La conjura de los conspiradores

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
19 noviembre, 2018
Editorial: 257
Fecha de publicación original: 6 marzo, 2001

A fácil perdón, frecuente ladrón

El subcomandante Marcos del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), al frente de la «delegación» indígena de Chiapas que se dirige hacia México en la Marcha por la Paz, es la viva encarnación de la globalización. Un discreto micrófono sobre el pasamontañas, un móvil en la canana, un transmisor al otro lado y toda su persona y lo que representa conectada a Internet. Millones de personas desparramadas por el mundo siguen sus pasos hacia la capital del país como si fueran con él dentro de su autocar, parándose en cada ciudad y asistiendo a cada manifestación. Si el diseño de la globalización era la penetración económica de los ricos hasta en los rincones más recónditos del planeta, el desarme definitivo de los pobres y la conquista de las mentes de todos gracias a un pensamiento único universal, algo no ha funcionado bien. Aunque quizá lo que ha fallado es el pensar la globalización casi exclusivamente desde este ángulo, error en el que ha incurrido –e incurre– una buena legión de los propios seguidores de Marcos o, lo que es lo mismo, de una cierta izquierda que se aferra con dientes y uñas a las mejores tradiciones del capitalismo de la revolución industrial.

Marcos, con la cautela que le caracteriza, reconoció a Ignacio Ramonet, en una entrevista publicada en el diario español El País el domingo 27 de febrero, uno de los factores clave en el cambio registrado en México que le ha permitido salir de la selva Lacandona: «La sociedad mexicana está más politizada, mejor informada y más interesada en participar en la política». Y más adelante en la conversación desechó la vieja idea de la conquista del poder como si éste todavía «estuviera en manos de los Estados nacionales». «De lo que se trata es de construir otra relación, ir a una ciudadanización de la política. Finalmente, los que damos sentido a esta nación somos nosotros, los ciudadanos, y no el Estado», afirmó el encapuchado dirigente.

Curiosamente, la marcha hacia México bajo estas premisas ha coincidido con la presentación en varios países de «Informe Lugano» (*), el último libro de Susan George, presidenta del Observatorio de la Mundialización y vicepresidenta de ATTAC. En esta obra de ficción, la conocida politóloga coloca a los «amos del planeta» (según su definición) ante la necesidad de actuar tras las revelaciones descarnadas de un informe secreto solicitado por ellos a un escogido grupo de expertos. El libro de George, aparte del escenario que describe y de la decisión política que aletea sobre sus conclusiones –la discreta liquidación de media población mundial para asegurarse la gobernabilidad del mercado–, captura la imaginación porque se inscribe en la literatura de los buenos libros de espías, las conspiraciones y los demoledores informes en manos de quienes detentan «las riendas del poder».

Susan George, en una entrevista publicada en el mismo medio y el mismo día que la mencionada con el subcomandante Marcos, asegura que no cree en las conspiraciones, sino en los intereses. «He descrito que los amos del universo hacen lo que deben hacer dado quiénes son, lo cual no es una conspiración». Efectivamente, la definición y defensa de los «intereses» no requiere de conspiraciones, sobre todo porque, como no dice el ficticio Informe Lugano y Susan George no menciona en su libro, somos todos nosotros quienes alentamos la conspiración. Conspiración es, por ejemplo, la Política Agraria Común europea (PAC), que en un cuarto de siglo ha matado a más gente de hambre en el mundo que todas las guerras de ese período. La PAC, una piedra fundamental de la construcción europea durante los últimos cincuenta años, tenía como objetivo mantener el tejido social en las zonas rurales y evitar la emigración a las ciudades, cerrar el mercado a la competencia exterior y subvencionar la producción agrícola y ganadera europea.

Gracias a políticas de este tipo, el nivel de vida en el Viejo Continente se disparó en la misma medida en que regiones enteras del mundo quedaron sumidas en la pobreza endémica y en hambrunas crónicas. Los efectos de esta «defensa de intereses» se vieron multiplicados por un diseño parecido por parte de EEUU respecto a su producción agrícola y la forma de estructurar a su medida el mercado alimentario mundial desde la segunda guerra mundial. Estas fueron decisiones tomadas por gobiernos, partidos políticos, empresas, instituciones a todos los niveles y a la que todos les dimos una calurosa bienvenida, por supuesto en el nombre de la defensa de los valores democráticos, entre los que se contaba el mercado mundial y el comercio internacional. O sea, que la madre del cordero, con perdón, la tenemos dentro de casa. El Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o la Organización Mundial del Comercio son los baluartes que defienden estas políticas en el resto del mundo para evitar que se venga abajo el edificio tan cuidadosamente construido por la parte industrializada del planeta.

La cuestión, para mí, no es si estamos dispuestos a parar el horror que unos cuantos nos están preparando «a la Susan George», sino si estamos dispuestos a detener el horror preparado y disfrutado por nosotros mismos ¿Tenemos ganas de salir de la sala de estar y decidir que el mercado debe funcionar realmente en beneficio de todos? Porque eso supone casi exactamente lo contrario de lo que está sucediendo ahora, donde los subsidios y otras barreras permiten precisamente que el mercado no funcione y que exista entonces una pirámide de débiles cada vez más débiles, cuya base la forman las hambrunas, la destrucción del medio ambiente y la indefensión ante enfermedades que nosotros consideramos tan inocuas como una afección bronquial, pero que borra literalmente del mapa a cientos de miles de niños cada año. Y a esta cuestión es precisamente a la que se le está comenzando a dar una respuesta.

Susan George mantiene el poder de decisión en el ámbito de un pequeño grupo de transnacionales, justo cuando la economía se está convirtiendo en un tejido capilar de minitransnacionales constituidas por personas, organizaciones, empresas, instituciones de diferente carácter que actúan en todo el globo a través de las redes. Este es el nuevo paisaje de la política y donde reside precisamente lo que George denomina el caos del sistema. Estamos en plena fase del acceso a estas redes y comenzando a conformar lo que serán sin duda nuevas instituciones, por más oscuras que por ahora parezcan. La nueva política ciudadana se solapa lógicamente con la política tradicional heredada de la revolución industrial. Pero mientras ésta sigue apelando a los poderes constituidos «para que se porten bien y no hagan trastadas», la política ciudadana trata de abrirse espacios propios, lo cual plantea complejas contradicciones con el «status quo».

Lo que aparece en la superficie a primera vista es un desbarajuste considerable, pero, sobre todo, porque los llamados poderes instituidos, desde los Estados a las propias corporaciones transnacionales, no tienen forma de imponer su ley. Y no parece que haya fuerza disciplinaria capaz de hacerlo. De hecho, ellos son las primeras víctimas de su propia ceguera y quienes necesitan un Informe Lugano que les explique por qué la situación actual no tiene una salida clara. El poder, concentrado en las corporaciones y el grupito de Estados que las sostienen, viene dando tumbos desde hace tiempo. Hace unos años yo escribía en en.red.ando: «Todo el poder basado en el uso estratégico de la información sobre la fuerza militar, el PIB, la población, la energía y los recursos naturales, no permitieron anticipar ni en un segundo el colapso de la URSS (ni siquiera el surgimiento de una potencia como Japón)» (véase el Editorial 42 del 22/10/96: «El nacimiento del «poder suave»). Precisamente en ese texto analizaba la emergencia de una nueva forma de poder, que denominaba «poder suave», basado en la difusión de las tecnologías de la información, una educación más invasiva y constante, la flexibilidad organizativa de instituciones, empresas y colectivos, todo ello cosido por el sutil hilo de la interacción a través de las redes.

Yo creo que, a diferencia del planteamiento de Susan George, la pregunta de grueso calibre que tenemos ante los ojos es bastante más descarnada y desafiante: ¿Puede manejarse un mundo, donde la escala de la acción ciudadana va emergiendo como una fuerza política de reemplazo, mediante estructuras corporativas como las que desarrollaron el capitalismo industrial? En los últimos años hemos visto fusiones que han hecho desaparecer de un plumazo a grandes conglomerados industriales, de los cuales cada vez quedan menos en la cúspide. ¿Esta tendencia apunta hacia un mundo gobernado por unas cuantas corporaciones o hacia una fragmentación de las unidades económicas con el fin de responder a una política basada en la acción personal, ciudadana? ¿Dónde está el peso de la prueba?

En la entrevista citada, ante una pregunta sobre si se siente optimista o pesimista, George cita a Gramsci quien dijo que vivía entre el optimismo de la voluntad y el pesimismo de la razón. Pero la razón de Gramsci era la del movimiento obrero de la revolución industrial. No sabemos todavía cuál es la razón de las fuerzas productivas de la globalización, ni hay nada escrito sobre que la lógica de los acontecimientos apunten hacia la continuidad. Al revés, las señales en sentido contrario las tenemos por doquier. La «ruidosa sublevación» ante los ricos toma hoy millones de formas distintas, completamente diferentes de lo que ha sucedido a lo largo de los dos últimos siglos. Desde el alcance de la educación, hasta el propio uso del dinero, pocas veces se ha sometido a crítica un abanico tan amplio de decisiones. Es cierto que las cosas no discurren a gusto de uno –o de todos-. Pero las demandas de participación en procesos o eventos que nos afectan directamente, de no exclusión de decisiones fundamentales, de garantizar un acceso generalizado a las tecnologías informacionales como factor de cambio social, de pertenencia a un espacio físico y mental cada vez menor y más comprometido, constituyen, entre otros indicios, una compleja agenda política, económica y social que no se adecúa a los cánones establecidos por la cultura de la Sociedad Industrial.

Las corporaciones tienen cada vez más dificultad para librarse del peso de demandas sociales que se expresan a través de redes, sean del tipo que sean, que a la vez canalizan formas diferentes y discretas de ejercer la solidaridad. Mientras las organizaciones del viejo régimen –por más loables que sean sus propósitos– no cesan de reclamar precisamente que vamos hacia un mundo cada vez menos solidario, estamos asistiendo al nacimiento de una ingente actividad social interconectada e interactiva en todo el planeta que habrían dejado insomne hasta al mismísimo Karl Marx. En vez de adhesiones formales, tradicionales, de boca para fuera, estos nuevos movimientos se plantean compromisos expresados a través de proyectos que les permitan alcanzar objetivos concretos en un mundo globalizado.

Es lo que decían los indígenas mexicanos en el III Congreso Nacional Indígena camino de México: «Más activismo práctico, más abogados, más ingenieros o biólogos comprometidos sobre el terreno con el desarrollo de las comunidades pobres». El terreno hoy para hacer esto es desde el lugar (local) que cada uno ocupa, para proyectarse globalmente a través de las redes. Esta vertiente política de Internet siempre ha estado presente, por más que muchos se hayan enloquecido con la perspectiva de engrosar la fila de los millonarios y pretenden olvidarse que el mundo toca otra vez a su… ordenador.

(*) «Informe Lugano», Susan George (Editorial Icaria/Intermón, Barcelona 2001)

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