Una élite superpoblada
Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
5 julio, 2016
Editorial: 9
Fecha de publicación original: 5 marzo, 1996
Fecha de publicación: 05/03/1996. Editorial 009.
Todo el saber no se encierra en una cabeza
“Sí, todo parece estupendo, pero ¿quién controla finalmente la información en Internet? ¿O cuanto tardarán en controlarla las grandes corporaciones?”. Esta es la rúbrica inevitable que suele sellar cualquier intento de proyectar la evolución posible de las redes o, mejor dicho, de la sociedad de la información. La pregunta es pertinente si se trasladan al mundo virtual los mismos parámetros que sirven para medir los acontecimientos del mundo real. En éste, ni el más ingenuo podría despreciar el poder de las élites corporativas ejercido a través de múltiples resortes, siendo el del control de la información y el conocimiento una de sus palancas seculares. Pero las redes y, en particular Internet, han puesto ese ordenamiento patas arriba. La aparición de la información interactiva ejercida a través de medios relativamente baratos ha puesto en cuestión al poder tradicional de la sociedad post-industrial. De las exclusivas catedrales del saber, ancladas en territorios físicos muy concretos, hemos pasado a las plazas abiertas de la información y el conocimiento, diseminadas por el territorio sin fronteras del universo digital.
Las élites corporativas viven este fenómeno como una catástrofe, como un acontecimiento inesperado que se les ha escapado de las manos. De ahí sus reiterados y desesperados intentos por reconducir este proceso mediante la imposición de reglas de juego en la comunicación interactiva que ellas conocen perfectamente y en las que se sienten como John Wayne arriba de un caballo: las bridas bien sujetas y las espuelas pulidas de atravesar tantos desiertos. Pero las catástrofes desencadenan crisis y en las crisis suceden muchas cosas a las que cuesta ponerle riendas. Los controles sociales se relajan y las relaciones –individuales, institucionales– se tornan casi líquidas. La primera y más evidente manifestación de una crisis es que todo el mundo habla, todo el mundo tiene una opinión y todo el mundo posee una solución sobre cualquier problema, por peregrino que sea. En esas fases tan líquidas, nadie logra imponer su criterio, su prestigio y su jerarquía. La palabra de uno vale tanto como la de los demás, no importa de donde provenga. Las crisis acunadas por las catástrofes despiertan la palabra e igualan los juicios. En esta situación, no hay poder que se imponga. Cada vez que trate de hacerlo, será retado inmediatamente.
La aparición de los gérmenes de la sociedad de la información ha desencadenado una crisis de proporciones que, además, por si faltaba algún clavo en el féretro, se basa en la libre circulación de la palabra. Los asentados poderes de corporaciones y estados han sido tomados por sorpresa por la potencialidad de la comunicación electrónica. De repente, les ha explotado en las manos la bomba que ellos habían contribuido a fabricar y, lo que es peor, se ven obligados a seguir elevando su capacidad explosiva mediante el desarrollo de todos los mecanismos necesarios que la perfeccionen y amplíen su radio de acción. Y, huelga aclararlo, al hacerlo, agudizan aún más el enfrentamiento entre las fuerzas económicas tradicionales que pugnan por prevalecer frente a las nuevas que están emergiendo. Todo lo cual contribuye al descontrol general y reproduce la crisis a una escala ampliada.
En este marco, las élites tradicionales se encuentran con que el entorno en el que han ejercido el control de la información y el conocimiento está ahora fuertemente contaminado por nuevos centros de poder que retan desde el ciberespacio su visión del mundo. Esto no sucede por una toma de posición explícita de los internautas al respecto (“Yo me opongo al mundo ordenado por los poderes tradicionales”), sino porque el juego propuesto por el planeta Internet ha sido aceptado por millones de personas que, al interactuar a través de las redes, crean y recrean un tapiz de relaciones que, por su mera existencia, pone en tela de juicio al poder de las élites clásicas. La información y el conocimiento se mueven ahora por canales diferentes promovidos por fuerzas sociales distintas, multitudinarias. Y aquí es donde aparece la cuestión más interesante: si la información es ahora el bien más preciado de los millones de usuarios de las redes, que han convertido a estas en la biblioteca más vasta del saber humano y han puesto este conocimiento al alcance de todos, resulta que de un plumazo han barrido el sentido de las élites. Desde el punto de vista de Internet, pertenecerían a estas élites los millones de cibernautas que contribuyen a construir los contenidos de la Red. Y en ese caso, se produce quizá la mayor ironía de la sociedad de la información: la élite de la nueva era nace negando su propia definición, pues resulta que lo selecto y exclusivo en ella es compartido y desarrollado por millones de personas. Una élite tan superpoblada es un reto insoportable para el núcleo duro que gobierna el mundo real.