Los genes de EEUU
Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
22 noviembre, 2016
Editorial: 50
Fecha de publicación original: 17 diciembre, 1996
Fecha de publicación: 17/12/1996. Editorial 50.
(Respuesta a Quim Gil, y II)
Mano besa el hombre que la querría ver cortada
“¿Los Estados Unidos habrán de ser siempre el único punto de referencia de Internet? No parece que haya ninguna clase de predestinación genética y/o histórica. ¿Es ineludible esta supremacía? Como mínimo en Bruselas y Tokio opinan que no.” Esta fue una de las preguntas que se quedaron planeando sobre el anterior número de en.red.ando (Imperialismo informativo), dedicado a responder un largo artículo de Quim Gil (“Xarxaires o enxarxats”), publicado en la lista del Grup de Periodistes Digitals. Es, de hecho, una de las cuestiones más álgidas en la Red. Pero, ya que estamos en ella, en la Red, quisiera contestarla circunscribiéndome al mundo digital, aunque todos sabemos que los verdaderos puntos de referencia proceden del mundo real. Entrar en la historia menuda, como sería examinar –aunque sucintamente– el papel de EEUU en Internet, permite desbrozar la intuición sobre el papel que está jugando este país en un plano más general.
Primero una obviedad: Lo que hoy llamamos Internet (palabra que procede de Inter-networks, o Red de Redes) se originó en EEUU, donde ingenieros, científicos y organismos académicos y militares de aquel país, con la colaboración subordinada de técnicos y universidades de Gran Bretaña, pusieron a punto la tecnología básica que después se convertiría en Arpa-Net. Esta red creció, se desarrolló y se diseminó casi exclusivamente en los centros académicos y de investigación de EEUU. Durante los años 80, alrededor del TCP-IP –el protocolo básico de comunicación de Arpa-Net— y de otros protocolos de telecomunicación, emergieron numerosas comunidades virtuales (los famosos BBS), algunas de las cuales evolucionaron hacia los primeros servicios online comerciales, como Compuserve. Este último, por ejemplo, basó su éxito en que la mayoría abrumadora de sus contenidos eran aportados por sus propios usuarios. El modelo ha tenido varias copias, el de mayor éxito American On Line (AOL).
Mientras tanto, el resto del mundo seguíamos hablando por teléfono. Un modem era algo que, por la descripción que solían hacer los informáticos con su típico lenguaje llano y del pueblo, más parecía parte de un mecanismo asesino de los militares que un pacífico puente para que los ordenadores se entendieran. EEUU había comenzado a construir la locomotora digital y a viajar en ella, mientras que el resto proseguíamos montados en el carromato analógico (perdona, Quim, por el uso barato de tu barata analogía). No es raro, pues, que de los 173 millones de ordenadores que hay hoy en el mundo, 74 millones estén en el país de Clinton. 1 por cada 3 personas.
Esto, para mucha gente es una explicación suficiente de la ventaja que lleva EEUU en todos los terrenos de la Red: en infraestructura e infoestructura, poderío empresarial, avalancha de contenidos, población conectada, prevalencia cultural, etc. Así, su predominio en lo que antes fue Arpa-Net y después, a partir de 1990, Internet, aparece como una consecuencia de su posición dominante en el complejo entramado las redes de telecomunicación, cuyo primer tejido se remonta a gente como Vinton Cerf y Larry Roberts a principios de los 70. Pero quienes suelen criticar esta preeminencia de EEUU en las redes desde el recurso demagógico al determinismo biológico o histórico, pasan por alto un hito fundamental. Ellos, casi invariablemente, no son hijos de Internet, sino de la WWW, una de las plataformas de información que soporta la Red de Redes. Y aquí la genética y la historia se les tuerce.
La WWW, motor de la explosión demográfica de Internet y transitorio banderín de enganche de la sociedad de la información, cumple este mes dos años de vida oficial. En diciembre de 1994 (todavía no existía Netscape), estuve en el CERN, el Laboratorio Europeo de Física de Altas Energías, donde se creó y desarrolló la WWW, para su festiva puesta de largo. La ceremonia oficial, sin embargo, escondía en realidad un funeral. Tim Berners-Lee, el inventor e ideólogo de la web, ya había abandonado las instalaciones del CERN en Suiza para irse al MIT de EEUU. Dos meses después, en la reunión del G7 sobre la Sociedad de la Información que se celebró en Bruselas, se concretó el traslado de la WWW al MIT para que fuera gestionado por el Consorcio W3. ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo había permitido Bruselas semejante paso, esa misma Bruselas que supuestamente opina que no es inevitable la supremacía de EEUU y que, por cierto, en aquellos días agitaba la bandera francesa contra el imperialismo cultural estadounidense (claro, que sólo en el cine)?
Según los funcionarios de la UE implicados en esta cesión, que confirmaron los propios responsables de la web en el CERN, durante 1994 se hicieron múltiples intentos de crear una base industrial en Europa que sostuviera el desarrollo de la web. Quienes conocían el sistema no tenían ninguna duda sobre sus enormes posibilidades, pero consideraban que era necesario nuclear a un amplio abanico de sectores industriales y empresariales para explotarlas. El primer aviso (la primera “derrota”) de lo que se avecinaba se había producido en 1993, cuando el primer navegador para la web, el Mosaic, fue diseñado en la Universidad de Illinois (uno de los chavales involucrado en ese proyecto, Marc Andreessen, creó al año siguiente una empresa llamada Netscape.).
El segundo sería más amargo: ninguna empresa europea aceptó el reto de la UE. La web no les interesaba. Mientras tanto, el Consorcio W3 en EEUU cobijaba a corporaciones y entidades de todo tipo. La balanza se inclinó definitivamente hacia el MIT, que amenazó con proseguir por su cuenta si los europeos se lo seguían pensando. La reunión mencionada de Bruselas, con la presencia de Al Gore, selló finalmente la suerte del nuevo sistema. Para evitar males mayores y salvar la cara, la UE escogió como socio europeo en el W3 a una institución pública, el INRIA, un centro de investigación francés, excelente en su cometido pero de escaso peso frente al MIT.
Hasta ahora, estos comienzos parecen haber marcado el desarrollo de la web y, en gran medida al quehacer de sus habitantes. Todos las novedades que han aparecido en los dos últimos años en la WWW proceden casi exclusivamente de EEUU. Su supremacía en las tecnologías de la información, ya sea en cacharrería (satélites, cable, hardware), como en contenidos (soft, programas, info-estructura, ritmo de innovación, etc) es apabullante en estos momentos. Y no me refiero sólo ya a Internet, sino al arco vastísimo de la sociedad digital, desde el ejército al capital financiero, la industria, el ocio y lo que se tercie: las redes, allí (y por tanto aquí a través de ellos), son omnipresentes.
La única aportación europea realmente novedosa a la WWW procede curiosamente de un empresa multimedia española. OLR Software ha desarrollado el NetFun, una especie de salvapantallas que deja a la vista sólo la parte útil del navegador, donde aparece la información. Todo el marco de alrededor se convierte en una fiesta multimedia, donde ocurren historias, aparece publicidad o información, se autoinstalan juegos, suenan música y mensajes, etc. NetFun se puede convertir en una plataforma excelente para que las empresas hagan llegar publicidad solicitada por los usuarios hasta sus pantallas o transmitan en tiempo real información útil mientras se espera a que llegue la página web solicitada. Es un mecanismo ingenioso, nuevo y de enormes posibilidades. Uno de esos productos con los que solemos hinchar el pecho para atribuirlo a la “creatividad mediterránea”. En eso, no nos duelen prendas para propalar que somos los mejores.
Pero OLR Software finalmente ha tenido que llegar a acuerdos (celebrados con celeridad digital) con empresas de EEUU para comercializar el producto. Bruselas, como de costumbre, se lavó las manos. Para apoyar esta tecnología solicitó revelación de secretos industriales a otros posibles socios europeos, la participación obligatoria de centros o empresas de otros países, la presentación de solicitudes en las fechas acordadas de convocatorias y, como es lógico, un sello de 25 céntimos. Mientras tanto, Netscape y Microsoft tocaban a la puerta de ORL Software porque ellos estaban tras un producto semejante y sospechaban que estos cuatro locos de Barcelona (dicho con cariño, Oscar) ya lo habían conseguido. Evidentemente no se trata de una cuestión de genética. Ellos no nacieron con un cromosoma de más, el digital. Somos nosotros los que estamos viviendo con algo de menos. ¿Podríamos decir que nos falta el gen que comunique nuestra “congénita” creatividad con una visión industrial de la vida?
Visto desde España, está claro que en esta coyuntura nuestra principal arma debería ser la lengua. La lengua como un recurso industrial, capaz de canalizar nuestra tradicional inventiva traducida en contenidos y apuntalada por estructuras empresariales que garanticen su continuidad y crecimiento. Esta es, hoy por hoy, nuestra gran debilidad. Nuestra industria (ya sea de bienes o de servicios, con excepciones en el sector financiero), no se ha caracterizado en nuestro país por asumir los riesgos de la innovación tecnológica y, por tanto, de las inversiones que lleva aparejadas. Carecemos de un tejido social que sostenga el surgimiento de iniciativas potentes y sostenibles. No obstante, ahora nos encontramos en un momento histórico donde esta es debilidad es mucho más visible y, la vez, donde la nueva situación ofrece la posibilidad real de darle una vuelta a la tortilla. Las telecomunicaciones crecen en España a un 5% anual (el doble que la economía) y se prevé que estas tasas se mantendrán por lo menos durante 5 años. En el corazón de este empuje fenomenal del sector que está actuando como locomotora de la economía se encuentran las tecnología de la información. ¿Surgirán empresas con la audacia suficiente como para invertir en el desarrollo de contenidos propios, afincados en nuestra realidad social? ¿Seremos capaces de construir las internets locales necesarias –ya sean VilaWebs, áreas de transacciones comerciales, de corretaje de información, de mercados específicos donde se encuentren la demanda y la oferta, de ocio y entretenimiento, etc.–como para crear un tejido industrial vigoroso que resista el inevitable reto que llegará, tarde o temprano desde EEUU? Por ahora, lo que vemos es claramente insuficiente.
En la reciente reunión de Sevilla del consorcio W3 dedicada nada más y nada menos que al multilingüismo en la Red, apenas habían un par de españoles y muy pocos europeos, la mayoría de los asistentes eran de EEUU. Y ellos, los norteamericanos, no tienen un problema de multilingüismo en Internet, tienen un problema de multilingüismo en el mercado digital. En mayo del año pasado, American On Line me hizo llegar una propuesta para ser el editor en España del servicio en castellano que iban a lanzar: Hispanic On Line. Afortunadamente, en aquellos momentos tenían la boca llena con más alimento del que podían masticar y la iniciativa no progresó a la escala proyectada, quedó reducida a unos cuantos productos para el mercado hispano en EEUU. No obstante, el proyecto de comenzar a traducir y elaborar contenidos en castellano para distribuirlos en España y América Latina sigue siendo una prioridad estratégica de la empresa. Lo mismo harán unos cuantos gigantes del ramo (ya estamos viendo algunos ejemplos en la web). Y aunque siempre nos quedará el consuelo de que habrá huecos que ellos no podrán llenar porque nosotros los conoceremos mejor, la balanza económica se habrá vuelto a inclinar hacia el mismo lado de siempre.
Por eso me parece nimio (por no usar calificativos mayores) plantearse iniciativas periodísticas en la Red que traten de copiar o replicar el esquema del “poderío cultural, económico y tecnológico de EEUU”, por más que estén aderezadas con un poco de ensalada mediterránea y cuatro promesas vagas y demagógicas del apoyo de Bruselas. A menos que una política de este estilo la lleven adelante grupos multimedia consolidados y de un cierto tamaño, las nuevas empresas periodísticas en la Red (los nuevos periodistas) tendrán que estrujarse las meninges para descubrir productos innovadores contando, sobre todo, con el desarrollo local de Internet y el tipo de cambio social que sean capaz de desparramar a su alrededor: desde el industrial hasta el personal, desde la generación de nuevos bienes y servicios hasta la reorganización empresarial por mor del nuevo modelo de comunicación. A lo mejor, por este camino, descubrimos que nosotros también tenemos unos genes hermosos para hacer estas cosas, además de las otras que se indican en la etiqueta: el goce con los placeres de la vida, el buen vino, la buena comida y el sexo con el cielo azul como techo. Lástima que las etiquetas se estén quedando cada vez más en un simple mensaje publicitario.