Internet y evolución

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
19 noviembre, 2018
Editorial: 256
Fecha de publicación original: 27 febrero, 2001

Mucha gente junta, algo barrunta

Ahora que tenemos el genoma humano, que estamos aprendiendo a hacer malabares con los genes, que cada vez nos ponemos más máquinas por dentro y por fuera del cuerpo, que poseemos una cultura con una considerable capacidad de transformación del entorno, ya sean nuestras células o todo lo que nos rodea, que salimos al espacio y cada vez miramos con más ganas al planeta más próximo, ¿nos encontramos también, como sostienen muchos expertos, más cerca de dar un salto evolutivo en cuanto especie? En los últimos años, muchos de los evangelistas de la Red han sostenido esta posibilidad como algo inminente. La emergencia de una inteligencia compartida con las máquinas en redes de ordenadores, la posibilidad de volcar y compartir nuestras memorias personales en estas redes, la manipulación genética y los cambios introducidos por una medicina cada vez más omnipresente, entre otros factores, estarían contribuyendo a una mutación, discreta como todas, pero decisiva desde el punto de vista del ser humano con el que hemos intimado hasta ahora.

Los expertos dedicados a la evolución, desde los paleobiólogos, hasta los socio-ambientalistas, pasando por genetistas del desarrollo, antropólogos y tecnólogos de todo pelaje, coinciden en que este salto evolutivo está en el aire. Lo que no está claro, desde luego, es hacia donde nos llevará. Ninguna capacidad de pronóstico –una actividad en la que nunca hemos brillado especialmente en cuanto especie– podría fijar una ruta cierta a un posible cambio en nuestra dotación genética. De todas maneras, éste es un tema de discusión e investigación de creciente importancia en la comunidad científica especializada en la evolución. Y las discrepancias muestran tanto un alineamiento con ciertos valores culturales, como visiones diferentes de cómo hemos llegado hasta aquí y qué está a punto de sucedernos.

Sí hay acuerdo sobre cómo empezó todo. Durante miles de millones de años, las fuerzas naturales de la evolución se encargaron de ir diversificando los palos de la baraja genética. La gran centrifugadora de la vida, alimentada por la competencia por recursos escasos, los depredadores, las enfermedades, las hambrunas y, a veces, la mala suerte de encontrarse con un meteorito o un volcán de fiesta en el camino, se encargó de juntar, separar, combinar, modificar o neutralizar las reservas genéticas de las especies. Las mejor adaptadas al medio tenían más posibilidades de ver el próximo día. Las que no, se fueron quedando por el camino y su único legado a la posteridad quizá haya sido una marca en el registro fósil. En estas estábamos cuando hace unos 5 millones de años, del primate surgieron dos líneas evolutivas:
una se concretó en los chimpancés. La otra, tras ponerse de pie, crecerle el cerebro y comenzar a fabricar herramientas de piedra hace unos dos millones de años, finalmente pasó los filtros necesarios hasta llegar a cuajar en una especie hecha y derecha, con rasgos tan diferenciales como un bolsillo para el teléfono móvil y una mesa para Internet.

¿A qué precio? He aquí el dilema. Porque si algo ha demostrado la evolución es que ninguno de sus pasos es gratis. De una u otra manera están respaldados por una factura. La cultura del «Homo sapiens» es el resultado, casi desde el principio de su aventura, de un denodado esfuerzo por suprimir las fuerzas que le permitieron existir. Armas para liquidar depredadores, agricultura para abastecerse de alimento en todas las estaciones, ciudades para protegerse de las inclemencias de la naturaleza, medicina para tratar de aminorar el impacto de la enfermedad. En menos de 100.000 años hemos conseguido protegernos con bastante éxito de las mismas fuerzas biológicas que nos hicieron aparecer. Quedan bastantes asuntos pendientes todavía, pero que nadie dude de que estamos en ello.

A la vista de los acontecimientos, los expertos están de acuerdo en dos cosas: primero, la selección natural ya no funciona en la especie humana y, segundo, la cultura y la tecnología que han conseguido esto no ha producido cambios genéticos reseñables. Además, los usos y costumbres generados por esa cultura y esa tecnología tienden a homogeneizar cada vez más la reserva genética de la especie, afectando a uno de los engranajes cruciales de la evolución: la variabilidad genética. En otras palabras, cada vez más las enfermedades de unos son las del resto. Y los tratamientos son los mismos. No les damos tiempo a los genes a que se acicalen adecuadamente para cada fiesta. Y esto tiene sus riesgos. Cuando aparece un virus inesperado, no se escapa ni el apuntador. Nuestras defensas evolutivas andan bajo mínimos, por más que las culturales y tecnológicas nos parezcan asombrosas.

Aquí es donde el debate se abre en dos líneas nítidas. Para unos, nuestra evolución está llegando al parón definitivo, con todo lo que ello significa en cuanto estancamiento de la dotación genética. Para otros, por el contrario, esto está empezando. O mejor dicho, estamos en el umbral de un espectacular cambio de dirección. La tecnología, en general, e Internet, en particular, son las dos bombas que están proporcionando este nuevo impulso a la especie. La globalización aumenta el potencial de la diversidad genética al poner en contacto versiones especializadas de los genes que, hasta ahora, no se habían encontrado nunca. Y por globalización se entiende tanto el contacto físico, como el virtual que permite transferir destrezas nuevas u obtener una visión de nuestro propio entorno corporal independientemente de las distancias físicas, culturales, religiosas e incluso económicas, todo ello a través de las redes.

El hecho de que la cultura de la especie vaya derivando hacia el manejo masivo y acelerado de información y conocimiento, plantea un asalto en toda regla a la evolución de nuestro motor central: el cerebro. Aunque es muy poco lo que se sabe todavía al respecto, se estima que más de un tercio de la dotación genética humana está involucrada, de una u otra manera, en su desarrollo o funcionamiento. ¿De qué manera le está afectando –si lo está haciendo– el constante crecimiento del poder de procesamiento de las máquinas? ¿Cómo se está adaptando a un mundo donde ya hay generaciones cuyas interacciones sociales son en parte electrónicas (y hasta se emparejan por este medio)?

Y, para seguir con las preguntas, ¿cómo le afectará la aparición de individuos con «genes de diseño» para resolver problemas –o caprichos– específicos pero que, después, irán pasando a los descendientes? Todo apunta a que, con o sin mapa del genoma, en menos de dos décadas este tipo de intervención «a la Dolly» estará tan extendida y será tan fácil de adquirir como un paquete de aspirinas en un supermercado. Genes relacionados con la longevidad, las facultades cognitivas o la capacidad para lidiar con el estrés encabezan la lista de «los más buscados» en los laboratorios especializados del mundo. Si existen, los encontrarán. Y si los encuentran, alguien pagará inmediatamente para que se «los pongan». De esta manera, tres factores claves en los mecanismos naturales de la evolución se convertirán en parte adquirida del genoma por la vía del desarrollo tecnológico.

Si leemos bien estos signos, todo apunta a que efectivamente estamos a punto de dar un nuevo salto evolutivo con la canónica modificación de nuestra dotación genética incluída. Pero al ser un salto impulsado por factores culturales, nos queda por saber qué cultura imperará cuando nos metamos de lleno en este berenjenal. Si es la actual, entonces podemos apostar porque tendremos una evolución guiada por la riqueza y veremos surgir a una nueva clase social en función de su ADN que, como es natural (¡con perdón!), tratará de no juntarse con el resto para que no le estropee el genoma (para lo cual, a este genoma habría que suprimirle los genes que fabrican la lascivia, porque, de lo contrario, tiene menos futuro que una mosca en un congreso de arañas). Si, por el contrario, la cultura y la tecnología de las redes plantean un cambio de orientación en la propia estructuración social de la especie, la ruta de este posible salto evolutivo está todavía por descubrir.

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