La hormiga enredada

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
7 agosto, 2018
Editorial: 225
Fecha de publicación original: 25 julio, 2000

Gente parada no gana nada

Las hormigas llevan con nosotros unos 80 millones de años. Su historia es la de una carrera imparable hacia el éxito de la colonia y la colonización. Han poblado casi todos los rincones del planeta a través de sus 10.000 especies. Sólo se les ha escapado las regiones heladas y alguna que otra isla. Nadie es perfecto. Pero ahora están a punto de colonizar uno de los últimos reductos que les quedaba en su política expansiva: la naturaleza artificial creada por el hombre, el espacio virtual de la Sociedad de la Información. Ya sean robots que se autoconstruyen según la tarea que ellos mismos se asignan, o agentes inteligentes que funcionan colectivamente y son capaces de racionalizar el uso de las redes, los últimos avances de la computación tienen a la organización social de las hormigas como modelo. Estamos entrando en la era de la «inteligencia del enjambre».

Científicos y tecnólogos han encontrado en estos insectos una inagotable fuente de inspiración (véase el editorial «El hormiguero virtual», 7/7/1998). Ronald Kube y Eric Bonabeau, uno de los mayores expertos en «ingeniería de las hormigas», hasta hace poco en el Instituto de Santa Fe, en Nuevo México (EEUU), están aplicando los principios de organización de hormigueros y colmenas para resolver problemas complejos en el campo de la robótica. Lo que atrae de estos bichos es su inteligencia distribuida, su capacidad para elaborar estrategias y tomar múltiples decisiones sin necesidad de un control central. En suma: la plasmación metafórica del mundo de las redes. La laboriosidad de estos insectos era el ángulo respetado por la sociobiología capitalista y del socialismo de estado. Ahora se resalta su capacidad para trenzar y desplegar redes cooperativas sin mapas, ni planes preconcebidos. Es la era del capital intelectual ejercido en red.

La forma como las hormigas negocian con éxito un trabajo pesado, como el traslado de una hoja, traducido a programas informáticos complejos de inteligencia artificial permite que robots completamente idiotas en el plano individual, resuelvan tareas complicadas cuando las abordan colectivamente. El objetivo, sin embargo, no es que un día estas máquinas consigan cortar el césped de un campo de fútbol sin subirse por las tribunas, lo cual sería un éxito espectacular. La idea es que sean capaces de autoensamblarse con las partes más óptimas para cumplir con el cometido que se les asigne (o se asignen ellos), de la misma manera que las hormigas consiguen formar el mejor «equipo de tareas» para cada misión.

Sin embargo, es Internet lo que hace relamerse de gusto a los expertos en la «inteligencia del enjambre». La configuración de la Red se asemeja a un hormiguero, pero nadie sabe muy bien qué ocurre en su interior. El tráfico de bits discurre a través de cientos de miles de ramales que negocian las mejores vías en tiempo real, pero no está claro si esto se hace de tal manera que permita el uso más eficiente y sostenible de los recursos instalados. Como todos sabemos –y sufrimos– de repente se forman embotellamientos que reducen sensiblemente la velocidad de las comunicaciones, añaden un plus de inseguridad a la circulación de datos y elevan notablemente los costos para los usuarios. Estos son sólo algunos de los problemas que podrían resolver los agentes inteligentes, ya no digamos si estos se comportan como un nutrido ejército de hormigas procedentes del mismo hormiguero.

Los agentes inteligentes son programitas informáticos capaces de cumplir con un amplio repertorio de funciones de manera independiente en hábitats impredecibles. Por ejemplo, basta impartirles una serie de instrucciones ambiguas sobre la información que queremos, para que recorran Internet por su cuenta y riesgo, visiten literalmente cientos de millones de páginas a una velocidad vertiginosa y regresen a nuestro ordenador con un abanico de opciones que ningún buscador sería capaz de ofrecer. El agente no se contenta con cosechar información directamente relacionada con la orientación recibida, sino que ejercita su propia discrecionalidad para seleccionar también aquella que podría estar emparentada de alguna manera con la solicitada.

La importancia de estos agentes en la Red crece constantemente, si bien su desarrollo está todavía en pañales. Pero en muy pocos años han dado un salto comparativo al de la propia Internet, tanto en funcionalidades como en posibilidades, como quedó demostrado en la Cuarta Conferencia Internacional sobre Agentes Autónomos, que se celebró en Barcelona el pasado mes de junio. Allí, entre otras maravillas, aparecieron las hormigas de la Sociedad de la Información, una colonia hospedada en el ordenador de Marco Dorigo. Este científico italiano, de quien publicaremos una larga entrevista en septiembre, mostró la visión cultural de un paisaje biológico a través de los ojos de la computación: algoritmos capaces de trabajar juntos como si constituyeran una colonia de hormigas reales.

El secreto del comportamiento colectivo de estos insectos reside en las feromonas que segregan. Las hormigas pueden llegar a tener 39 glándulas diferentes de esta sustancia química, con las que componen un lenguaje complejo que les permite reconocerse, reclutar individuos para tareas específicas, atraerse sexualmente o enviar señales de alarma ante ataques repentinos o catástrofes naturales, como un imprevisto zapato en movimiento. La volatibilidad de la feromona es un factor decisivo para «elaborar» la frase correspondiente. Las menos volátiles, por ejemplo, dejan marcas en el suelo para seguir el rastro al alimento y trazar el camino más corto al hormiguero. Las más volátiles sirven para tocar a arrebato cuando hay algún peligro.

Esto, pero con programas informáticos (agentes inteligentes), es lo que está haciendo Dorigo y apuntando hacia Internet. La idea es que desde un ordenador salgan cientos, miles de «hormigas virtuales», hacia los conductos internos de la Red. Las feromonas en este caso son números que los agentes van segregando por donde pasan. Así, el que venga detrás sabe quién le antecede, qué hizo y que sucedió desde entonces. De esta manera, entre otras cosas, se podría regular el tráfico de datos en Internet. Los agentes indicarían qué vías están saturadas, con qué frecuencia se repiten estos episodios y cuál sería la mejor estrategia para desatascar el tráfico en esa zona. Individualmente, cada uno de ellos no sirve para mucho. Colectivamente, se convierten en una comunidad de enorme valor estratégico. No es raro, pues, que cuando a Dorigo se le ocurrió la idea por primera vez en 1992, la OTAN le ofreciera de inmediato la ayuda necesaria para desarrollarla. Hoy ya es un campo de investigación con personalidad (¿hormiguidad?) propia. Dentro de poco, las hormigas de la Sociedad de la Información nos llegarán como parte de la oferta de cualquier portal. Y, antes de que pestañeemos, ya no sabremos vivir sin ellas.

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