La democracia anónima
Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
11 octubre, 2016
Editorial: 37
Fecha de publicación original: 17 septiembre, 1996
Fecha de publicación: 17/09/1996. Editorial 037.
Lo que de noche se hace, a la mañana aparece
Helsingius ha cerrado su ordenador. Y, de paso, ha apagado uno de los bastiones de libertad más conocidos que había en Internet: la posibilidad de enviar correo electrónico anónimo. El finlandés Johan Helsingius dirigía uno de los servicios más antiguos que había en la Red para proteger la identidad de los usuarios, lo que en el argot del ciberespacio se conoce como “remailer”. Al enviar un mensaje al ordenador de Helsingius, éste quitaba los datos de identificación, añadía una dirección codificada y lo enviaba a la persona o grupo de discusión especificado por el remitente. A finales de agosto, un tribunal finlandés le obligó a revelar el nombre de uno de sus usuarios que el año pasado envió a un grupo de discusión docenas de documentos privados de la Iglesia de la Cienciología. Esta organización, fundada por el escritor de ciencia ficción L. Ron Hubbard, pidió a los tribunales finlandeses que investigara la identidad del anónimo editor. Helsingius, ante el cariz que han tomado los acontecimientos, decidió clausurar su servicio: “Si no puedo mantener la discreción de los usuarios, no merece la pena continuar”.
Afortunadamente, el ordenador del finlandés no es el único en la Red dedicado al camuflaje epistolar. Uno de los más populares es Mixmaster, que permite a un número de operadores de ordenadores vincular sus respectivos “remailers”. Al enviar un mensaje, éste atraviesa una “cascada” de sistemas que van enterrando en pozos digitales cada vez más profundos los códigos de los remitentes anteriores, hasta que resulta prácticamente imposible identificar al remitente original. Estos servicios, así como los programas para enmascarar la identidad de los “paseantes de la web”, tratan de contrarrestar la creciente intervención de servicios secretos, policías de todo tipo, desarrolladores de software, proveedores de servicios de Internet, empresas de publicidad, etc., que hacen acopio constante de información privada para sus respectivos fines gracias al carácter abierto de Internet. La tecnología de la Red favorece una invasión masiva de la privacidad que era impensable en los días del sobre sellado o de los archivadores. Y los gobiernos y otros cosechadores de información no están perdiendo el tiempo. Cada vez resulta más fácil seguir el rastro de un mensaje en Internet e Incluso de extraer un volumen considerable de datos personales durante una inocente visita a una página web. Y, viceversa, quien quiere permanecer en el anonimato o ceder su información a determinadas organizaciones tan sólo para ciertos fines, cada vez lo tiene más difícil.
El argumento de quienes tratan de mantener a toda costa este estado de cosas es que tras el anonimato se esconden criminales, pedófílos, proxenetas, terroristas, etc. Phil Zimmerman, el ingeniero que inventó el programa Pretty Good Privacy (PGP), que permite encriptar los mensajes en Internet, sostiene, por el contrario, con pruebas en la mano, que su invento le ha permitido a los defensores de los derechos humanos actuar en países con regímenes represivos. Sin la posibilidad de enmascarar sus mensajes, el riesgo para sus vidas es enorme. Pero esta es una razón que favorece a la causa de la democracia incluso en los países democráticos, lo cual no goza de mucha popularidad entre su clase política.
Contra menos se sepa del vecino, más democrática es la sociedad, decía hace bastantes años el entonces comisario alemán encargado de proteger los datos individuales contenidos en archivos automatizados. ¡A saber a qué cómodo chalet campestre habrá enviado a este buen hombre a descansar la paranoia de la seguridad del Estado! Quienes hoy gobiernan quieren saberlo todo del ciudadano y contra mas pronto, mejor. E Internet les ha venido como anillo al dedo, a pesar de las dificultades intrínsecas de vigilar semejante océano de mensajes digitales.
La situación se agrava en gran medida por la propia desidia de los usuarios, que se mueven entre el desconocimiento del nuevo medio que están utilizando y los derechos (y deberes) que les pertenecen. El caso de Helsingius es tan sólo la punta del iceberg. Miles de empresas están distribuyendo direcciones de correo electrónico entre sus empleados sin establecer ni siquiera unas mínimas reglas de comportamiento que defina hasta donde llega el derecho a la privacidad del trabajador y hasta donde la actividad de gestión del correo electrónico por parte de la empresa. Esta es una responsabilidad compartida en la que el criterio de la seguridad, tan querido por la autoridad, tendrá que pasar por el tamiz del derecho individual a la intimidad.
Esta misma semana, el grupo de trabajo de Ciber-Derechos de la organización Profesionales de la Computación por la Responsabilidad Social (CPSR) de EEUU ha publicado una serie de principios que debería orientar la protección de los derechos civiles e individuales en el uso del correo electrónico. El documento –como casi todos los documentos similares producidos por las entidades defensoras de los derechos civiles en otros países– está en inglés. Sucesos como el de Finlandia, así como los acuerdos entre los países del G-7 y la UE para controlar la comercialización del “soft” que permite encriptar el correo electrónico, están reclamando a voz en cuello que surjan en el ámbito del castellano las iniciativas que canalicen este impostergable debate entre nosotros. Las innegables posibilidades democráticas de Internet no se reproducirán espontáneamente como las amapolas del campo. Necesitan del cuidado colectivo de los jardineros que utilizan la Red, sobre todo para protegerla de los ávidos y furtivos recolectores que proliferan como maleza por el ciberespacio.