La soledad del ciudadano ante la información de fondo

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
12 diciembre, 2016
Editorial: 55
Fecha de publicación original: 21 enero, 1997

Fecha de publicación: 21/1/1997. Editorial 55.

Libro cerrado no saca letrado

La semana pasada se celebró un interesante debate sobre «Barcelona: Sostenible, Vital y Saludable». Estaba convocado por el Forum Cívico para una Barcelona Sostenible, un paraguas en construcción que agrupa a un amplio abanico de entidades y colectivos sociales de la ciudad empeñado en averiguar si nuestra ciudad, Barcelona, se acerca o no a los principios de la sostenibilidad ecológica. Para deducir algo tan complejo (y tan a contracorriente de los discursos oficialistas), es necesario tener instrumentos que permitan medir toda una serie de parámetros para, finalmente, dibujar una imagen del funcionamiento de la ciudad, de sus ciudadanos, de sus servicios y, en suma de sus expectativas, en relación con los graves problemas ambientales con que aquejamos a nuestro planeta.

Los convocantes dan por supuesto que las estadísticas actuales, que las autoridades blanden para justificar el embellecimiento, mejoramiento y progreso constante de la ciudad, o no son suficientes para desentrañar la sostenibilidad ecológica de Barcelona o no están interpretadas con este objetivo. Por tanto, se ha abierto una discusión entre numerosos y diferentes sectores sociales con el fin de elaborar los «indicadores de sostenibilidad», los criterios que permitirán medir hasta que punto contribuimos a la barbarie contra el planeta y cómo podríamos repararla.

El compromiso de los 150 asistentes al debate quedó fuera de toda duda: soportaron estoicamente toda una jornada del sábado, desde las 10 de la mañana a las 7.30 de la tarde, con el breve intervalo del almuerzo, sin despegar el culo de la silla y a pesar de que la sala nos congeló los pies a casi todos. Pero lo que de verdad nos enfrió el alma fue constatar algo que desde luego ya sabíamos de antemano, pero cuya vastedad sólo pertenece al ámbito de la imaginación hasta que llega el duro momento de tener que afrontarlo: la soledad del ciudadano ante la información de fondo. Obtener los datos necesarios para elaborar los famosos indicadores se va a convertir en una tarea titánica, por no decir, en algunos casos, prácticamente imposible. Uno a uno se fueron examinando áreas de la vida urbana cotidiana de las que o no había información, o si la había no estaba disponible, y si estaba disponible no había forma de conseguirla. Barcelona, por ejemplo, no tenía índices de pobreza fiables a la escala de las partes que componen la ciudad, ni siquiera estadísticas de suicidios, lo que sin duda constituye una laguna espectacular si se pretende componer una imagen sobre el estado «mental» de la ciudad. Las estructuras de unidades domésticas, que permitirían ganar una visión avanzada de los cambios que se están operando en los núcleos familiares y la forma como estos influyen en los individuos y en sus expectativas (no digamos ya en sus pautas de consumo), se reveló como una utopía para quien quisiera cargar con semejante tarea. Y así, a lo largo del día, fueron emergiendo las carencias que, por contraposición, iban perfilando la ardua agenda de trabajo de este año.

Y no estamos hablando de datos esotéricos, estratégicos o clasificados. Estamos hablando de la información pedestre que debería estar a disposición de los ciudadanos por todos los medios posibles. El debate del Foro derivó en algunos momentos inevitablemente hacia el derecho a la información y el deber de la Administración de elaborarla y hacerla accesible a los ciudadanos. Nuestro déficit en este terreno es verdaderamente sangrante, aún más cuando estamos entrando a bombo y platillo en la Sociedad de la Información, según nos cuentan los más cualificados representantes de los poderes públicos. Xavier Trias, Consejero de la Presidencia de la Generalitat de Catalunya, publicaba el 9/1/97 en el diario Avui un interesante artículo titulado «Catalunya davant la tecnologia de la informació». El alto cargo del gobierno local reflexionaba sobre las posibilidades que esta tecnología ofrecía desde el punto de vista social y empresarial. Y aunque pretendía enfocar su reflexión desde la peculiaridades de «una cultura como la nuestra, minoritaria desde el punto de vista del número de ciudadanos que la integramos», no se separaba un ápice de la que formulan otras administraciones públicas, ya sea la europea, la del Estado u otras regionales. Primero, una queja porque todavía el inglés es la lengua predominante en Internet. Después, los atractivos de «estar» en Internet: «La Sociedad de la Información nos puede ser propicia para darnos a conocer y estar más presentes que nunca en los lugares más remotos del planeta. Debemos darnos a conocer como colectividad con personalidad diferenciada, pero también como país avanzado en las nuevas tecnologías».

Muy bien, totalmente legítimo (porque, además, por esta vez, es verdad), pero ¿Y nosotros? ¿Y los que vivimos aquí? Nosotros que no necesitamos que el gobierno se de a conocer, sino que nos de a conocer el país con la información que posee o estimulando que se elabore la que no se posee y la ponga a disposición de los ciudadanos de una manera sencilla, directa y barata, es decir a través de Internet, ¿no deberíamos ser el objetivo principal –aunque sea con el mismo rango– que los otros rincones de la Tierra? Las palabras del Consejero Trías serían firmadas hoy por multitud de políticos, altos cargos del gobierno y funcionarios con presupuestos sometidos a su firma. Internet, efectivamente, les da la posibilidad de darse a conocer. Pero eso no quiere decir que estén construyendo la Sociedad de la Información, sino la de su-Información. La justificada queja ante la preeminencia del inglés no puede diluirse en un mero ejercicio propagandístico a control remoto.

La hegemonía del inglés en la Red se basa, entre otros muchos factores, en que existe un vasto cúmulo de información operativa que puede ser utilizada por el ciudadano para enriquecer su vida, la de su empresa, la de su entorno y para mantener el grado de presión que la situación determine sobre las autoridades y su política (otra cosa es que lo haga). El déficit terrible del castellano, del catalán y del largo catálogo de lenguas que queramos añadir, es precisamente ese: la ausencia de contenidos, de los que resultan imprescindibles para funcionar en la perspectiva de la Sociedad de la Información. El Consejero cita los esfuerzos de la Unión Europea para «conseguir una cierta presencia de los contenidos culturales europeos, que reflejen la diversidad de sus ciudadanos y de las diferentes naciones que la integran». La lengua es una de las manifestaciones de esta diversidad. La administración pública comparte con muchos otros sectores la responsabilidad de mantenerla en la Red, sostenerla y convertirla en un activo industrial. Tengo la impresión que eso no se logrará sólo con ejercicios de oficialismo digital que terminarán por hacer huir al internauta de esa clase de información. La paja del idioma inglés en el ojo ajeno ya la vemos todos, ahora hace falta comenzar a desmontar la viga en el nuestro.

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