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Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
20 junio, 2017
Editorial: 107
Fecha de publicación original: 17 febrero, 1998
Cuando la zorra predica, no están los pollos seguros
Sin que sepamos muy bien por qué, EEUU vuelve al ataque contra Irak y promete una ofensiva militar demoledora. Los políticos occidentales, casi sin excepción, se alinean con Bill Clinton en este su último braguetazo guerrero. Desde el incondicional y embaucador Tony Blair, hasta los representantes de países menores, como el nuestro, los corifeos de la Casa Blanca no cesan de cantar las alabanzas de la misión sagrada autoencomendada por el último imperio en aras de una alianza de misterioso destino. Los grandes medios de comunicación de EEUU, desde The Washington Post al The New York Times, las cabeceras que acunan los sueños de cualquier periodista, no dudan en ofrecer sus páginas de opinión a los predicadores de la guerra, a quienes se les derraman con una facilidad extraordinaria furores de exterminio, liquidación, ¡basta ya! y ¡hasta dónde vamos a llegar! Si fuera por ellos, irían personalmente al encuentro de Saddam Hussein y le dispararían sin hesitar un buen tiro en la nuca. Muerto el perro, se acabó la rabia. Ahora por fin podremos vivir tranquilos sin esa permanente amenaza planetaria de misiles cargados de bacterias o gases mortíferos aleteando sobre nuestras cabezas. Mientras radares, satélites, portaaviones y marines ponen a punto la única amenaza real que perciben los mortales de a pie, queda la cuestión ¿y éstos qué piensan? Para los señores de la guerra, la respuesta es sencilla: la opinión pública nos apoya. ¿Es esto cierto? ¿De qué opinión pública hablan? ¿Tiene Internet algo que decir al respecto o esta decisiva opinión del ciudadano sólo se conforma de acuerdo a las reglas del mundo donde reinan sin oposición los medios de comunicación tradicionales?
La opinión pública es un fenómeno relativamente reciente. Su existencia está ligada a la constitución de corporaciones de medios de comunicación desde finales del siglo pasado, que potenciaron el juego de las grandes cabeceras de la prensa escrita y, después de la Segunda Guerra Mundial, de los informativos de las cadenas de TV y las radios. A medida que emitir opiniones públicas se convertía en una actividad industrial dependiente de grandes inversiones, la opinión pública pasaba a depender de manera creciente de dichos centros de emisión, más conocidos como medios de comunicación. Hoy hemos llegado a un punto en que la vasta mayoría de la información que adquiere el ciudadano relacionada con los acontecimientos cotidianos procede de dichos medios. Desde este punto de vista, son desde luego los grandes conformadores de la opinión pública. Sobre ésta actividad se pueden decir muchas cosas, desde que los medios estimulan la postura acrítica –o no– ante los acontecimientos que narran, hasta que induzcan el seguidismo de ciertas consignas, o consigan generar estados de opinión basados en estrategias de tensión social a través del «consorcio de la información» (todos los medios abocados al unísono a un único tema). Desde este prisma, se produce la peculiar paradoja de que los medios actúan como educadores sociales a pesar de que su actividad la desempeñan empresas privadas que, como es lógico, tienen como principal objetivo el mantenerse en el mercado. Es decir, el beneficio económico.
Ahora bien, la creciente complejidad de nuestra sociedad se ha traducido, entre otras cosas, en una extraordinaria diversificación de las fuentes emisoras de información (para seguir con el símil educativo, cada vez hay más alumnos por profesor). No importa lo que uno haga, sólo se valora si sale en los medios. Y en los medios no puede salir todo. Desde la revolución industrial, el paquete de información es de un tamaño fijo determinado por el propio formato del medio, ya sea papel u ondas. En papel, las 80 (cuadernillo de más o menos) páginas del ejemplar, en TV los 30 minutos de los informativos y en radio otro tanto, aunque con peladillas que añaden la idea falsa de la circularidad temporal de la información. De este último tramo surgió la CNN, que pareció transgredir la frontera con sus 24 horas de noticias que, en realidad, suelen ser las mismas con una variación por boletín bastante aleatoria.
La rigidez del formato no se ve alterado por la proliferación de medios. Al contrario. El aumento de las fuentes de información (administrativas, profesionales, políticas, económicas, científicas, judiciales, educativas, etc.) «achican» el espacio real de cada medio y de todos ellos en conjunto. Las 80 páginas de antaño hoy son claramente insuficientes para acomodar el volumen creciente de información que procede de distintas partes de la sociedad.
El resultado de lo que podríamos llamar «el desacople informativo» es múltiple:
– La insatisfacción permanente de casi todos los sectores sociales con el papel que juegan los medios. La idea de que estos no representan realmente a la sociedad a la que sirven es hoy un verdadero estado de opinión pública. Pero la queja se dirige a un blanco equivocado. No se trata sólo de que los medios cubran las informaciones mejor o peor, de la competencia con que realicen esta tarea o del grado de profesionalismo de los periodistas. La cuestión es primordialmente un problema de espacio. No hay cabida para todas las fuentes de información que han emergido en la sociedad de este fin de siglo. Y la falta de espacio conduce a negociaciones sectoriales con efectos siempre insatisfactorios: no se cubre todo (porque es materialmente imposible) y lo que se cubre nunca es suficiente. La regla de tres de esta situación es que contra más cerca uno está de una noticia abordada por los medios de comunicación, más claramente se percibe la insuficiencia de su tratamiento.
– La competencia por aparecer en los medios, por copar uno de sus preciados espacios, es tan feroz que refuerza la «sensación de mundo» teorizada por los comunicólogos: sólo lo que aparece allí existe. Esta sensación es la que otorga prestigio social al medio y le eleva al papel de progenitor de la opinión pública en un proceso simbiótico entre los sectores con capacidad social, política o económica de emitir información y el propio medio.
– La «sensación de mundo» está regida por la verticalidad de la información. Si el medio no blinda esta verticalidad está perdido ante el juego de presiones sociales que lo circundan. Cuanto más aumenta el número –y la calidad– de los emisores sociales, mayor es su tendencia a reforzar su propio régimen jerárquico informativo. En este contexto, si la opinión pública quiere manifestar su opinión propia, una de tres: o sale a la calle, o escribe cartas al director (un recurso de la era de la revolución industrial, hoy claramente insuficiente en un paisaje superpoblado por emisores), o
– Crea nuevas vías de presión (que no de expresión), lo que podríamos llamar «las prótesis informativas de la transición»: gabinetes de comunicación, órganos «in-house» y «out-house», departamentos de relaciones públicas, etc. El modelo se ha demostrado rápidamente como insuficiente, pero atractivo porque cultiva las tendencias narcisistas de una sociedad que vive a través de sus imágenes. El error consiste en creer que este tipo de acciones (este tipo de inversiones en recursos humanos, materiales y financieros con fines comunicacionales) pueden abrir un espacio donde simplemente no lo hay. Al revés: a medida que aumenta el número de estas prótesis, disminuye en términos reales sus posibilidades de encontrar un hueco en los medios debido al incremento de la competencia entre ellas mismas por el espacio no disponible. La que logra apoderarse de unas líneas en el papel o unos segundos en las ondas es en realidad la punta de un enorme iceberg de emisores que permanecen sumergidos por debajo de la línea de flotación.
En esta situación, el modelo de comunicación actual es cada vez más incapaz de formar opinión pública real y más capaz de crear opinión pública ficticia basada en el pedazo de mundo sobre el que informa. Es un sistema que genera opinión pública basada en la perversión de que aparecer y ser visto en los medios concede prestigio, pero invariablemente a costa de que nadie se entere de lo que sucede.
La aparición de Internet cambia, de partida, estas reglas de juego. En primer lugar, todos los que entran a la Red son emisores de información. No necesitan una página web para ello, lo pueden ser a través del correo-e, listas propias o ajenas de distribución electrónica, «news», foros, etc. Podríamos decir que, en principio, son opiniones que publican.
En segundo lugar, el medio permite que la información discurra sin límites de espacio, diversidad o continuidad. Y, en tercer lugar, dicha información puede orientarse en el sentido de la flecha del saber: desde el dato a la información, el conocimiento y la sabiduría. Es decir, hacia la conformación de una opinión personalizada, contrastada y basada en criterios propios. La mera existencia del ciberespacio por supuesto que no asegura dicho proceso. El elemento esencial como punto de partida es la elaboración de contenidos propios y la interacción con los contenidos elaborados por otros centros de emisión de información, algo que está prácticamente descartado en el modelo de comunicación que tenemos actualmente en el mundo real. Y estos contenidos, para que alcancen un cierto grado de entidad, deben ir empaquetados en el formato de la publicación electrónica interactiva, es decir, del conjunto de recursos ofrecidos por la Red y que se utilizan con objetivos comunicativos previamente definidos y abiertamente conocidos y aprovechados por los usuarios.
Este proceso de conformación de una opinión pública en el contexto de la Red, que comienza a surgir de manera incipiente, puede entreverse, por ejemplo, en las informaciones y noticias alternativas a muchos de los eventos que, en el mundo real, son utilizados por los medios de comunicación como punta de lanza para afianzar las opiniones de sus fieles lectores, tomados estos como un universo masivo, sincopado, jerarquizado, secuencial y sin capacidad objetiva de respuesta. En estos momentos, por ejemplo, por muchas listas discurren interpretaciones sobre los acontecimientos en Irak que nunca llegarán a los grandes medios, pero que están a disposición de millones de internautas. Depende de nosotros que nos ayudemos de estas visiones diferentes del mundo para conformar, por primera vez, una opinión pública basada en criterios personales propios. Cómo se plasmará este fenómeno finalmente en la Red y cómo influirá en el mundo real es uno de los interrogantes más interesantes que nos plantea un mundo interconectado por redes abiertas de ordenadores.