La escoba digital
Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
30 agosto, 2016
Editorial: 25
Fecha de publicación original: 25 junio, 1996
Fecha de publicación: 25/06/1996. Editorial 025.
El diablo figura humana suele tomar, para mejor a los hombres engañar
La reciente celebración del Global Forum de Internet en Barcelona, organizado por la revista estadounidense Fortune, puso de relieve la pujanza del rostro económico de la Red. Junto a esos millonarios instantáneos, como los fundadores de Yahoo y Netscape, aparecieron las corporaciones que comienzan a aprender cómo afilar las aristas comerciales de una plaza a la que concurren, por diferentes motivo, más de 40 millones de potenciales compradores. Un pastel apetecible, pero aún poco cocido. La vista de estas empresas está puesta en ese paisaje todavía inimaginable de 300, 600 o incluso 1.000 millones de internautas que el ciberespacio se promete para dentro de unos pocos años. ¿Cómo llegar a ellos de manera eficiente, rápida y sobre todo –he aquí la palabra mágica– personalizada? ¿Cómo saber quién es quién y qué se le debe vender a cada uno? ¿Cómo conseguir la información básica que permita individualizar a los usuarios, conocer sus gustos, sus hábitos, sus sueños? O, dicho de otra manera, ¿cómo lograr que los cibernautas expresen las pautas de consumo hasta el punto de que ellos mismos actúen como sus propios directores de marketing y, de paso, de las empresas? Esas fueron las cuestiones que saltaron reiteradamente al tapete (mejor dicho, a las pantallas) del Global Forum.
Las respuestas, si es que ya nos podemos atrever a esbozarlas, sólo son claras por el lado negativo: Las técnicas actuales de marketing, en toda su complejidad, no sirven ni servirán como orientación. Las redes convocan a un tipo de mercado nuevo cuyas reglas todavía no están escritas, sobre todo por falta de madurez. Las corporaciones están hablando de un proceso nuevo, completamente desconocido en la joven y densa historia del capitalismo: entregar al consumidor las funciones de gerente comercial de una multitud de empresas con el fin de satisfacer sus propios gustos, los conocidos y los por descubrir. Ese es el enunciado, y para concretarlo no se escatimarán medios. En juego está la apertura de todo un universo nuevo de consumo, tan diverso, vasto y profundo como nadie haya imaginado hasta ahora.
Las consecuencias de semejante “estado de las cosas”, tampoco. A qué nos vamos a ver reducidos –o lo que sea que nos ocurra– en un mundo de tales características, es una incógnita.
En Barcelona se explicó que algunas empresas están gastando hasta tres millones de dólares (no hay confusión, por eso escribo la cifra en letras) en el diseño de las nuevas «webs». Y mostraron algunas. A primera vista son fascinantes. Nunca son iguales, a cada visita cambian, ofrecen informaciones nuevas, bajo diseños diferentes, guías de navegación distintas y vínculos renovados con el resto de la Red. En este esfuerzo ingente de multiplicación de escenarios digitales –lo que llaman “mantenimiento de la página”– apenas se perciben las herramientas que acopian la información de cada visitante. Son verdaderas “barredoras digitales” que escrutan quien entra, el navegador que utiliza, de donde viene, hacia donde va, qué páginas suelen atraerle más, qué compra, cuando miente y cuándo no al rellenar los formularios, etc. El resultado final es un perfil que permite configurar el plan de asalto del productor de bienes, sobre todo a través de una publicidad personalizada para cada visitante.
Publicidad que se encontrará diseminada de manera difusa por la Red, en un esfuerzo cooperativo de los anunciantes a partir del intercambio entre ellos de la valiosa información recogida por las “barredoras”. El internauta ni siquiera se enterará de quien trafica con sus datos personales, tan sólo percibirá de manera discreta los resultados: cada vez que visite ciertas páginas (cuya popularidad irá “in crescendo”), el propietario de la “web” se convertirá a sus ojos en un mago fascinante que acierta casi siempre en mostrar justamente lo que uno esperaba ver o, al verlo, descubre que eso es lo que precisamente quería consultar.
Este posible desarrollo de la Red conlleva una serie de peligros mucho mayores que el cacareado –e impracticable– control policial por parte de los estados. Una publicidad de este tipo puede convertirse en un potente vehículo para diseminar ciertas ideas, prejuicios y visiones del mundo que, además, vienen encapsuladas en pautas de consumo sutilmente depositadas en el seno de los propios hábitos navegantes de los internautas. Hasta ahora, la transparencia de la Red actuaba como una potente palanca para el desarrollo de sus aspectos sociales y culturales, desde las variopintas iniciativas personales, hasta las utilísimas redes ciudadanas o el amplísimo campo de la educación. A medida que los aspectos económicos comiencen a imponer su ley en el ciberespacio, el internauta se verá enfrentado a la necesidad de asumir responsablemente la porción de información personal que esté dispuesto a brindar y blindarla con respecto a los fines para los que la proporciona. Por fortuna, encontrará herramientas de programación para hacerlo. Pero, en definitiva, será su propia actitud vigilante la que le protegerá de convertirse en un director de marketing por cuenta ajena y sin sueldo.