Ponga un vigilante en su compañía telefónica
Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
14 marzo, 2017
Editorial: 80
Fecha de publicación original: 15 julio, 1997
5º en una serie de artículos sobre el impacto de las telecomunicaciones en los países en desarrollo
Desea lo mejor y espera lo peor
El viento de cola del espectacular desarrollo de las telecomunicaciones en EEUU, Europa y Japón en este final de siglo ha sido propiciado por considerar al transporte de la voz como un bien público. Las causas meteorológicas, empero, fueron diferentes en cada caso. En EEUU, el empuje vino de la mano de la ley antimonopolio que dividió a «Mamá Bell» en las «Baby Bells» en los años 80 y concedió la explotación de las telecomunicaciones en cada uno de los estados a compañías que no podían competir fuera de sus respectivas demarcaciones. En Europa, las comunicaciones de voz formaron parte del paquete del bienestar social, lo cual supuso la creación de operadoras monopólicas en cada Estado. Entre los objetivos de éstas se incluía el considerar a la telefonía de voz como un bien público que debía llegar a todos los ciudadanos (principio que todavía circula por los reglamentos de la UE sobre la liberalización de las telecomunicaciones). En los últimos años, cuando el mapa telefónico estaba casi completo y sólo quedaban zonas remotas sin conectar, las operadoras (por ejemplo, Telefónica) apelaron a la telefonía móvil, que llegó justo a tiempo para solucionar no sólo esta laguna, sino incluso para satisfacer las listas de espera de teléfonos en los centros urbanos sin necesidad de incrementar las infraestructuras fijas. Así, se logró el sueño de todo operador de telecomunicaciones: más teléfonos, más caros y menos tiempos de espera.
Ahora que el mercado tiende a la globalización y las economías de los países en desarrollo serán cada vez más dependientes de las telecomunicaciones, las cartas se han invertido y, por supuesto, con ellas lo propios principios. Las comunicaciones como un bien social han dejado paso a la necesidad de abrir las fronteras a las operadoras extranjeras para que diriman supremacías en terceros países. Casi imperceptiblemente, sobre todo para los consumidores del Norte rico, se ha consumado otra faceta de la doble moral que tan bien saben jugar los poderosos: lo que era bueno para nosotros, ahora ya no es bueno para los demás, sobre todo si los demás son pobres. En este caso, se da además el agravio añadido de que quienes perpetran esta nueva incursión en territorio ajeno son las mismas compañías operadoras a las que seguimos pagando fielmente en nuestros respectivos países para que tengan la posibilidad de imponer esa política a los otros.
La cuestión estriba en si los consumidores –ricos y pobres– se plantearán en algún momento el exigir a estas compañías que allí se practique también el criterio de las comunicaciones como un bien social, sin ir por ello en desmedro de los retornos que requieran las inversiones que se realicen. Esta es una cuestión a la que tendrán que responder los numerosos colectivos sociales aparentemente preocupados porque la era del infolítico puede agrandar aún más la sima –quizá sin punto de retorno– entre el Norte y el Sur, ahora entre info-ricos y info-pobres. Si ocurre, no será por causa de una catástrofe natural, ni porque así esté escrito en el libro de la historia finalizada (según Fukuyama), sino porque nosotros le permitimos a las telefónicas de nuestros opulentos países que apliquen sin cortapisas el doble rasero en los más desfavorecidos.
Desde esta perspectiva, es interesante el artículo de portada de la revista Wired de este mes: The Long Boom (La gran bonanza). Desde el portavoz de la generación «radical» de jóvenes internautas de EEUU, se lanza el reto de un futuro repleto de prosperidad, libertad y un medio ambiente cada vez más óptimo. Como buenos estadounidenses, confían ciegamente en el valor del cambio tecnológico y lo que denominan el nuevo «ethos» hacia un mundo cada vez más abierto y tolerante. El análisis, repleto de brillantes intuiciones y escogidas metáforas, pronostica el fin de la pobreza y, por supuesto, del hambre. Las tecnologías de las décadas de los 80 y 90, en particular el PC, las telecomunicaciones en red y la biotecnología, madurarán en los próximos años y comenzarán a ejercer un impacto decisivo en el nuevo orden de la economía de la información, esparciendo sus beneficiosos frutos por doquier. El artículo, muy a lo Negroponte, está centrado como es lógico en EEUU (de hecho, lo que queda claro es que su país comienza a vivir un período de prosperidad sin parangón de acuerdo a los parámetros estadísticos tradicionales). Pero, a pesar de ser ellos uno de los protagonistas intelectuales del proceso que describen, curiosamente no aparecen por ninguna parte como protagonistas activos. Ni ellos ni el resto de la humanidad en cuanto individuos y colectividades pensantes que interactúan con y a través de las herramientas tecnológicas. Las cosas ocurren por su propio peso, sobre todo por el peso decisivo de la lógica inmanente que impulsa a la tecnología a ocupar todos los espacios. De ahí, quizá, su fascinación cuando examinan lo ocurre fuera de su país (lo cual no deja de ser un gesto loable): el punto de mira está puesto en Asia y en menor medida en Rusia. De los europeos esperan que se pongan de acuerdo de una puñetera vez para lograr lo que denominan «integración» (es curioso, EEUU nunca se integra a nada, sino que vigila y lidera todo).
El tinglado de este escenario futurible podría verse seriamente conmovido si, por ejemplo, al contrario de lo que ha sucedido y sucede con las graves agresiones ambientales cometidas por la industria de los países ricos ante la indiferencia de sus ciudadanos, surgieran a través de la Red iniciativas que trataran de controlar el tipo de inversiones en nuevas tecnologías, los sectores a los que van destinados, el ritmo de implantación de dichas tecnologías y en favor o en contra de quién se introducen. Y todo ello sin perder de vista la perspectiva ambiental, un terreno en el que se van a jugar muchas de las partidas importantes del futuro (agricultura, alimentación, biotecnología, gestión de suelos, megaciudades, etc.). Sin embargo, en el análisis de Wired no aparece por ninguna parte la acción social. Ni siquiera la de ellos mismos.
Wired parece creer que basta con que la economía crezca para que se solucionen los problemas de la pobreza y la degradación del medio ambiente, como si ambos flagelos no hubieran llegado precisamente a lomos del crecimiento tal y como ellos lo entienden. Encuentros como la reciente Conferencia del Conocimiento Global nos muestran que quizá este concepto sufra alguna que otra modificación en los próximos años, sobre todo si una parte de la humanidad dispone de redes para debatirlo y de preparar estrategias para implementar las conclusiones.
De todas maneras, hay que decir en favor de los autores del artículo que, llegados al punto álgido de su predicción, incluyen una lista de 10 escenarios posibles que podrían estropearles el paisaje tan pulcramente desmadejado en siete páginas e ilustrado con un gráfico desplegable de cuatro páginas. Merece la pena mencionar algunos de estos «inconvenientes» porque tienen que ver directamente con el tema del desarrollo de las telecomunicaciones en los países en desarrollo. Los autores alertan, entre otros acechantes peligros, sobre el aumento de las tensiones entre China y EEUU hasta el punto de evolucionar hacia una nueva Guerra Fría… o algo más caliente. Las crisis ecológicas a causa del cambio climático (cuyas posibles soluciones o, cuando menos, acciones para paliarlo, EEUU bloqueó en todas las reuniones que se han celebrado hasta ahora y no hay visos de cambio de actitud en este sentido) podrían provocar un desbarajuste en el mercado de la alimentación, el correspondiente incremento de los precios y la aparición de áreas endémicas de hambruna (o sea, más de las que hay).
Otro guión que puede estropearlo todo es el aumento del crimen y el terrorismo en el mundo (aunque no lo dicen, uno se imagina que no debe ser a causa de la prosperidad). Los autores también conceden que, a pesar de confiar ciegamente en las energías alternativas y en las fábricas limpias de alta tecnología, la contaminación global de todas maneras puede aumentar y, consiguientemente, los casos de cáncer, al punto de tornar insostenibles los sistemas de salud. Y por último, pero no finalmente, no se puede descartar que una contrarreacción social y cultural detenga en seco las mejores promesas de la innovación tecnológica. Aunque no lo aclaran, quizá la razón de una contratendencia de este tipo podría ser precisamente que las promesas no llegaran nunca a concretarse como una «ola de prosperidad» para todos. Los autores de Wired dicen que los seres humanos tienen que escoger si quieren ir hacia delante o no. Es curioso. Pero, a lo largo del extenso análisis, es una de las pocas veces en que el papel protagonista de EEUU se sustituye por el concepto seres humanos. Uno sospecha que en esta ocasión se deben estar refiriendo a los habitantes de los países en desarrollo, los únicos capaces de hacer cosas tan nefastas con la cultura como detener el progreso tecnológico según el evangelio del MIT.
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Serie de editoriales sobre el impacto de las telecomunicaciones en los países en desarrollo:
La teledensidad, un nuevo criterio para medir la riqueza
Ponga un vigilante en su compañía telefónica