Sociedad de redes

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
12 diciembre, 2016
Editorial: 56
Fecha de publicación original: 28 enero, 1997

Fecha de publicación: 28/1/1997. Editorial 056.

No despiertes a quien duerme

El año pasado, el Foro Económico Mundial de Davos, ya instituido como la cumbre anual de los empresarios más poderosos del planeta, rindió tributo a uno de los becerros de oro en boga: la globalización (o mundialización; aquí sobran los nombres de pila, el problema viene a la hora de conceder apellidos) del comercio y de las actividades empresariales. Para la ocasión invitaron a un señor que inició su discurso con este dramático llamamiento: «Gobiernos del Mundo Industrial, cansados gigantes de carne y acero, yo vengo del Ciberespacio, el nuevo hogar de la Mente. En nombre del futuro, os pido a vosotros, representantes del pasado, que nos dejéis solos. No sois bienvenidos entre nosotros. No tenéis ninguna soberanía sobre el lugar donde nosotros nos reunimos». Para añadir un poco de atmósfera a lo que ya de por sí sonaba como concluyente (y excluyente) declaración de principios, el señor en cuestión vestía traje y corbata –como todos en la audiencia– y lucía una larga melena a lo Buffalo Bill. Era John Perry Barlow, co-fundador de Electronic Frontier Foundation. Barlow les leyó a los empresarios su «Declaración de Independencia del Ciberespacio«, un nuevo territorio donde la libertad, la democracia y la convivencia eran conceptos muy diferentes a los del mundo al que ellos estaban acostumbrados a destruir en el nombre del progreso y el bienestar.

Esta semana, los mil miembros del foro han regresado a la pequeña ciudad suiza para celebrar su encuentro anual bajo el lema «Construir la sociedad de redes», que es muy diferente a construir las redes de la sociedad (éstas ya las tienen montadas y bien engrasadas desde hace décadas). Me imagino que Barlow jamás soñó que su prédica caería en terreno fértil tan pronto. Ni tampoco que su lugar en el púlpito sería ocupado ahora por el teólogo Hans Küng o el escritor Eli Wiesel. Y ni mucho menos que en el orden del día alcanzarían un lugar preeminente cuestiones como el «civismo empresarial», las consecuencias negativas de la tecnología y el impacto del cariz más perverso del modelo económico de EEUU (son palabras de ellos). Lo que aletea en el fondo de esta llamativa toma de posición del poderoso conglomerado empresarial es que los resultados políticos y sociales de la globalización del mercado –que tanto ensalzan liberales de pro en el centro del sistema (cuya larga lista encabezan los gobiernos que han aceptado la falacia del «Fin de la Historia», respaldados por las escuelas de Chicago y de otras universidades de EEUU), como epígonos iracundos de la periferia (caso Mario Vargas Llosa)– no está tan claro que produzca necesariamente un incremento del nivel de vida a escala global y nos acerque a la sociedad más justa (también palabras de ellos) que incluyen en todos sus programas políticos. Todo lo contrario, en un mundo cada vez más paranoico con la seguridad, lo contrario –la inseguridad– es lo único que prolifera alegremente por doquier. Y la inseguridad, aunque quieran barrerla debajo de la alfombra, no es más que uno de los síntomas de la conflictividad social.

La globalización de la mano de las tecnologías de la información, en particular de las redes de telecomunicación, fragmenta al mercado de trabajo mundial en miles de espejos que proyectan la fuerza laboral hasta el infinito. Siempre habrá empleo para la oferta de la industria en su proceso de acumulación de capital en todo el globo, pero nunca absorberá toda la demanda porque podrá romperla en tantos pedazos como quiera a lo largo, ancho, alto y bajo de las redes de trabajo y, tal y como sucede en el ciberespacio, deslocalizarla, desterritorializarla según criterios de rentabilidad coyuntural. Y, por tanto, siempre habrá paro, un paro crónico, un paro tecnológico, en suma un paro global con todas las secuelas imaginables: marginación, desigualdades insostenibles, inestabilidad social y política, estallidos de violencia social… O sea, no el panorama más deseado por una industria capaz de operar en este marco mágico de la globalidad.

Este aspecto fundamental de la sociedad de las redes fue el que no mencionó J. P. Barlow en su diatriba del año pasado. El ex-letrista de The Grateful Dead pintó un ciberespacio de color rosa (como correspondía a una Declaración de Independencia), pero soslayó que allí siguen y seguirán imperando las leyes de la acumulación de capital y, por tanto, del rigor patrón-trabajador a la hora de la prestación de «servicios laborales», para decirlo con palabras finas. No será un calco de lo que sucede en el «mundo presencial» (como muy bien señala Barlow en su escrito), pero la dinámica del planeta digital no permitirá por sí misma superar la barrera de hierro del empleo a escala global. Sobre todo, si esta dinámica descansa únicamente en una política liberal a ultranza y la entronización del mercado como el regulador máximo de su construcción.

Si el proceso de globalización del mercado sigue avanzando de la mano, como es previsible, de la densificación de las redes de telecomunicación a toda las escalas y dimensiones imaginables, será necesario hacer un verdadero derroche de imaginación para encontrar nuevas formas de participación social que permitan abrir áreas totalmente innovadoras, hoy por hoy todavía inimaginables. Individuos, colectividades, organizaciones y empresas nos veremos abocados a elaborar los nuevos ingredientes para este gran puchero del que deberemos vivir el próximo siglo. A la luz de este desafío, resulta todavía más insultante la suficiencia de tantos intelectuales que, reclamados sobre todo por la cercanía de la fecha, se permiten pontificar sobre lo que nos aguarda más allá del 2.000 sin desperdiciar ni un sólo pensamiento sobre el impacto del desarrollo pujante de las redes y su relación con el empleo a escala global. Por lo general, casi todos ellos han cumplido los 50 años y ya han decidido ingresar en el asilo de las ideas.

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