Y, sin embargo, el núcleo de la Tierra se mueve más rápido

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
26 septiembre, 2016
Editorial: 33
Fecha de publicación original: 20 agosto, 1996

Fecha de publicación: 20/08/1996. Editorial 033.

Manos frías, corazón ardiente

El fenómeno Internet es tan inasible que cada día nos encontramos con nuevos punto de referencia que tratan de explicarlo. Internet parece un bicho, pero también un fascinante cristal en plena fase de crecimiento. O un juego de números que compendia las teorías matemáticas más avanzadas, sin olvidar su parentesco con el complejo comportamiento de los ecosistemas. En los últimos meses, parece que el biologismo está encontrando suficientes elementos de apoyo para equiparar el comportamiento de la Red a los procesos naturales que rigen el desarrollo de los seres vivos, incluyendo evolución, mutaciones, extinciones y líneas muertas.

Algunas de estas ideas son muy fértiles a la hora de sugerir las tendencias que podrán estar operando en Internet. James Moore, por ejemplo, se está inflando a ganar dinero en EEUU con su libro The Death of Competition, cuyo subtítulo indica claramente por donde van sus tiros: Liderazgo y Estrategia en la Era de los Ecosistemas Empresariales (Business Ecosystems). Moore aplica una óptica biológica para explicar cómo la creación de redes y la canalización a través de ellas de las relacione económicas y sociales (y, a corto plazo, las políticas) está modificando sustancialmente el mundo de los negocios. Este consultor de algunas de las más importantes corporaciones del “Fortune 500” descubre, para su sorpresa, que ahora la cooperación es tan o más importante que la competencia. No es raro, pues, que una de sus obras de culto, si no la más adorada, es “La diversidad de la vida” del brillante entomólogo Edward O. Wilson.

De todas maneras, aunque la comparación con la teoría de ecosistemas me parece muy atractiva, en la boca de estos tiburones de las finanzas tiene las resonancias ancestrales de los grandes depredadores en las profundidades abisales: una forma, como muchas otras, de zamparse a los peces pequeños y acumular fuerzas para medirse con los grandes. De todas maneras, es cierto que nunca como ahora los peces pequeños han tenido la oportunidad de crear bandas tan bien urdidas como las que posibilita Internet. Lo que también vale –no hay que olvidarlo– para los peces grandes.

Personalmente, me parece que la metáfora más elegante y luminosa de Internet la llevaba el propio planeta en su seno. Y, qué curioso, sólo ahora ha salido a la luz gracias, entre otras cosas, a la tecnología digital. Paul Richards, un sismólogo de la Universidad de Columbia y Xiaodong Song, del Observatorio Terrestre Lamont-Doherty en Palisades (ambos en Nueva York), acaban de confirmar una increíble predicción obtenida por una simulación por ordenador del campo magnético de la Tierra: el núcleo más íntimo de nuestro planeta es un cristal de hierro con una masa semejante a la de la Luna que gira ligeramente más rápido que el resto del planeta. En primer lugar, descubrir que en el interior de esta vieja roca hay otra que también está girando ya constituyó una sorpresa mayúscula. Comprobar que, además, lo hace a mayor velocidad que la “muñeca” externa, se convirtió en un enigma. Perdonen por la transposición fácil, pero es inevitable comparar este fenómeno con lo que representa Internet hoy día, esa gigantesca masa de comunicación y conocimientos que gira a una mayor velocidad que el recipiente que la contiene y que, por tanto, dependiendo de su masa en constante crecimiento, comienza a influir decisivamente sobre la velocidad de la órbita general del cuerpo mayor.

Pero no se acaba ahí el paralelismo. El señor Richards ha conseguido precisar que el núcleo terrestre móvil tiene unos 2.400 kilómetros de diámetro y forma parte de un gigantesco motor eléctrico. En la frontera entre ese núcleo sólido y el núcleo fluido que lo recubre discurren corrientes eléctricas de miles de millones de amperios, las cuales generan fuerzas poderosísimas que tiran del núcleo sólido. Gracias a que el núcleo que lo recubre tiene una viscosidad relativamente baja, el sólido puede girar libremente.

Algo parecido sucede con Internet (¿o no?). La zona de fricción entre la Red y el exterior, entre el ciberespacio y el mundo real que lo contiene, está cargado de electricidad, de tensión o, como diría mi amigo Antonio Farrás, de energía potencial. Esto provoca un tirón poderoso sobre la propia red, sobre ese núcleo sólido, que la hace girar libremente. ¡Mejor ni pensar en la catástrofe telúrica que se produciría si el envoltorio fluido quisiera imponer su propia velocidad –sus propias reglas– al sólido que lleva en sus entrañas! A lo mejor quedaríamos todos electrocutados.

Fue Galileo quien musitó aquella inmortal frase “Eppur, si muove”. Sin embargo, la Tierra se mueve alrededor del Sol y no es, por tanto, el centro del Universo, como querían los inquisidores de la Iglesia Católica que le enjuiciaron para que se desdijera de semejante “herejía”. No sólo se movía, sino que, además, en su interior, se movía aún más. Al genio de Pisa no le debemos tan sólo sus geniales descubrimientos astronómicos. En su “Discurso en torno a las cosas que flotan en el agua”, Galileo utilizó el principio de las velocidades virtuales para demostrar los teoremas más elementales de hidrostática y deducir las condiciones necesarias para que flotara un cuerpo sólido en un líquido. Galileo, velocidad virtual, flotación de sólidos, el núcleo de la Tierra, Internet… Esto le demuestra a Moore que no es necesario convertir a la ciencia en un prosaico manual de recetas económicas con el único fin de aconsejarle a las empresas cómo ganar más dinero. La ciencia nos presta parangones muchos más bellos sobre lo que hoy estamos haciendo –y nos está ocurriendo– con Internet. Ese coro sólido que gira a más velocidad que el resto del planeta nos está diciendo cosas muy interesantes. A lo mejor no nos hace económicamente más ricos. Pero a eso ya estamos acostumbrados. Es nuestra velocidad natural.

print