Canguro entrometido
Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
27 diciembre, 2016
Editorial: 59
Fecha de publicación original: 18 febrero, 1997
Fecha de publicación: 4/2/1997. Editorial 59.
Ojos que no ven, ladrillazo que te pego
Cuando Clinton se sacó su pluma digital para firmar la ley de la censura en Internet, hace ahora un año, el movimiento en pro de la libertad de expresión en la Red contrapuso al ánimo vigilante de la administración el argumento del control privado. Los padres, tutores, maestros, o adultos que trabajaran con menores deberían ser los responsables de educar a estos sobre lo que deberían ver o dejar de ver en la Red. Ante la imposibilidad de ejercer esta tutela las 24 horas del día, el segundo escalón de contención era tecnológico: al mercado estaban llegando programas informáticos capaces de censurar el acceso a ciertos lugares en Internet por razón de su contenido violento, explícitamente sexual, racista, etc. Estos «canguros digitales», con nombres tan entrañablemente familiares como Cybernanny, Cybersitter o Cibercanguro, devolvían la función de censor al ámbito privado, hogareño, de donde nunca debería salir.
Pero, ¿cuán privado es el ámbito privado en este caso? Estamos hablando de Internet, no de una vivienda contenida por sus paredes, ventanas y puertas. ¿Quién es, entonces, el que oficia de adulto y fija las reglas del juego? Uno se imaginaba al padre o maestro programando el canguro digital para que impidiera el acceso a las páginas cuyo contenido repugnara a la moral del adulto en cuestión y que éste, en un gesto de generosidad típica de cualquier censor, tratara de ahorrar a su descendencia o pupilos el apurar tragos similares, como podría ser el contemplar a una señora o un señor en pelotas en una de las clásicas manifestaciones perversas de la mente –y el cuerpo– humano (o cosas peores, que, según cuentan todos los días los periódicos, las hay). A esto es a lo que se denominaba devolver la responsabilidad moral del proceso educativo a los adultos, sin necesidad de que el Gobierno se entrometiera en lo que cada uno debe ver, leer, o hacer en la paz de su morada.
Error. Craso error. Porque los adultos son otros. Los adultos, en realidad, son los dueños de las empresas que fabrican y comercializan los canguros digitales. Ellos son los que están determinando qué puede o no puede ver un internauta. Por ejemplo, Cybersitter. Este excelente producto de Solid Oak Software (Santa Bárbara, California), que ya lo usa más de un millón de personas, mantiene una lista de páginas web y grupos de discusión a los que no permite acceder a los menores. La etiqueta en casi todos ellos es «Pornografía» (un poco de fanfarria, por favor). Pero un chaval de la Universidad de Vanderbilt, Bennett Haselton, ha descubierto que bajo semejante denominación de origen también se embotellan los webs de la National Organization for Women o de grupos gays. Cuando inquirió a la empresa porque censuraba estos lugares, la respuesta de Solid Oak (Roble Sólido) hizo honor a su nombre: esa gente publicaba materiales de indudable contenido sexual.
Haselton negó semejante extremo y publicó una extensa crítica en uno de los tantos webs contra la censura que hay en EEUU, Peacefire. La respuesta del Oak fue más sólida aún: incluyó a este lugar en su lista de rincones prohibidos del ciberespacio. El conflicto entre ambos, además, se desarrolla en un contexto típico de «InfoGuerra»: los jóvenes han tomado al asalto estos canguros digitales y les están abriendo las bolsas marsupiales para descifrar sus códigos genéticos y revelar las triquiñuelas por las que los menores pueden evadir su ojo vigilante.
Sin embargo, el encontronazo proyecta una larga sombra sobre la idea de lo público y lo privado en un entorno como el de Internet. Uno podría legítimamente preguntarse ¿quién está detrás de Solid Oak? En este caso, quizá tan sólo se trate de una empresa supercelosa de su cometido que se ha extralimitado a la hora de llevarlo a cabo. O no. Quizá es una tapadera empresarial confeccionada con una tecnología de primera línea para ejecutar los objetivos de grupos de presión o de interés que el público desconoce. El poder de estas empresas es –y puede ser aún más– fenomenal. Un millón de copias de un programita que censura lo que los menores pueden ver en Internet es una oportunidad de oro para indoctrinar por vía de la omisión, algo que indudablemente debe hacer babear a todas las mayorías y minorías morales o ideológicas empeñadas en inculcarnos la doctrina correcta.
Moraleja: Antes de encender el ordenador, averigua quién hay tras el canguro al que vas a confiar tus hijos.