De las TIC a las TSI (I)

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
14 noviembre, 2017
Editorial: 149
Fecha de publicación original: 5 enero, 1999

No hay daño que no tenga apaño

A medida que aumenta la población de Internet, aumenta la preocupación sobre el destino de los países pobres en la Era de la Información. Pero a medida que aumenta la población de Internet, ¿se pueden mantener las mismas preguntas de siempre respecto a las relaciones entre países ricos y pobres? ¿Son válidas las interrogantes no resueltas por la Sociedad Industrial en la Sociedad de la Información? Para expresarlo de otra manera: los países periféricos en la Sociedad Industrial, ¿también tienen necesariamente que serlo en la Sociedad de la Información? A examinar esta cuestión vamos a dedicar éste y el próximo editorial.

Cuando escuchamos las respuestas actuales que se dan a preguntas de este tipo, sobre todo en boca del creciente número de intelectuales que comienza a preocuparse por estos temas (y que procede en su vasta mayoría de una frustrada experiencia izquierdista, lo cual lastra considerablemente sus análisis), pareciera que existe un orden inmutable de las cosas: éstas siempre tienen que suceder de la misma manera, respetando algún tipo de misteriosa secuencia histórica. Si existe un paradigma del pensamiento único, éste punto de vista me parece la expresión más depurada de su tesis motriz. Y, curiosamente, entre los más fervorosos defensores de este orden inmanente se cuentan quienes aparentemente critican que el neoliberalismo actual se sustenta precisamente en el tan manoseado pensamiento único.

El discurso tiene un arranque unilineal: nos dicen que los pobres de hoy serán los pobres de mañana. No nos dicen, por ejemplo, que muchos de los pueblos pobres de hoy no lo eran en el pasado y, viceversa, que muchos de los pueblos ricos de hoy vivían en condiciones miserables no hace todavía mucho tiempo. No hace falta ponerse muy detallista al respecto. De los imperios de los últimos 300 años no queda ninguno. De los de este siglo, uno y el asunto es muy discutible. De lo cual se podría deducir, al menos, que los imperios nacen, crecen, se desarrollan y mueren, lo quieran o no sus dirigentes y directos usufructuarios y por más eternos que parezcan en su época de esplendor. Y la España actual, sin ir más lejos, no resulta muy reconocible ni siquiera en un libro de imágenes de los años 60, ya no digamos de hace 60 años. El análisis lineal no parece llevarnos muy lejos, sobre todo en estos momentos en que asistimos como testigos y protagonistas privilegiados a una de esas fases turbulentas de la historia humana cuya salida, al menos, parece de difícil pronóstico. A lo mejor la experiencia reciente nos sirve de mucho, pero a lo peor nos coloca delante de los ojos un paisaje conocido que nos impide hacernos las preguntas adecuadas para orientarnos ante la nueva dinámica de lo emergente.

En su artículo «Carta a Alfredo», publicado en esta revista la semana pasada, Karma Peiró citaba un párrafo del premio Nobel de literatura José Saramago quien decía en un artículo del periódico Le Monde Diplomatique, uno de los medios, si no el medio, que más astillas ha hecho del pensamiento único: «Apenas un 3% de la población mundial tiene acceso a un ordenador y los que lo utilizan son todavía menos numerosos. La inmensa mayoría de los humanos ignoran la existencia de las nuevas tecnologías puesto que ni tan siquiera tienen agua, luz, electricidad, hospitales, escuelas, coches, neveras…. Si no se hace nada, la actual revolución de la información pasará igualmente de ellos». La secuencia que cita el escritor portugués es la estereotípica de la Sociedad Industrial para salir de la pobreza: se empieza por las redes de agua (higiene) y se sigue por las de energía, salud, educación, carreteras, confort doméstico, etc.

Ahora bien, Saramago –y tomo al escritor portugués sólo como un ejemplo de una forma de exponer la cuestión que él denomina la «revolución de la información»–, pone el listón muy alto: sin agua ni electricidad, es decir, sin las dos redes de infraestructuras básicas, ¿cómo se va a tener un ordenador en casa? Y si el ordenador es la base de las nuevas tecnologías que propician dicha revolución, la deducción resulta palmaria: ésta no llegará nunca a los sectores más desfavorecidos del planeta, que seguirán encarcelados en sus actuales circunstancias «per secula seculorum». Dicho de otra manera: si la Sociedad Industrial ha sido incapaz de satisfacer esta demanda fundamental para cientos de millones de seres humanos, ¿cómo se va a resolver ahora que ni siquiera han llegado al teléfono?

Saramago tiene razón. Si la forma de obtener estos dos bienes esenciales (higiene y energía) consiste en perseguir la receta consagrada por la sociedad industrial, o sea una acumulación primitiva de capital para propiciar el desarrollo de estas infraestructuras, efectivamente no hay solución posible que venga del teclado de un ordenador que, además, no existe ni en pintura en esas circunstancias. Sin embargo, la secuencia para alcanzar ciertos objetivos no tiene por qué ser siempre la que conocemos. En el siglo XVIII, por ejemplo, como cuentan los arquitectos Justino García Navarro y Eduardo de la Peña Pareja en su obra «El cuarto de baño en la vivienda urbana», recientemente publicada por el Colegio de Arquitectos de Madrid, cuando el Rey Carlos III quiso limpiar la ciudad para eliminar los olores de heces fecales y otros desechos que se arrojaban con toda naturalidad a la vía pública, el monarca se encontró con la abierta oposición de los médicos quienes consideraron semejante medida como perjudicial para la salud. A veces uno tiene la impresión de que esos médicos siguen habitando entre nosotros.

La cuestión hoy es que allí donde no llegan las redes de infraestructuras básicas y condenan a la pobreza a millones de personas en todos el mundo, sí llegan las redes de información. La primera, y más patente, la televisión. Saramago, y con él quienes piensan de manera similar, comete un pecado de reduccionismo muy habitual: denomina nuevas tecnologías (otros prefieren tecnologías de la información) al ordenador. Pero esta conjunción de «hard» y «soft» es una de las posibles formas por las que se puede acceder a la información. Otra es, desde luego, la televisión.

Hace unos días regresaba desde Ouarzazate a Marrakesh e hicimos una parada en el alto de Tizi-n-Tichka, en la cadena del Atlas, a 2.260 metros de altura. Todo el lugar era una tienda de piedras y bisutería, unas pocas casas y un bar, dónde me refugié de la ventisca de nieve para tomarme un café. Sólo había dos marroquíes detrás de la barra y un cliente muerto de frío, yo. Antes de bajar la palanca de la máquina de café para llenar la taza, ambos ya me estaban explicando al alimón por qué Van Gaal tenía poco futuro como entrenador del Barcelona, a quién se le ocurre vender a De la Peña al fútbol italiano, cómo puede ser que los españoles admitan equipos de fútbol plagados de extranjeros y, de ahí, al Euro y qué podía significar la nueva moneda para Europa sólo había un diminuto paso que dieron con toda naturalidad. La red de información funcionaba y estaba bastante bien engrasada. Las otras, las de la higiene y la energía, estaban bajo mínimos, como en tantos otros pueblos de esta zona del sur de Marruecos fronteriza con el desierto.

La cuestión es qué representa este acceso a la información y qué se puede hacer con ella. Si la única información que puede llegar es la que proporciona la televisión en su formato actual, entonces no hay solución posible. Seguimos en el ámbito de la Sociedad Industrial. Información administrada desde arriba por poderes sólidamente constituidos y sin ninguna posibilidad de interactuar entre emisores y receptores. Aquí no hay ni revolución de la información ni nada que se le parezca. Ni siquiera innovación tecnológica, a la que muchos parecen adscribir misteriosos valores terapéuticos sociales. La innovación tecnológica no es la que promueve el cambio social, sino el uso que la gente hace de la tecnología. Y para que esto suceda tiene que tratarse de tecnologías con ciertas peculiaridades, como sucede con Internet. De lo contrario, nos encontramos ante innovaciones tecnológicas que se imponen por otras razones, fundamentalmente de pujanza comercial. Y si el cambio social hay que fiarlo sólo al funcionamiento del mercado, entonces mejor que apaguemos y nos dediquemos a otra cosa.

Este es el aspecto nuevo que con demasiada frecuencia se escapa del análisis de la situación actual. No se trata de que Internet sea una tecnología mejor o peor que otras (quién sabe), sino que está en manos de mucha gente que está haciendo muchísimas más cosas de las que permitiría el mercado en otras condiciones e incluso de lo que desearían las grandes corporaciones para consolidar la ola de capitalismo neoliberal. El trueque, por ejemplo, uno de los mecanismos esenciales de creación e intercambio de información y conocimientos en las redes, no está claro que sea una de las salidas deseadas por el capitalismo. De hecho, todo el empuje hacia la comercialización de Internet y de su conversión en una plaza universal de comercio electrónico, con medios de pagos seguros y reconocidos por el mercado tradicional, es la negación más evidente del trueque, cuya existencia se basa en criterios de fiabilidad, servicio y creación de una oferta de bienes socialmente útiles. Por eso me parece que el concepto de «tecnologías de la información y la comunicación» (TIC) es cada vez más obsoleto y menos explicativo. En su lugar prefiero el de Tecnologías de la Sociedad Informacional (TSI), que abarca no sólo el hardware, el software y su interconexión en redes telemáticas, sino los diferentes tipos de organización social asociados al uso de estos instrumentos.

La cuestión ahora estriba en cómo y mediante qué organización de redes humanas interconectadas a través de Internet, como parte de un proceso de globalización creciente de la actividad de comunidades humanas concretas, se puede conseguir la creación de bienes sociales esenciales a través de las TSI. Es una vía digna de explorar –e investigar– y que no puede cancelarse «a priori» porque no sea la forma habitual de alcanzar ciertos grados de desarrollo humano. Pero estamos entrando en la Sociedad de la Información y a ésta debe corresponder formas específicas de organizarse para conseguir objetivos de carácter público que de otra manera nunca se conseguirían. La Sociedad Industrial, el «ancient régime», nos ha demostrado hasta la saciedad su incapacidad para proporcionar esa meta de partida.

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