Si atacan la privacidad, ¿qué debemos defender?
Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
9 septiembre, 2016
Cuando imparto un seminario o conferencia sobre privacidad o temas anexos (seguridad, adulteración de identidades, etc.), llega siempre e indefectiblemente el momento culminante: ¿Cómo hago para proteger mis datos; qué importancia tiene que los tenga otro, aunque sea una agencia de seguridad, si no he hecho nada malo? [a saber qué diría Freud de semejantes preguntas].
Mis dos respuestas marcan también un momento culminante de ojos sin párpados: a la primera, la mala noticia es que no tienes forma de proteger tus datos, ni aunque seas la reencarnación de Lisbeth Salander. En este texto entraremos en las razones. Adelantemos, sin embargo, la segunda respuesta que trataremos la próxima semana: tú no tienes que hacer nada malo, ni en tu vida habitual, ni en Internet (que ya es tan habitual como tu vida). El problema, como en los accidentes de tráfico, no eres tú, son siempre los otros. Y cuando comprendas por qué y hasta qué punto estás en sus manos, podrás entonces decidir si merece la pena hacer algo más allá de lo que tu moral te indique, de cuán malo o equivocado es lo que hayas hecho.
Primero vamos a por la primera respuesta. Internet supone un cambio de canon de lo que habitualmente consideramos “vida”. Hasta que apareció la Red, lo más virtual de la vida era el correo postal o sistemas básicamente unidireccionales de comunicación, como la literatura, algunas disciplinas científicas, la TV, la radio y usos de este tipo del espectro electromágnético. Fuera de esto, nos quedaba la vida de siempre: vernos, tocarnos, viajar, trabajar con otros que veíamos y tocábamos, vivir y movernos en espacios compartidos, como ciudades y medios de transporte, a veces internacionalizar lo que hacíamos que afectaba esencialmente, a quienes lo hacían.
El canon era, por tanto, el construido en el mundo físico, salvo excepciones menores que prácticamente no afectaban a nuestra vida cotidiana. Esa vida cotidiana afectaba de todas maneras a millones de personas, a cientos de sociedades, países y naciones. Y ese marco físico determinaba, a su vez, el marco jurídico que regulaba a esas sociedades. La organización de los derechos desde los albores de la soledad industrial tenía como inspiración central la revolución francesa, sobre todo la declaración de los derechos del “hombre” –no de los ciudadanos–.
Nos hemos movido durante siglos en organizaciones sociales basadas en este tipo de relaciones relaciones, a lo que se sumaba la virtualidad creada por los medios de transporte y comunicación y similares. Para arrimar la sardina a nuestro ascua, podríamos decir que se podía vivir, sufrir, prosperar, quebrar, amar, insultar, herir, maltratar, matar o morir, sin necesariamente de tener que exceder las ondas creadas por la piedra que uno era cuando se la tiraba al estanque.
Arar el campo, comprar una vaca, añadirle un rastrillo al tractor, formar parte de la cadena de montaje de algo que necesitaba montaje, enrollarte con la mujer o el compadre de un/a colega o un/a desconocido/a, recibir los sopapos correspondiente, vengarte declarando públicamente lo que habías hecho, fuera cierto o no… esos eran los límites de tus acciones. Un juez podía valorar una demanda de calumnia tras vilipendiar a la víctima de tus actos, o juzgarte por el crimen que hubieras cometido si te pillaban las fuerzas de orden, dentro de un orden claramente establecido.
El canon de convivencia estaba enmarcado, esencialmente, por los acontecimientos analógicos, secuenciales, una cosa después la otra, en el entramado de un código basado en una experiencia cotidiana próxima, cercana, al alcance de… la ley.
En este mundo, en este tipo de convivencia, lo suficientemente agitada como haber desembocado en sendas guerras mundiales, ha aparecido Internet sin que nadie lo pidiera y lo ha desmantelado de un solo cañonazo. De entre la polvareda causada, se ha llevado bajo el brazo, entre otras cosas, lo que pensábamos que era la privacidad, nuestra privacidad. Internet nos ha introducido, sin preparación ni aviso, en el mundo de los números. Y, lo siento, pero esa era la mala noticia: del mundo de los números no hay escapatoria posible. Ya lo supimos, pero no lo apreciamos en toda su extensión, cuando comenzamos a aceptar los estándares, pero eran muy pocos los que se movían entre tuercas y tornillos de dimensiones específicas. Además, ese orden de cosas no se inmiscuía en la vida cotidiana, solo en la de los pesados que te querían demostrar cuanto sabían de ferretería.
En Internet, sin embargo, no hay vacas, tractores, maltrato, cariño, inteligencia, relación, etcétera, que quede circunscrita al lugar donde estás o a donde te alcance la antigua virtualidad. Cada vez quedan menos lugares donde puedas entrar a comprar sin que te conviertas en una cifra, compres algo que no sea una cifra, te pongas algo que no sea una cifra, o la deseches sin convertirla en una cifra, que estudies algo que no se reduzca a una cifra, que… que no sea una cifra si te agitas lo mínimo. Y esa cifra, para que nos hagamos cargo de lo que estamos hablando, para que comprendamos su significado en términos de privacidad, por ejemplo, esa línea de números siempre diferente, discurre por un entorno, por un espacio, que ningún ser humano había conocido jamás. Un espacio:
.- Universal, aparentemente infinito. No nos separan culturas, accidentes geográficos, diferencias cognitivas, banderas o preferencias. Todos estamos en el mismo lugar. Ni nosotros ni los creadores cuáles son, o dónde están, los límites. Una vez te mueves, los números generados se van por ahí y no los puedes domar, hacen –y, por tanto, hacemos– operaciones que todavía no hemos acabado de imaginar, operaciones que rebotan una y otra vez dejando un rastro cada vez más difícil de sistematizar, a pesar de que sabemos que están en el espacio virtual. Pero saber eso es de una pobreza extraordinaria.
.- Simultáneo. Se acabó la secuencialidad. Todos nuestros números están al mismo tiempo en el mismo lugar. Muy raro. A menos que se destruyan los servidores que los contienen, y frecuentemente ni aún así, en principio se puede seguir el rastro desde su origen hasta hoy. Y no te necesitan a ti para saberlo.
.- Descentralizado. Internet crece sin cesar. Entre otros, y fundamentales aspectos, porque basta añadir ordenadores a los que hay para que su capilaridad no requiera ningún remedio especial para mantenerla y fomentarla. Por tanto, nuestros números disfrutan constantemente, cada milésima de segundo, de un campo cada vez mayor para corretear, disfrutar, aparearse, sumarse, restarse, multiplicarse y dividirse, en suma, para reproducirse, sin que tú lo sepas o, como máximo, tan solo lo sospeches.
El canon de la organización social que hemos conocido hasta ahora, donde las relaciones físicas determinaban prácticamente todo lo que éramos, ha cambiado, no solo radicalmente, sino que es otro. Y, como nos muestra la discusión sobre la privacidad, todavía no lo admitimos. Mejor dicho, seguimos estirando como un chicle lo que teníamos para que, al menos, cubra nuestra vergüenzas. El marco regulatorio de nuestro mundo actual, en el que actuamos y al que le pedimos que responda al menos con los criterios heredados del anterior, choca constantemente con normas jurídicas donde la convivencia ocurre en entornos virtuales universales, simultáneos y descentralizados. No es lo suyo.
Estos entornos requieren marcos sociales, políticos, económicos, jurídicos, no solo diferentes, sino fundamentalmente construidos de una manera diferente. No disponemos de herramientas conceptuales capaces de superar lo que estamos dejando atrás y afrontar lo que vemos, no en el horizonte, sino hoy y aquí. Por eso, en estos momentos se nos aparece, y con consecuencias nada despreciables, los riesgos y peligros de los puntos de fricción más evidentes, como la disolución de aquella privacidad y de su descendencia: seguridad, suplantación de personalidad, robo de identidades, intromisión en la vida privada, comercialización de la identidad entre entidades desconocidas, en suma de lo que antes considerábamos que nos correspondía por derecho propio.
Todo esto lo vivimos con sorpresa, con incredulidad. ¿Cómo puede ser que sepan quién soy, que me encuentren desde países en los que nunca he estado, que me ofrezcan cosas que sí quiero pero nunca he admitido abiertamente desde negocios u organizaciones con quienes nunca he tenido trato? en otras palabras ¿cómo puede ser que mis números encuentren tan fácilmente, tan rápidamente, con tanto acierto, números parientes, familiares, casi, diríamos, consanguíneos?
Seguiremos con el tema para responder a la segunda pregunta. Alguien dirá, si todavía se acuerda de cómo empezó todo: “Pero si ya dijiste que no hay salida, ¿me vas a explicar algo nuevo? Por favor, como se decía antes, “no sé si sabes con quien estás hablando”. En julio de 1996 publicamos en la revista en.red.ando el editorial “La ventana del vigilante”. No solo seguiremos su rastro, sino que explicaremos por qué las corporaciones están ahora preocupadas por nuestra privacidad y qué alternativas ofrecen o tratan de opacar. Y cuáles son las nuestras.