Las aulas de la Aldea Global no están en el campo

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
4 abril, 2017
Editorial: 85
Fecha de publicación original: 16 septiembre, 1997

Acometa quien quiera, el fuerte espera

1º en una serie sobre la educación en el ciberespacio.

7,2 millones de alumnos y 480.000 profesores vuelven estos días a las aulas en España. Por ellas corren aires de cambio, pero estas ventoleras todavía no son digitales, a pesar del cúmulo de promesas que se vierten tanto desde el gobierno central como desde los gobiernos autonómicos. Promesas a veces tan vagas y estupendas que no queda muy claro de qué se está hablando. Lo primero que salta a la vista es que los administradores suelen poner una cara muy satisfecha cuando ofrecen «escuelas interconectadas a Internet» sin aclarar mayormente quiénes estarán conectados en concreto dentro de cada escuela y con qué equipamiento. De todas maneras, la oferta de conexión frecuentemente parece colmar las más altas aspiraciones oficiales del viraje hacia la educación digital. A veces, esta medida se la adorna con un lenguaje «digitalmente correcto». El Ministerio de Educación, por ejemplo, quiere poner en marcha un proyecto experimental denominado, cómo no, Aldea Global, que hace plena justicia a sus objetivos: conectar las escuelas rurales, o sea las aldeas. Para las zonas más ilustradas y acomodadas del país, el proyecto cambia el nombre por el más civilizado de Atenea y cuenta con la inestimable colaboración de Telefónica. Es decir, los centros escolares se conectarán a través de Infovía o no se conectarán.

Si la historia reciente nos sirve de algo, pareciera que estamos otra vez en la era en que pavimentamos carreteras, pero no nos dedicamos a fabricar coches, cochecitos, cochazos, autobuses y autobusazos. Por tanto, tampoco enseñamos a la gente a conducir (para qué). Todo lo cual, traducido al lenguaje del ciberespacio, quiere decir que en este sector tan fundamental, estratégico, como es el de la educación, todavía no escuchamos de labios de nuestros administradores indicaciones claras que se refieran a los contenidos de la educación digital, a la preparación de alumnos y profesores para este proceso que lleva todas las trazas de convertirse en el eje vertebrador de la sociedad de la información y, por tanto, no estamos en el proceso de creación de la cultura digital propia de este ámbito. Es una forma diferente de propalar a los cuatro vientos la funeraria sentencia «¡Qué innoven ellos!». Ellos son los que traerán los coches, los conducirán por nuestras carreteras y nos dirán adónde tenemos que ir, porqué y cómo debemos comportarnos. Ellos son, desde luego, los de siempre: la industria de la información que lleva tiempo trabajando en el complejo mundo de la educación digital en EEUU y que está acopiando una experiencia valiosísima, como podremos apreciar dentro de poco a menos que las cosas cambien mucho.

No hace falta ser un lince para evaluar que a educación será uno de los grandes campos de batalla, si no el más grande, dónde se dirimirá la supremacía por los contenidos en las redes digitales. Estos contenidos están destinados a conformar una poderosa visión del mundo entre quienes, a los pocos años, saldrán de las aulas para medirse con realidades presenciales y virtuales asumidas por el sistema educativo con una inmediatez y velocidad como jamás antes pudo producirlas.

Mientras es comprensible la preocupación por procurar un entorno escolar interconectado por parte de las autoridades, lo es menos su escasa participación activa en desarrollar una industria educativa en nuestra propia lengua. El desafío reside en potenciar este enclave y no en la fascinación por la tecnología que, por lo general, es el mensaje interesado de las operadoras telefónicas, más preocupadas por extender infraestructuras propias que en lo que viaja por ellas.

El desafío de los contenidos no es «sine die». Estamos viendo cómo en apenas dos años, miles de escuelas, sobre todo en EEUU (pero también unas cuantas aquí), se han apoderado de un vasto rincón del ciberespacio y allí ensayan la que, sin duda, será la educación de pasado mañana. Este movimiento goza del empujón decidido de una industria que ha probado sus armas en el campo del ocio y el entretenimiento y que ahora se dispone a ingresar en las aulas desde las primeras edades de la escolaridad. Por eso, la visión largoplacista de algunas administraciones (en España, todas) sobre el ritmo de introducción de la educación en red tiene tonos suicidas: contra más se tarde en poner en pie los mimbres de este edificio, más rápidamente seremos colonizados por contenidos educativos desarrollados al amparo de otras concepciones del mundo, de otras culturas, cuyas características conocemos de sobra a través de otros medios.

La masa crítica necesaria para ganarse un hueco en este mercado existe, pero con tal grado de dispersión y con un déficit de recursos y apoyos tan clamoroso que le resulta imposible actuar como masa y por eso atraviesa una situación crítica. Si en los próximos dos años este escenario no ha cambiado radicalmente, esos «tradicionales» defensores de nuestra cultura ante la invasión del colonizador, que tanto pecho suelen sacar en los foros europeos, tendrán trabajo de sobra: sus propios hijos les enseñarán en casa dónde cometieron el grave error hoy.

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