Por qué soy un globalizador

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
29 enero, 2019
Editorial: 277
Fecha de publicación original: 24 julio, 2001

Quien viene, no viene tarde

Génova ha unido su cuenta, con mártir incluido, al rosario de manifestaciones promovidas por el mal denominado movimiento antiglobalización. De nuevo, como en encuentros anteriores, la furia ha barrido los temas de fondo. Pero no podemos perderlos de vista (los problemas de fondo), porque de lo contrario vamos a acabar del brazo de gente muy rara y con la que nunca nos tomaríamos una cerveza en un bar. Yo me considero un globalizador en toda regla y, si pudiera serlo más, más lo sería. Las razones no se pueden encapsular en un simple decálogo (tan mediático, tan higiénico). Ni me parece que haga falta ponerle apellidos a esta globalización (crítica, alternativa, solidaria, neointernacionalista, etc.) porque, desde el punto de vista personal, no entiendo otra forma de fabricar la realidad más que desde un punto de vista crítico.

La globalización, aparte de que se la considere como una tendencia irremisible de esta fase del desarrollo del capitalismo (que sobre ello habría mucho para discutir), aparece como la única salida viable a los problemas del mundo que se apuntan en su contra (hambre, neoliberalismo, pobreza). Otra cosa es que estemos dispuestos a afrontar esos problemas en el marco de la globalización y arrostrar las consecuencias de tratar de resolverlos. No es esto precisamente lo que está sucediendo por ahora con el llamado movimiento antiglobalizador. Su forma de abordar algunos de los asuntos más complejos que nos afectan, de empaquetarlos en un discurso generalista e indiferenciado como si todo fuera lo mismo y solucionable con atractivas recetas de cocina, hace perder nitidez a las categorías que nos permitirían entender el mundo en que vivimos. El resultado suele ser una música con estribillos sencillos de recordar, pero de escaso significado.

Pues bien, como globalizador activo, y sin que esta clasificación tenga pretensiones exhaustivas, esto quiere decir que estoy a favor de:

La Red. Esta es la estructura arquetípica donde ha madurado tanto la posibilidad de expresión personal y colectiva de manera global, como la necesidad de conjugar la información y el conocimiento para vehicular una visión del mundo fabricada desde perspectivas horizontales, transversales, colaterales. La Red, pues, es el medio que me procura el ámbito global donde donde puedo expresar, junto con millones de personas, si el mundo en que vivo me gusta o no, que quiero que me escuchen y quiero escuchar a los demás, quiero que quienes toman decisiones rindan cuentas y quiero que me tomen en cuenta en esas decisiones. Y no tendrán escapatoria porque, tarde o temprano, no habrá otro mundo fuera de la Red para que sigan haciendo lo que les parezca.

La propagación tecnológica. Desde la Conferencia de Bandung en 1955, cuando se reunieron 29 naciones que después dieron origen al Movimiento de los No Alineados y al bloque del Tercer Mundo, una de las reivindicaciones permanentes de estos países, planteada en todo encuentro internacional de cualquier rango (mundial, regional, local, etc.), ha sido la transferencia de tecnología. Los ricos nunca lo hemos aceptado, por eso somos así de ricos. Ni la hemos transferido y, si lo hemos hecho, ha sido tecnología obsoleta o de tercera división. Y seguimos sin querer enterarnos —porque no nos conviene— de que éste es un factor productor de pobreza y miseria por excelencia. Internet permite que esta transferencia ahora no dependa tan sólo de políticas de estado o de grandes transnacionales. La dispersión del conocimiento a través de la Red permite crear multitud de escalones intermedios para hacer llegar tecnologías de todo tipo, o el conocimiento para fabricarlas y servirse de ellas, a personas, colectivos, organizaciones, empresas, administraciones o instituciones en un contexto global.

La educación y la satisfacción de necesidades básicas como parte de un paquete único. Durante décadas nos hemos escondido tras el subterfugio de que, para los que no son tan ricos y agraciados como nosotros, lo primero es comer y después aprender. Pero hemos negado la educación fundamental: aprender para comer. Hemos regateado sistemáticamente los conocimientos necesarios para producir, distribuir, organizar y prosperar. Y seguimos haciéndolo, ya sea con la estructura que teníamos del comercio internacional en la Ronda Uruguay del GATT, con la Organización Mundial del Comercio y con las propuestas de multitud de ONG antiglobalizadoras cuyos fondos dependen de una cortante separación conceptual entre comer y educación (en esto se basan miles de «proyectos para el desarrollo»). Las redes pueden hacer más por transformar esta situación en favor de la educación global que la voluntad paternalista de las poblaciones satisfechas.

El consumo responsable. Nosotros, la parte rica, alta, fuerte, saludable, rejuvenecida, resistente (con y sin prótesis), bien vestida y mejor alimentada del planeta, ese 20% que se traga el 80% de los recursos totales, ni éramos así, ni había ninguna biblia que nos destinara a este paraíso. Lo construimos evitando que los demás accedieran a él. Los antiglobalizadores debieran pensar que si tienen tiempo para pensar en la antiglobalización es, entre otras cosas, porque gracias a los subsidios de nuestra industria y agricultura hemos conseguido que en los últimos años muriera más gente por hambre que por las guerras. La Política Agraria Común (PAC) de la Unión Europea, por ejemplo, tiene más genocidios y hambrunas en su haber de lo que nos gustaría aceptar como europeos biempensantes. Gracias al PAC, cada cabeza de vacuno desde España hasta Suecia recibe un dólar de subsidio diario, la misma cantidad con la que viven mil millones de personas en el mundo. De esta manera nosotros comemos carne barata, el 80% del mundo no puede comerciar con nosotros porque se lo impedimos con estas barreras tarifarias y ahora queremos arreglar el problema perdonándoles la deuda externa. Eso sí, sin dejar de comer nuestra carne subsidiada.

La diseminación de información y conocimiento a través de las redes. No creo, ni mucho menos, como sostienen los infopulentos (el 20% del mundo) que más información («¡exceso de información!») supone menos democracia (como argumentan, entre otros, Ignacio Ramonet y otras figuras destacadas del movimiento antiglobalización). No somos nosotros los que tenemos que hablar, sino los otros (el 80%), ante quienes hemos practicado un autismo a mansalva desde la colonización hasta hoy. Y aún hoy, en que crece la sensibilidad ante la compleja problemática de un mundo globalizado, hacemos todo lo posible para hablar por boca de ellos y explicarles qué tipo de mundo queremos.

Acabar con el cinismo letal de que los pobres, además de no encontrar para comer, son tontos porque no encuentran tampoco la electricidad. Entonces, dicen estos cínicos, ¿para qué quieren Internet? La asociación a través de la Red nos permite ser innovadores incluso para destrozar este tipo de planteamientos.

Usar nuestro poder de consumidores para influir en políticas globales. Nuestras empresas modelan paisajes sociales y físicos que, hasta ahora, o no veíamos, o no queríamos ver, o no podíamos influir sobre lo que veíamos. A través de las redes y de las voces de los otros (el 80%), ahora podemos saber qué hacen, cómo, en qué circunstancias y sus consecuencias. Nosotros sostenemos con nuestro dinero a estas empresas, como las de telecomunicaciones, alimentación, infraestructuras (eléctricas, energía, etc.). Y podemos decirles a través de las facturas (tras los pertinentes acuerdos a través de la Red entre los consumidores) lo que pensamos de lo que están, o no están, haciendo.

Incorporar a la mayor proporción posible de ciudadanos del mundo al nuevo espacio virtual creado por las redes, donde la única forma de relacionarse es a través de la negociación, algo que evidentemente todavía no sabemos hacer porque todo el sistema social parece preparado para la confrontación.

Potenciar las nuevas formas de relacionarse y de hacer política a través de las redes, ya sea para influir en la política tradicional o para abrir nuevas vías de acción según los intereses tejidos en el espacio virtual, por encima y por debajo de distancias económicas, sociales, culturales, físicas o espirituales.

Ejercitar la interacción como uno de los derechos básicos y esenciales de la Sociedad del Conocimiento. Las redes de arquitectura abierta, como Internet, potencian la capacidad de participación y de interacción a todos los niveles y en todas las situaciones, con el resultado del crecimiento y expansión de los sistemas de información y conocimiento, así como de la madurez personal y colectiva de quienes los crean y usan.

Contribuir a la emergencia de una ética global. Como no puede ser de otra manera, está sujeta a la negociación entre individuos y colectivos que actúan, todos juntos, en redes de todo tipo (humanas, económicas, políticas, sociales) articuladas por las redes de ordenadores que configuran el espacio tecnológico global de su ámbito de actuación. Una ética que oriente las prioridades de las actividades públicas y privadas en el contexto global.

Afrontar el miedo de que los otros (el 80%) van a venir a arrebatarnos el precario bienestar de que disfrutamos a su costa. Los otros vendrán, presencial o virtualmente, hasta el comedor de nuestras casas para decirnos qué les estamos haciendo y qué soluciones ven ellos. Eso es la globalización. Si lo que media este encuentro (que se produce cada día con más intensidad) es nuestro miedo, entonces sí que terminaremos siendo unos buenos antiglobalizadores, como el Banco Mundial y la banda del G-7+1 que acaba de descubrir en Génova que sus trabas al libre comercio frenan el desarrollo de los países pobres.

Negociar las deudas históricas. Los países ricos disfrutaron de una «moratoria» de más de un siglo para contaminar el planeta y saquear sus recursos en aras de su industrialización, sin cortapisas de ningún tipo. Su bienestar está fundamentado en esta moratoria. Ahora quieren acabar con ella y poner a «todos a la par». Sus condiciones, nos dicen (y aceptamos) deben ser ahora las condiciones de todos: alimentos sanos según criterios de calidad determinados por un legado histórico del que sólo han disfrutado ellos, lo mismo en cuanto a las reglas del comercio, del trabajo, de los derechos humanos, etc. Las deudas históricas, sin embargo, hay que negociarlas en el espacio global y no sólo por agentes políticos, porque en este envite nos jugamos la arquitectura social de este siglo y el tipo de medio ambiente que la sostendrá.

La globalización, en suma, eleva nuestra responsabilidad personal y colectiva y nos obliga a mirar a los problemas a la cara. No podremos escaparnos, como hasta ahora, de ese mundo que no nos gusta echándole la culpa «a los ricos», como si nosotros no formáramos parte de esa categoría. La globalización está poniendo en nuestras manos herramientas muy potentes que podemos usar con distintos fines, pero usarlas nosotros y para objetivos negociados en el ámbito global. Y así serán los resultados que cosechemos. Los organismos financieros y comerciales internacionales, así como el consejo de poderosos del planeta, han llegado a la conclusión de que, de ahora en adelante, o se reúnen en el desierto, en una cápsula espacial o en la cumbre de una montaña inaccesible, o el ruido ambiente se impondrá sobre cualquier otro mensaje. El filósofo Javier Echevarría titulaba su último libro «Los señores del aire» para describir al nuevo feudalismo que había originado Internet. Pues allí, en el aire, tendrán que construir sus castillos estos señores si lo único que quieren es resistir el cerco de la globalización. Eso, o bajar a tierra y aceptarnos como arte y parte de sus decisiones. No les queda otro remedio.

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