La S.24/7/a.

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
23 octubre, 2018
Editorial: 248
Fecha de publicación original: 2 enero, 2001

Quien tiempo toma, tiempo le sobra

Los últimos días del año 2000 comenzaron a poblarse del mensaje secuestrado por la tumultuosa conclusión de 1999: entramos en un nuevo siglo e inauguramos milenio en nuestro particular calendario. Como sucede en estas ocasiones, y aunque se haya hecho de manera apresurada y sin el ruido del año anterior, nos hemos visto inundados por predicciones de todo tipo sobre lo que nos aguarda en este futuro que, como dicen los niños, ya ha pasado apenas se lo menciona. Y entre todos los bienes y males que nos vaticinan, algunos bien conocidos y otros por conocer, he echado en falta lo que me parece es el cambio más profundo que, por sutil y discreto, no será menos devastador e invasivo: la sociedad de las 24 horas, siete días de la semana, todo el año. En breve: la S.24/7/a.

Este es un cambio que fue propiciado por la difusión de las tecnologías de la información en un bucle creciente desde la investigación hasta los negocios y la industria, desde los satélites y los sensores remotos hasta las fotocopiadoras, los contestadores automáticos, los dispensadores de comidas y bebidas o la automatización de las plantas industriales. Internet empujó hasta extremos insospechados este aparente milagro de que todo sigue en su sitio aunque todo se haya movido, se haya ido a dormir e incluso se haya muerto. La Red crea la instantaneidad de su permanencia allí donde haya conexión. Y si no la hay, también, pues el resto de los hábitos sociales se amalgaman simbióticamente en este esfuerzo por estar en todas partes o mostrarnos disponibles las 24 horas del día.

Este nuevo paisaje plantea modificaciones personales, sociales, culturales, políticas y económicas quizá mucho más trascendentes que las asignadas a la explotación del genoma humano, al deterioro del medio ambiente o a la sima que separa a ricos y pobres, por citar sólo a tres de las predicciones más evidentes y más reiteradas sobre el futuro que nos aguarda. Sobre todo porque, finalmente, la S.24/7/a. las comprenderá a todas y nos exigirá –ya lo está haciendo– un proceso de adaptación para el que evidentemente no estamos suficientemente preparados.

En EEUU, la apertura de tiendas y supermercados las 24 horas del día es casi una regla desde mitad de los años 80 del siglo pasado. Europa ha tardado más en adoptar lo que algunos denominan «la lógica de la comunicación permanente». La estricta reglamentación de las horas de trabajo, la escasa movilidad del mercado laboral a pesar del mercado único, el tardío desarrollo de redes abiertas como Internet, el control de la transferencia de información y una aproximación cultural diferente a la Sociedad de la Información, son algunos de los factores que han coadyuvado a la creación de este transitorio «islote de paz» frente a la vorágine de la S.24/7/a. Sin embargo, todo apunta a que ya somos hijos de esta sociedad de puertas abiertas y sin fronteras físicas o temporales, de redes que no cierran por vacaciones y que se mantienen en funcionamiento todo el día a escala planetaria.

El rigor de la S.24/7/a. lo cubre todo, unas veces poco a poco, otras mediante violentas invasiones de espacios que parecían resistírsele. Y en cada uno de estos asaltos, el tiempo que correspondía a ese espacio se convierte en tiempo virtual. En otras palabras, desaparece en el aire como por arte de magia. Lo miremos desde el lado de la ubicuidad de las bases de datos en red, de la bioinformática, los servicios financieros por tarjeta o cajeros automáticos, la distribución constante de bienes y servicios, el trabajo a distancia, los negocios de 24hs/7días, la comunicación global, o cualquiera de los rasgos que elijamos para definir a esta sociedad, la incipiente experiencia que nos transmite se resume en un mensaje corto y contundente: cada vez gastamos más –dinero, esfuerzo intelectual, energía vital– para tratar de ahorrar tiempo. Y el tiempo se nos va porque ahora vivimos en él como si estuviéramos sumergidos dentro de una sustancia oleaginosa, resbaladiza, inasible y omnipresente.

El camino recorrido para conseguir que el tiempo se nos disolviera de esta manera ha sido espectacular en términos… temporales. Se calcula que el hombre de la Edad de Piedra trabajaba unas quince horas a la semana. Nosotros nos hemos plantado en quince horas diarias en un abrir y cerrar de ojos. Y, lo peor, es que este ritmo, que copa los espacios laborales, de ocio y de relación, es aparentemente el que se necesita para sobrevivir en la S.24/7/a. Podríamos convenir en que conseguir el alimento ahora es menos arriesgado que en aquel entonces. Pero no menos estresante. ¿Sobreviviremos a esta marcha forzada hacia un objetivo tan difuso como el de mantener en funcionamiento una sociedad que no cierra ni para la siesta simplemente porque la estamos edificando sobre una tecnología que no descansa?

No tenemos experiencias a mano para responder. A falta de la casuística que comienzan a elaborar diversos centros de investigación sobre el impacto de la S.24/7/a. en el comportamiento individual y social, el único recurso del que disponemos por ahora es examinar desde la biología el proceso de adaptación en el que nos estamos metiendo. Las tres proteínas que marcan el tiempo en el cerebro han aparecido prácticamente en todos los tejidos en insectos y mamíferos que se han investigado hasta ahora. Los seres vivos somos, en otras palabras, un afinado mecanismo de relojería para distinguir el día de la noche, el descanso de la actividad y, de paso, potenciar los sentidos correspondientes a cada uno de estos estadios, ya sea el olfato, el gusto, la vista o la simple percepción del peligro. Este mecanismo guía desde procesos básicos tales como la propia especialización de la división celular, tal y como se ha visto en las pocas experiencias que se han realizado al respecto en algunas misiones espaciales, hasta el comportamiento de las especies en sus estrategias evolutivas.

Hasta hace poco se pensaba que el reloj biológico residía en el cerebro, desde donde se controlaban los ritmos cíclicos del organismo que regulan sus fases de actividad y descanso. La bien estudiada mosca de la fruta ha tirado por la borda esta hipótesis. En este insecto, las proteínas del tiempo están en las antenas. En la noche, éstas se recargan alcanzando el pico de actividad. Y durante el día cumplen con su función de «olfato» y sensor. Este descubrimiento «descentraliza» el funcionamiento del cerebro y demuestra que existen «relojes periféricos» encargados de recordarnos en qué momento del día nos encontramos, cuáles son nuestras reservas de energía y cómo podemos disponer de ellas.

Todavía no se ha demostrado que existan estos relojes periféricos en los seres humanos. Pero no se excluye que, de una u otra manera, funcionen en lugares tales como las glándulas de adrenalina, como parecen sugerir algunos experimentos recientes. Lo cierto es que ningún bicho, desde que empezó todo este asunto de la vida sobre el planeta hace aproximadamente 3.500 millones de años , ha tenido que funcionar en una S.24/7/a, es decir, sin una estructuración del ritmo temporal de su funcionamiento biológico. Nosotros somos los primeros y todavía está por ver cómo salimos de ésta. Los libros no dicen nada sobre las consecuencias de que una especie entera desafíe voluntariamente sus propias reglas biológicas. Reglas que afectan directamente al funcionamiento de su órgano esencial: el cerebro.

Las investigaciones de las últimas décadas con grupos de trabajadores de turnos cambiantes, con viajeros de vuelos transcontinentales y otros sectores de población que se han visto obligados a forzar la marcha de sus relojes biológicos, arroja resultados claros y concluyentes: nuestra salud no aguanta el ritmo de un tiempo sin tiempo y el cuerpo se rebela de diferentes maneras. Según los trabajos más recientes de los «cronofisiólogos», la producción de hormonas, la temperatura corporal, la evacuación de «materia sobrante» o el sistema inmunológico, dependen de los ciclos circadianos. Y la producción científica, también. En los últimos años, a medida que incrementamos nuestra inmersión en la S.24/7/a., aumenta el número de trabajos científicos alertando sobre sus consecuencias. Algunas de estas investigaciones ya comienzan a hablar del síndrome de la «sociedad de las 24 horas»: un despliegue de diversos malestares, una alta susceptibilidad a las infecciones víricas, pérdidas de atención, fallos de memoria, afecciones físicas, desajustes o misteriosas fatigas.

Esto es sólo el principio. Hasta ahora, la aproximación de la ciencia a la S.24/7/a. en relación a la salud es fundamentalmente de carácter individual. Pero no sabemos nada, o casi nada, de su impacto social, su incidencia sobre los comportamientos de grupos según el ritmo de sus actividades. A lo mejor nos encontramos con la sorpresa en un futuro cercano de que la gran división que nos acecha no es la de ricos y pobres o la de alfabetos y analfabetos digitales, sino la de quienes, por una parte, trabajan para producir los bienes y servicios necesarios y los que, por la otra, trabajan para mantener despiertos a los que producen los bienes y servicios necesarios.

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