Ya falta menos para el Siglo XXI

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
24 abril, 2018
Editorial: 196
Fecha de publicación original: 4 enero, 2000

El que compra el paraguas cuando llueve, valiendo seis le cobran nueve

Aunque parezca mentira, aquí estamos escribiendo el primer artículo del año 2.000, en un ordenador y para ser publicado y leído en Internet. Hace tan sólo un lustro, pocos habrían invertido ganas, esfuerzo, o dinero, en lo que, entonces, se consideraba una novedosa y pasajera forma de perder el tiempo. Y hace 15 años, esto no estaba ni en los libros. A pesar de lo reciente de esta experiencia y de sus evidentes repercusiones, es curiosa la higiene social que ha teñido a la multitud de pronósticos con que los medidos nos han inundado en estos días para celebrar la llegada de los tres ceros. Intelectuales, artistas, periodistas, escritores, filósofos, economistas, politólogos, científicos y «tutti quanti» con un somero brillo mediático, se han (nos hemos) visto obligados a participar en la gran fiesta de la «visión del futuro». En la vasta mayoría de los casos, los pronósticos llegaban empapados de un pesimismo irremediable, por más que algunos vinieran adornados con la grandilocuencia de los grandes avances científicos. No obstante, el anuncio de fondo, la visión subyacente, era que el futuro será más de lo mismo de lo que hemos tenido hasta ahora. Cualquier cambio formará parte del mecanismo esencial para que no cambie nada.

Uno se queda con la impresión de que, si trasladamos estos ejercicios de pirotecnia agorera a enero de 1900, la vasta mayoría de brujos habría coincidido en que los nuevos inventos de entonces –automóvil, transporte aéreo, telégrafo, electricidad, etc.– sin duda iban a revolucionar el mundo, o sea Inglaterra, Francia, quizá Alemania, un poco de Italia, Argentina y EEUU. Muy pocos le habrían hincado el diente, como tampoco lo han hecho ahora, a cuestiones de fondo: ¿surgirán nuevas naciones? ¿asistiremos a revoluciones –del tipo que sean– que modificarán el paisaje de la comunidad internacional? ¿seguirá el comercio internacional por las vías tendidas por el mercado neoliberal? Según la respuesta a lo anterior, ¿a qué correlaciones de poder dará lugar? ¿emergerán países o pueblos relegados a lo largo del siglo anterior que se convertirán en líderes durante la nueva centuria? A estas preguntas hemos visto pocas respuestas. Las cosas son como son y no van a cambiar mucho, ese ha sido el mensaje reiterado que han escupido periódicos, revistas, radios y TV. El optimismo o pesimismo de la población a que hacían referencia algunas encuestas se enmarcaba, sobre todo, en el arco de la mejoría de la vida individual, pero sin mayores aventuras sobre el contexto social del planeta. Evidentemente, Seattle todavía no ha calado.

Pareciera como si las grandes cuestiones fueran –que indudablemente lo son, pero no en exclusiva– las relativas a qué nos va a hacer la medicina, la genética, las telecomunicaciones, el envejecimiento, la vida familiar, la educación, el sexo, el hambre, el medio ambiente, las religiones, las migraciones, incluso la ética. Pero se da por sentado que el escenario de fondo, algo tan etéreo y, al mismo tiempo, corpóreo como el poder, seguirá existiendo bajo la misma cobertura de sometimiento, imposición y defensa de los privilegios de unas pocas minorías. Y esto a pesar de que, como dicen los ingleses, hay abundantes «graffiti» en el muro anunciando lo contrario. Estamos viendo ante nuestros propios ojos cómo los ricos de siempre desaparecen deglutidos por nuevos señores, jóvenes en su mayoría, sin oficio probado en la cultura del poder, que se ven obligados a negociarla constantemente con interlocutores que los anteriores ricos jamás tuvieron en cuenta y en un contexto de turbulencia social latente de dimensiones sin precedentes, ni siquiera cuando el movimiento socialista amenazaba a los bastiones del poder capitalista en el tránsito del siglo XIX al XX.

En el otro extremo, si es que cabe darle una base geográfica al concepto, el poder se disgrega en cientos de miles, en millones de átomos intangibles a través de redes desjerarquizadas, una veces sustentadas en tradiciones bien asentadas –mafias, economía marginal, entramados familiares–, otras en modelos nuevos, emergentes, a los que aún les queda mucho camino por recorrer. Internet, en este sentido, aparece como la metáfora de una época de cambio social que, posiblemente, todavía no haya mostrado ni el pico del sombrero. Y el motor de ese cambio consiste en algo de lo que hemos visto muy poco durante el siglo que se acaba: el consenso, la negociación, el pacto, el acuerdo, a escala global y con interlocutores que, hasta ahora, para hacerse escuchar –cuando lo han logrado– han debido invertir prácticamente la energía de varias generaciones para, finalmente, producir algún episodio que haya obligado a modificar algunos presupuestos del poder.

Uno tiene la sospecha de que nos dirigimos hacia una época donde estas situaciones no serán la excepción, sino la regla y, además, con una inversión energética mucho más distribuida, más colectiva. ¿Suena esto a canto optimista? Desde mi punto de vista, por supuesto que no. Tan sólo indica que los instrumentos de decisión cada vez estarán más cerca del ciudadano, de todos los ciudadanos, ya sea que estos actúen individualmente, como asociación, empresa, entidad, administración, etc. Y, por tanto, las responsabilidades sobre estas decisiones serán también más directas, más inmediatas. Aquí es dónde deberían manifestarse las visiones optimistas o pesimistas sobre el futuro: ¿Seremos capaces de utilizar estos medios para asumir estas responsabilidades? ¿Sabremos desenvolvernos en la estrategia del pacto y el mandato horizontal para reconstruir la actual sociedad sobre unos cimientos políticos, económicos y sociales diferentes? ¿Qué tipo de tensiones y conflictos desencadenará la dispersión del poder a lo largo y ancho de todos los planos de la convivencia, desde el seno de las empresas, a la educación, la familia, las diferentes administraciones públicas, las organizaciones –locales o globales, nacionales o internacionales, existentes o de nueva factura– o las grandes y pequeñas entidades identitarias –religión, nacionalismos, diversidad cultural–? Tenemos 12 meses para preparar una respuesta más inteligente que la proporcionada ahora, porque en diciembre, cuando acabe este siglo XX, nos veremos envueltos otra vez en este juego de la «visión del futuro». Esperemos que, para entonces, no volvamos a arrodillarnos ante el becerro de oro de la tecnología y seamos capaces de decir algo interesante sobre quienes la usan.

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