La generación bit
Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
16 agosto, 2016
Editorial: 21
Fecha de publicación original: 28 mayo, 1996
Fecha de publicación: 28/05/1996. Editorial 021.
Quien pregunta lo que no debería, oye lo que no querría
La generación bit no tiene edad, cruza todas las generaciones, pero es cada vez más joven. Y no porque los menores de edad sean ya legión en el ciberespacio, sino porque su forma de pensar cada vez se adapta mejor a la atmósfera de ese planeta intangible que es Internet. O, mejor dicho, son ellos los que en gran medida ya están creado –y recreando– esa atmósfera.
No quiero decir eso tan cursi y obvio de que “llevan en su seno la semilla del nuevo mundo”, pero, visto desde la perspectiva del orbe digital, la frase tiene su miga como saben muy bien, a su costa, miles de educadores a lo largo y ancho del planeta. En muchas aulas, sobre todo en las del mundo desarrollado, este imberbe proletariado digital, libra incruentas batallas cotidianas contra los más dignos representantes del “Ancien Régime”. Son combates sordos, aparentemente carentes de significado, a veces entablados por la conquista de objetivos que, a primera vista, parecen muy alejados del ciberespacio. Pero en ellos se dilucidan visiones del futuro que están íntimamente relacionadas con ese horizonte que oscila entre el átomo y el bit.
En la feria multimedia E3 que concluyó la semana pasada en Los Angeles, se celebró una conferencia titulada: “¿Qué juegos esperamos de la industria?”. Arriba en la mesa, cuatro chavales, ninguno de más de 16 años y el menor de 12. Abajo, la industria, ninguno de 16 años y el mayor sobrepasaba la sexta década. Con el desparpajo que uno podía esperar de los conferenciantes, estos fueron desgranando qué tipo de herramientas, y para hacer qué, esperaban tener en sus manos “ya” (o sea, ayer). La lista era muy simple:
1) Juegos online en los que pudieran participar multitud de jugadores de todo el mundo;
2) todos los recursos técnicos posibles: charla a través del teclado y voz, audio y vídeo, encriptación de mensajes, realidad virtual, subprogramas integrados en el navegador, etc.;
3) solución a cuestiones evidentes como velocidad de transmisión, respuesta inmediata (reducción o eliminación de los tiempos de espera) y cosas parecidas;
4) entorno intuitivo.
Los cuatro se explayaron a gusto sobre este último punto que, a tenor de la pasión con que lo abordaron, era evidentemente el fundamental para ellos. No importa donde se desarrolle el escenario virtual del juego, los chavales no querían ser los personajes que el juego determine. Querían elegir, asumir sus propios rasgos individuales y, junto con los que se arroguen los demás, conformar la sociedad en la que van a actuar. Rechazaron de plano que se les encorsetara de antemano en roles bosquejados por las reglas prefijadas por la industria. “Las reglas del juego las queremos hacer nosotros cada vez que juguemos”, dijeron.
Y siguieron pidiendo: los entornos de los juegos, el lugar donde se desarrollen, ya sea en la época de los hititas, los antiguos egipcios, la edad media, las sociedades industriales o cualquier escenario de ciencia ficción, “debían ser reales”. Querían tener a su disposición todos los resortes económicos, políticos, sociales y culturales. Querían producir (o que se produzcan) los bienes y servicios que van a utilizar (desde comida a armas), conducir los asuntos de la sociedad en la que les toca jugar, modular sus respuestas de acuerdo a la población que en cada momento compita en ella, disponer de todas las facilidades técnicas para componer –o dinamitar– alianzas. Uno de ellos me dijo textualmente después de la conferencia: “Vamos a ser muchos y necesitaremos un entorno cooperativo para poder tomar decisiones”. Y, por supuesto, querían imágenes trepidantes, historias desbordantes de adrenalina, mundos repletos de seres sorprendentes y de conductas impredecibles y el sonido adecuado a cada situación. En resumen, todos ellos apuntaban al mismo objetivo: el juego sería lo que los participantes decidieran; la industria tenía que poner los medios necesarios necesarios para que esto fuera así. Una estrofa conocida, desde luego, pero habitualmente cantada por intérpretes “consagrados”.
Escuchando a los chavales no pude evitar la pregunta lógica: ¿qué pensarán de ellos sus profesores? ¿y sus padres? ¿cómo les enseñarán demografía, historia, literatura, matemáticas o –sin ánimo de ironizar– filosofía? A su edad, yo tampoco sabía desde luego quién era realmente Platón. Pero tampoco me imaginaba que pudiera asumir responsabilidades de la envergadura como la que ellos expusieron, ni siquiera en los mundos ficticios que uno recreaba en la adolescencia en los que apenas cabían un par de piratas más y pare de contar.
A este tema, el de los juegos y la educación, que es tan sólo uno de los ángulos fascinantes que conforman la multidimensionalidad del mundo digital, volveremos en otros números de en.red.ando. Y, por supuesto, quiero que sepan los educadores que lean estas líneas que tienen abiertas las puertas de la revista para expresar sus ideas al respecto. Los padres, también. Sobre todo los padres, muchos de los cuales ya han empezado a entrenarse para decir sin que les tiemble la voz: Hijo, todos estos bits hasta donde alcanza tu vista, y más, hoy ya son tuyos.