El desembarco de «Paz Mental»

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
28 agosto, 2018
Editorial: 232
Fecha de publicación original: 12 septiembre, 2000

Nada sabes, si no saben que sabes

Los tres principales fabricantes de teléfonos móviles en el mundo se han comprometido a etiquetar sus aparatos con los niveles de radiación que emiten. Sabremos, pues, la transferencia de energía del campo electromagnético a nuestro cuerpo biológico cuando usemos el móvil. Pero poco más. Si el cacharrito nos achicharra las neuronas, o simplemente nos hace cosquillas en los intersticios cerebrales, todavía será materia abierta a la especulación. Además, y esto es lo importante, el móvil es uno de los casos más flagrantes del dilema entre riesgo y necesidad en un mundo configurado por la información y la forma de hacerla llegar hasta cada uno de nosotros. Antes de que nos demos cuenta, vamos a vivir en una «nube» del espectro radioeléctrico y con escasas posibilidades de evasión. La creación de «hábitats de información y conocimiento» nos pondrá en las puertas de las patologías específicas de la Sociedad de la Información y abrirá un nuevo campo de acción ambiental de alcance insospechado: la ecología de la mente.

En estos momentos hay en el mundo 570 millones de teléfonos móviles. Las proyecciones más modestas apuntan a que la cifra se multiplicará por tres en cinco años. Y esto no es nada: la eclosión de todo tipo de artilugio inalámbrico que nos mantendrá conectados a centros de información vía Internet está a la vuelta de la esquina. Información y los cacharros capaces de hacérnosla llegar hasta nuestro cuerpo, he ahí la combinación que simboliza la nueva economía y delimita la nueva ecología. Bien mirado, podríamos decir que no se trata de nada nuevo, que ya ha venido sucediendo desde hace tiempo a través de ordenadores, televisores, radios, etc. La diferencia, sin embargo, ahora reside en la escala, la persistencia, la cercanía y la masificación: tarde o temprano, todos formaremos parte del nuevo modelo, independientemente del grado de integración que nos concedamos. Es como la era del automóvil: aunque no tengas coche, toda la sociedad –física y psíquicamente– está configurada por la economía del vehículo de ruedas.

A esto debemos añadir que la materia prima y elaborada de la denominada nueva economía tiene como punto de partida y de destino nuestro cerebro. En los próximos años, la «carga de trabajo» a que vamos a someter a nuestras neuronas dejará en cosa de niños todo lo visto y vivido hasta ahora. ¿Estaremos a la altura del desafío? ¿Seremos capaces de sobrevivir a los cubos de información y conocimiento que le vamos a enchufar a nuestras neuronas? ¿Resistirán éstas no sólo el creciente volumen de procesamiento que les vamos a exigir, sino las radiaciones de los aparatos a través de los cuales les llegará «el material de trabajo»?

La sociedad industrial se basó fundamentalmente en el procesamiento físico-químico de materias primas extraídas de la tierra. La secuela más evidente de esta actividad fue la contaminación física y química del medio ambiente, desde la atmósfera hasta los hábitats terrestres y marinos. Las atrocidades cometidas por el desarrollo industrial en los ecosistemas originó la aparición de una política ambiental que derivó, en un contexto transnacional, en la creación de Greenpeace (Paz Verde) con el objetivo de reverdecer lo que la industria volvía marrón con sólo tocarlo.

La Sociedad de la Información implica un sustancial cambio de paradigma. Sus bienes básicos son información y conocimiento que se mueven a través de equipos (ordenadores y tecnologías afines) cuyo principio y fin residen en la actividad de nuestro cerebro. Ese es el entorno determinante del cambio de modelo económico y social. Además, en este caso no hay un reparto de funciones como en la sociedad industrial: unos cometen tropelías y otros las sufren. En la Sociedad de la Información, por sus características y propiedades, la demanda de uso de la mente es extensiva e intensiva, sobre todo en el ámbito personal. Todos y cada uno de los miembros de la sociedad está involucrado, por activa o por pasiva, en este proceso.

¿Cuánto tardará en aparecer la organización ecologista de la Sociedad de la Información? Si la respuesta a la contaminación física y química del planeta fue la creación de un «Greenpeace», a la contaminación causada por la información y el conocimiento en nuestro cerebro habrá que oponer un «Brainpeace» (Paz Mental). Si bien pareciera que todavía es pronto para entrever cómo será esa contaminación, por donde y cómo se producirá y cómo habrá que defenderse de ella, mediante qué acciones, lo cierto es que ya nos encontramos ante los atisbos de la primera casuística y no sabemos muy bien qué hacer al respecto. Por ejemplo, no sabemos todavía cómo se traduce a la ecología de la mente el principio jurídico de «quien contamina paga», o cómo defenderían los activistas de «Brainpeace» la liquidación de neuronas ante el exceso de información o la presencia de información nociva o tóxica, qué tipo de desembarco sería eficaz en este caso.

El Grupo Experto Independiente sobre Teléfonos Móviles de Gran Bretaña, en su reciente informe publicado la primavera pasada, recomendaba con claridad meridiana que los niños no deberían usar estos sistemas. Sin embargo, todas las cifras apuntan a que los móviles son más populares entre los más jóvenes que la última entrega de «La Guerra de las Galaxias». La juventud de Japón, por ejemplo, vive una auténtica fiebre con el «i-mode», un cacharrito que permite estar conectado a Internet todo el tiempo, navegar por páginas web, mandar y recibir correo electrónico y consultar miles de servicios de todo tipo, como la lista de los «Top 10» y recibir las canciones en el bolsillo. En estos momentos, diez millones de japoneses portan el i-mode junto con las otras prendas que cubren sus desnudeces. Europa no le va a la zaga: la clientela del móvil que más crece en el último año es precisamente el sector de población comprendido entre los 12 y los 18 años.

Hasta ahora, las investigaciones sobre las secuelas de los móviles muestran resultados dispares. Además, casi todas ellas están basadas precisamente sobre la parte de la población que menos usa los móviles, al menos que sepamos: las ratas. Extrapolar los datos desde los «marditos roedores» hasta las personas adultas supone un salto repleto de penumbras. No resultará fácil llegar a conclusiones claras durante mucho tiempo. Y para entonces, si las cosas pintan bastos y se confirman los peores temores, «Brainpeace» ya habrá perdido una importante batalla. Esto, sin contar la gran guerra de la que apenas hemos incursionado en las primeras escaramuzas: la invasión de los recovecos de nuestro cerebro por los miles de millones de estímulos generados por la Sociedad de la Información. Los ecologistas de la mente tendrán trabajo, y duro, durante el próximo siglo.

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