Vacas empobrecidas

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
6 noviembre, 2018
Editorial: 252
Fecha de publicación original: 30 enero, 2001

De los hombres es errar, y de los burros rebuznar

Las crisis de las vacas locas y del uranio empobrecido usado por la OTAN en Kosovo tienen una serie de elementos en común, casi todos ellos referidos a aspectos medulares de la Sociedad de la Información. Lo primero que plantea la acción de los gobiernos europeos –y lo que toca al de EEUU– es que, más allá de la forma como han manejado ambos asuntos, la falta de información ha generado una crisis de confianza de proporciones. Esta será una brecha de difícil sutura durante muchos años. En el caso de las vacas locas, hasta se le puede conceder la razón a los médicos cuando dicen que los casos mortales «conocidos» registrados hasta ahora, 85 en Gran Bretaña en más de 10 años, no sostienen la calificación de epidemia. Eso en cuanto a los números. Pero la verdadera epidemia la llevamos ahora todos en la cabeza. Lo que se ha quebrado es la confianza en lo que nos servimos en la mesa. Y esta patología es mucho más importante que cualquier otra estadística de salud pública.

El consumidor ha perdido la confianza en sus políticos, cuyos tejes y manejes durante una década larga recién comienzan a salir a la luz. El consumidor observa con desconfianza el comportamiento de instituciones creadas supuestamente para defenderle de excesos como el cometido con los piensos de origen animal. El consumidor, a pesar de todas las pruebas diarias que abonan semejantes comportamientos, se queda perplejo cuando se entera de que la Unión Europea decidió en un documento confidencial oficial de hace 10 años echarle la culpa a la prensa de las vacas locas y negar toda evidencia del problema. Y, por su puesto, el consumidor no entiende que ahora se arbitren ayudas pantagruélicas para rescatar a un sector que aplicó una demencial lógica industrial en la dieta más habitual de la población. La propia Comisión Europea tiene asumida la doctrina de que «quien contamina paga». Y no se entiende muy bien por qué este principio ahora va a quedar en suspenso para ser reemplazado por el de «quien se envenena paga».

Una inquietud semejante debe embargar a los soldados actuales, por más que los ejércitos se profesionalicen. Las guerras o, mejor dicho, las actividades pacificadoras de los ejércitos industrializados, se han convertido en una curiosa pirueta de camuflaje de víctimas, propias y ajenas. Por una parte, envenenar todo lo posible el medio ambiente del enemigo con las denominadas bombas de alta precisión para causar daños colaterales. Dicho en lenguaje común: saturar el escenario bélico con artillería que supuestamente mata sólo a los más malos, pero cuyas cargas explosivas dejan un rastro de contaminación duradero. Si es radiactiva, mejor. Y si además viene disfrazada con otros ingredientes incluso más peligrosos, mejor. Después se les ordena a los soldados amigos que invadan. Si son muy, muy amigos, entonces se les avisa de que se tapen la boca y traten de respirar lo menos posible.

La barbaridad de Kosovo, como anteriormente la de Irak, ya está perpetrada. Pero, ¿quién será el guapo general o secretario general de la OTAN (¿recuerdan al socialista Javier Solana?) que dará la orden de invasión en la siguiente guerra, perdón, misión pacificadora? Me da la impresión de que el próximo incidente bélico tiene todos los números de convertirse en un drama de proporciones en los cuarteles y mucho antes de tomar las decisiones clave. Como es natural, los soldados pedirán los prospectos de cada bomba, estudiarán sus especificaciones con lupa, harán que sus abogados examinen la letra pequeña y exigirán que los mandos firmen antes de atacar un documento que indique: «esta bomba puede afectar a la salud a menos que se tomen previamente las siguientes precauciones…» Y las exigirán.

Sin embargo, de ambas crisis, vacas locas y uranio empobrecido, por ahora aparecen las víctimas ricas. Nos preocupa lo que pueda sucedernos en cuanto consumidores de buena mesa, o soldados de ejércitos opulentos. Pero esto es apenas la puntita del iceberg. Cuando hace 10 años la UE decidió en la Comisión de Veterinaria que nadie debería alarmarse por esa extraña enfermedad que afectaba al ganado vacuno, Inglaterra exportaba el 40% de su producción al Norte de África. De hecho, como reconoció la semana pasada la FAO, la crisis de las vacas locas puede tener una dimensión mundial porque durante más de una década se ha exportado carne contaminada sin aviso ni cuidado alguno.

Pero la mayoría de los países importadores no es que no supieran, es que ni siquiera tienen medios para distinguir o discriminar la incidencia de esta contaminación entre su población. En realidad, hasta muy recientemente, ni siquiera los países europeos estaban en condiciones de hacerlo. Nadie sabe, ni sabrá durante años, qué ha sucedido y está sucediendo en países africanos y de otras latitudes que consideraron un signo de calidad y seguridad el sello «Made in England». Como nadie sabe, ni sabrá durante muchos años, qué está sucediendo con la población de Kosovo por la contaminación con el uranio empobrecido. Hasta ahora, la única referencia válida procede de los estudios realizados por varias agencias de las Naciones Unidas y algunas entidades independientes en Irak. Y los resultados son ciertamente catastróficos, aunque, como siempre, las sociedades industrializadas prefieren mirar para otra parte. «Eso está muy lejos y además ¿para qué quieren tantos niños?».

Ahora no nos quedará más remedio que mirarnos a nosotros mismos, porque ahora nosotros también somos víctimas. Vacas locas y uranio empobrecido tan sólo son todavía un ovillo que irá desmadejando en los próximos años la secuela de horrores dejada por una insensata política industrial aplicada a la alimentación y por los bombardeos «quirúrgicos» de la OTAN. Y uno de los ingredientes de esos horrores es nuestra indefensión ante las actuales estructuras políticas.

Estas crisis han mostrado que, en contra de lo que muchos dicen, mucha información todavía es poca. Sobre todo cuando esa información queda enclaustrada en el reino de los comités de sabios, los conciliábulos políticos y una prensa que no muestra sus armas hasta que el pastel no está sobre la mesa y los cuerpos en la morgue. Para llegar a ese supuesto exceso de información a la que muchos preconizan que hemos llegado, a la infosaturación, nos queda todavía un largo camino por recorrer. Para ellos, miles de millones de páginas web es casi un atentado a la democracia. Sobre todo, a las corporaciones y gremios que hasta ahora han adquirido el título de pilares del sistema político vigente.

Pero ahí está precisamente el quid de la cuestión. Si la Sociedad de la Información tiene algún significado radical, éste reside en la reformulación política de los procesos generadores de información y comunicación. En la posibilidad de abrir espacios nuevos por donde organizaciones ciudadanas de diversa índole, agrupadas alrededor de afinidades de todo tipo, sean capaces de urdir un tejido social nuevo, un entramado de redes pertinente a sus propios intereses. Las crisis de las vacas locas y del uranio empobrecido han puesto sobre la mesa la actualidad de esta agenda social. Cada uno de estos acontecimientos muestra, por una parte, el callejón sin salida a que nos conduce la ausencia de arterias informativas propias articuladas con una agenda política independiente de la de los poderes establecidos. Y, por la otra, la creciente dificultad de «hacer política», incluso «política militar», sin tomar en cuenta esta posibilidad de que se abran canales nuevos de intervención política a través de las redes de comunicación.

Poco saben las vacas, locas como están las pobres, cuánto han colaborado en consolidar algunos aspectos clave de la Sociedad de la Información.

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