Sociedad de la Información desinformada

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
30 mayo, 2017
Editorial: 101
Fecha de publicación original: 6 enero, 1998

Que se me da más ocho que ochenta, si todos los ochos son dieces

El año comenzó sin novedades en el frente: el uso de Internet en España crece constantemente según el Estudio General de Medios (EGM). En los últimos meses del año, la Red tuvo 200.000 visitantes más que respecto a los meses de abril y mayo de 1997. En total, el EGM estima que la comunidad internauta española está compuesta por más de un millón cien mil habitantes y con una tasa de natalidad disparada. No paran de reproducirse. En pocas palabras: cargamos con nuestra parte alícuota de expansión de la Red como cualquier hijo de vecino.

La estadística puede dar un salto todavía más espectacular en los próximos meses con la llegada del enchufe de datos a los hogares y empresas de la mano de las empresas de cable. Internet se convertirá entonces en un sistema ubicuo que lo mismo servirá para debatir la mejor forma de extraer los aromas esenciales al café, que para mandarle un correo-e a la lavadora para que ejerza de tal ante la previsión de un día soleado. Estamos al borde del síndrome del cajero automático, aquella franja de tiempo nebulosa en que todos mirábamos de reojo a los armatostes que comenzaban a poblar las antesalas de los bancos.

Hoy costaría mucho reproducir las sensaciones dispares que nos embargaban en tan lejano pasado (por lo menos cinco años, o así). Hoy metemos la tarjeta de crédito en la primera ranura que nos sale al camino con una promiscuidad impropia de estos tiempos del sida. Dentro de nada, más del doble largo de los internautas actuales en España, usarán Internet con la misma familiaridad y rutina para las facetas más insospechadas de la vida cotidiana. De hecho, vivirán incluso en y desde la Red. Esto, por supuesto, no es preocupante. Lo preocupante es el desierto en la política informativa en que nos movemos cuando ya estamos hablando de un sector social significativo de la población y en unas cantidades que, en otro terreno que el de la comunicación digital interactiva, ya habría provocado más de un estampida de políticos en busca de la adhesión de la nueva «feligresía».

Las únicas palabras oficiales que escuchamos al respecto o constituyen intervenciones activas o implícitas en las estrategias de las grandes corporaciones de telecomunicación, o son las reiteradas amenazas de vigilarnos cada vez más para ver si nos portamos bien en el ciberespacio. Por el camino, se dejan caer algunas promesas, como el edén digital de la ministra de educación Esperanza Aguirre, perfilado sin ningún sostén coherente basado en una política de comunicación pensada y orientada hacia el sector de la educación. Algo similar sucede, por supuesto, en el campo de la nueva industria de servicios dedicada a la gestión de la información y los conocimientos. La carencia crónica de tejido industrial para acunar el desarrollo de la innovación tecnológica o la formulación de políticas de desarrollo industrial (hoy fenecidas en las ruedas del liberalismo), resalta con una mayor evidencia en el momento en que nos acercamos a una cierta masa crítica que requiere orientación, soporte estructural, apoyos financieros específicos y una política que prepare al país para lidiar con una economía basada en bienes y productos generados por la gestión de la información y el conocimiento.

Por no tener, ni siquiera tenemos trabajos de campo que permitan conocer quiénes son realmente los conectados, cuál es su grado de influencia social, empresarial o política, cuáles son los rasgos predominantes de su comportamiento o la proyección de su escala de valores. No sabemos tampoco hasta qué punto el creciente uso de las redes y la configuración de un mundo de negocios alrededor de ellas influye sobre las percepciones personales o colectivas de los usuarios y, por tanto, cuál será el marco político adecuado para expresarlas. En pocas palabras: como indica meridianamente la propia encuesta del EGM, sólo está claro que cada vez somos más, que la penetración de la «conectividad e interactividad» crece sin parar, pero no tenemos ningún mapa (moral, social, económico, político o financiero) que permita distinguir los perfiles de este contingente humano. No basta desde luego, el recurso a lugares comunes –e inútiles– como que «consultan con mayor frecuencia este o aquel periódico, o le mandan tantos mensajes electrónicos diarios a su madre». Estamos hablando de un sector que está llamado a protagonizar la transición fundamental de este fin de siglo: de la sociedad industrial a la sociedad de la información. Difícil tránsito, desde luego, si lo que nos falta es precisamente información sobre lo que hace, cómo lo hace y con qué perspectiva de futuro.

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