Juicio digital
Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
23 agosto, 2016
Editorial: 24
Fecha de publicación original: 18 junio, 1996
Fecha de publicación: 18/06/1996. Editorial 24.
Quien mal siembra, mal cosecha
El 12 de junio de 1996 será celebrado durante mucho tiempo como una especie de cumpleaños de Internet. La sentencia emitida ese día por el tribunal de Filadelfia en la que declaraba inconstitucional la ley de Decencia en las Comunicaciones (CDA), no solamente es el primer dictamen de esta envergadura sobre el intento de un gobierno de censurar los contenidos de la Red, sino que su texto debería ser materia de lectura obligatoria por igual para cibernautas y analfabetos digitales. Los tres jueces –Dolores K. Sloviter, Stewart Dalzell y Ronald Buckwalter–pertenecían a este último grupo cuando les llegó la demanda presentada por más de 50 organizaciones defensoras de la libertad de expresión contra la llamada “Ley Clinton”. En menos de dos meses, los magistrados se convirtieron no sólo en avezados cibernautas, sino que comprendieron con meridiana claridad las reglas del juego y el complejo entramado del planeta virtual. Aunque el gobierno de EEUU ya ha anunciado que apelará ante el Tribunal Supremo, éste tendrá que atenerse a la fundamentación elaborada por la corte de Filadelfia y después decidir si en base a ella acepta o modifica el veredicto.
La sentencia ha dejado caer –en medio del debate sobre qué es y para qué sirve Internet– una poderosa carga de profundidad que, sin lugar a dudas, irá explosionando a través de millones de ordenadores durante mucho tiempo. En un momento en que la manta de la economía amenaza con envolver a Internet como un sudario y los nuevos tiburones del ciberespacio exhiben con orgullo sus resplandecientes fauces repletas de dólares, los jueces le han sacado brillo a las implicaciones sociales y políticas de la Red para encontrar allí las razones de su defensa. Sin despreciar las connotaciones comerciales de Internet (¡cómo iban a cometer semejante pecado en EEUU!), los jueces ponen en el centro de su análisis lo que estiman es el mayor valor que aporta este sistema de comunicación: la creación de una plaza universal donde todo el mundo puede hablar o escuchar. La palabra es la gran protagonista de la sentencia, y no sólo porque la demanda judicial tuviera como objetivo la defensa de la libertad de expresión. Sino porque los jueces descubren que Internet alumbra a formas democráticas de comunicación y participación que no existen –ni en la forma ni en la esencia– en el mundo real.
Curiosamente, mientras por un lado la sentencia establece el carácter universal de Internet y, por tanto, la dificultad de aplicar una censura a países que no están bajo la Constitución de EEUU (más de uno en el Departamento de Defensa debe haber pensado: estos jueceeees…), por el otro, reconoce los beneficios de esta universalidad que permite extender el ejercicio de derechos democráticos más allá de las propias fronteras.
Por ahora, sería tanto como pedirle peras al olmo recomendarle a nuestros gobernantes que se leyeran la sentencia de Filadelfia con atención. Posiblemente del texto puro y desnudo tan sólo sacarían la conclusión de que esto de las redes electrónicas es mucho más serio de lo que pensaban y que deben encontrar medios más contundentes para controlarla. Esta tentación no quedará diluida, desde luego, por la minuciosa fundamentación elaborada por los jueces de EEUU sobre la ilegalidad y futilidad del intento. Por tanto, volverán a la carga.
Como dijo Herbert I. Schiller durante su reciente visita a Barcelona, la gran cuestión sobre el futuro de Internet será si habrá suficiente gente dentro del sistema con la voluntad de mantenerlo libre. Afirmación que tiene más valor al venir de una persona que, según confesión propia, no se conecta y que está firmemente convencida de que, al final, la Red será controlada por las grandes corporaciones. A él, con cariño, también le recomiendo que lea la sentencia, porque nunca en la historia de las comunicaciones a través de los medios tradicionales (escritos y audiovisuales), que él tanto conoce, se había producido un análisis político tan minucioso de un nuevo medio. Y nunca, por supuesto, ese nuevo medio comprometía de tal manera, como lo hace la Red, a la estructura de poder que trata de controlarla.