente departamento para que entre en contacto directo con el cliente, ya sea mediante la voz (buzones electrónicos de voz) o el correo electrónico. A partir de ese momento, toda la mensajería electrónica de la empresa se convierte en parte de sus archivos registrados y contenidos en bases de datos accesibles a través de la Intranet. De esta manera, toda la correspondencia electrónica tiene valor empresarial, con lo cual se subscribe una especie de acuerdo tácito impuesto por la empresa que admite la vigilancia como una cuestión de procedimiento.

Otro elemento que participa en la compleja trama de la privacidad es la «propiedad» indestructible del correo electrónico. La revista Wired de mayo contaba la historia de John Jessen, un forense del correo electrónico capaz de rescatar mensajes electrónicos borrados o enterrados en los pliegues de memorias digitales obsoletas. Ningún ordenador se resiste a las autopsias de Jessen. Armado de un una serie de herramientas informáticas desarrolladas por él mismo, es capaz de abrir viejos procesadores de textos, hojas de cálculo ya superadas, buzones de correo electrónico maltratados por la tecla «Delete» (borrar) y rescatar toda la información que el propietario creía que se había ido al cubo de la basura magnética. Una de las víctimas de esta profesión fue Bill Gates, a quien el juez le obligó a presentar ante el tribunal algunos de los mensajes en los que trataba de apabullar a Apple o America Online y que, supuestamente, ya habían desaparecido de sus archivos. Jessen, obvio es decirlo, se está forrando de oro en los tribunales estadounidenses. Litigios corporativos, chantaje, prevaricación, espionaje industrial y divorcios son sus temas favoritos. Jessen es uno de los síntomas de nuestra creciente dependencia del correo electrónico.

Un último elemento digno de reseñar es que estamos en los umbrales de una gran explosión. Así como casi la mitad de los estadounidenses han incorporado el correo electrónico a sus rutinas diarias, algo similar puede suceder en los próximos dos o tres años entre nosotros. Miles de empresas, entidades y administraciones están distribuyendo direcciones de correo electrónico entre sus empleados. Esta extensión de las redes no está sustentada por acuerdos explícitos sobre una clara definición de la frontera entre el derecho a la privacidad del trabajador y el derecho de gestión y supervisión del correo electrónico por parte de la empresa. La mera consideración de que estos mensajes son como postales abiertas, un medio público y abierto parecido al fax, tal y como proponen algunos juristas, no toma en cuenta los aspectos de privacidad e intimidad que son consubstanciales a esta tecnología y que requieren un pacto entre las partes implicadas para reconocer los derechos y deberes de cada uno.

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