Hoy toca libros

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
11 julio, 2017
Editorial: 113
Fecha de publicación original: 31 marzo, 1998

No hay cerradura donde el oro es la ganzúa

Nicholas Negroponte no es sólo un tecnólogo aficionado a las predicciones. Es también un personaje que encapsula la densidad de usuarios y de la información que estos mueven en la Internet que le rodea. En cierta manera, es uno de los portavoces de un acontecimiento social que ha alcanzado un cierto grado de madurez como para generar su propia literatura. EEUU, desde este punto de vista, también nos lleva una enorme ventaja. Entre nosotros, los libros de reflexión, de análisis o incluso de lo que podríamos llamar «meteorología de la Red» (pronóstico y predicción) son tan escasos como inencontrables. Un paseo por cualquier librería real o virtual certifica nuestra pobreza creativa en lo que se refiere a cartografiar la evolución y proyección de Internet. El hueco es más clamoroso si tomamos en cuenta que, como todo el mundo dice cuando se refiere al fenómeno de las redes, estamos hablando del futuro. Y aunque escrutar las entrañas de tan resbaladiza entelequia no deja de ser, como el ajedrez, un pastel donde nunca se sabe hasta donde llega el deporte y cuando comienza la ciencia, la ausencia de este ejercicio entre nosotros es muestra de dos cosas: o estamos demasiados ocupados expandiendo la Red y no tenemos tiempo para la metáfora, o no hemos llegado al punto en que ésta emerge impetuosa como resultado de una cierta masa crítica que exige la pausa para la reflexión. Me imagino que esta dualidad es la que paraliza a la gran mayoría de las editoriales que, aparte de los manuales del caso, todavía no ha incluido a Internet en sus colecciones dedicadas a reflexionar sobre la «cultura contemporánea».

En estos últimos meses, han aparecido varios libros de autores estadounidenses y británicos donde la idea del futuro aparece inextricablemente asociada al destino de Internet. Escritos desde diferentes perspectivas, reflejan la polarización actual que provoca el ciberespacio, desde las visiones optimistas, despolitizadas, meramente tecnológicas, hasta el extremo contrario, donde la comunicación mediada por ordenadores (CMC) nos lleva inexorablemente hacia un entorno social descarnado, regido por un darwinismo implacable y plagado de riesgos inimaginables. En esta última concepción se inscribe «Net.wars» (literalmente, Red.guerras, que se puede leer sin salir del ordenador) de Wendy Grossman (New York University Press). Se trata de uno de los raros casos de un trabajo originado en EEUU en que dicho país se desplaza del centro del análisis y deja su lugar al impacto global de la Red. Grossman persigue los hilos sutiles de las relaciones sociales a través de las redes de ordenadores para indicarnos que estamos aceptando y promoviendo cambios muy profundos, muchos de ellos de tal envergadura que ni somos capaces de imaginar cómo nos afectarán, ni mucho menos cómo nos adaptaremos a ellos.

Desde luego, la primera y gran paradoja es que la Red nació de un proyecto militar para convertirse en un instrumento que contraviene, en principio, la propia esencia de la organización y los fines de lo militar. Pero ambos elementos –la apropiación civil y el «pecado original» militar– cada vez se amalgaman más y crean entornos insospechados. Cuando uno compra en un mercado, nadie sabe de dónde viene el dinero, dónde se guarda y cuánto queda en la bolsa. En la Red, sin embargo, la única forma de mantener una privacidad semejante exige utilizar métodos de criptografía, los cuales ahora son equiparados al comercio de armas y ya han entrado en el capítulo de productos prohibidos en varios países. Privacidad civil e intrusismo militar son las dos caras de la misma moneda. Si bien las respectivas imágenes son todavía borrosas, en algunos rincones de la Red han alcanzado una cierta nitidez donde se puede auscultar una cierta visión del futuro y de los riesgos de un uso no informado de Internet.

Grossman, sin embargo, regresa a un cierto provincianismo estadounidense al examinar quiénes son los internautas protagonistas de su análisis. La idea de la superautopista de la información –el proyecto grandioso de Al Gore— impregna su libro. La autora, quizá con razón, no considera que sus compatriotas serán capaces de crear estructuras sociales en Internet que superen la frontera de las campañas puntuales en pro (o en contra) de determinado acontecimiento en el ciberespacio y evolucionen hacia un entramado comunitario de distinto signo. De todas maneras, si esto no fuera posible en EEUU (y hay muchos autores abonados a esta tesis), no es descartable que suceda en otras regiones del nuevo territorio digital.

A este nuevo territorio dedica Frances Cairncross The Death of Distance (La muerte de la distancia; Orion). Esta periodista de la revista británica The Economist está más interesada, por supuesto, en la faceta económica de la Red. En su análisis, a diferencia del libro anterior, aflora una cierta perspectiva europea a través de dos preocupaciones básicas: el destino del Estado y el de las relaciones entre los internautas. Sobre el primero, Cairncross sigue a muchos otros autores (como Manuel Castells) al predecir el agotamiento del poder de la institución por antonomasia de la revolución industrial (algo con lo que no está de acuerdo Peter Drucker, quien a sus 88 años se sigue ganando la vida haciendo predicciones mucho más interesantes y fértiles que las de Negroponte). La autora basa su diagnóstico en que la Red rompe diferencias históricas entre la gran y la mediana y pequeña empresa, las hace competir en un pie de igualdad y las coloca en un abrevadero común de ideas: el ciberespacio. De aquí deduce una idea optimista: cada vez habrá más paz y prosperidad porque seremos menos susceptibles a la propaganda. Punto de vista controvertido al que volveremos una de las próximas semanas.

Finalmente quiero mencionar un libro que me casi me habla al oído. Hace unos años, había una fotocopiadora en El Periódico con la que entré en franco conflicto sin que mediara insulto ni malos gestos. Cada vez que intentaba hacer una fotocopia, la máquina se rebelaba y era capaz de inventarse las excusas más insólitas: no hay papel (con la bandeja llena), falta tóner (recién repuesto), papel atascado (el rodillo vacío) o, directamente, el fatídico «System Error» que obligaba a apagarla, encenderla, aguardar a que se calentara otra vez (literalmente) y, entonces, comenzaba el ciclo. Todo ello estuviera yo sólo o hubiera testigos. A la maldita no le arredraban las audiencias estupefactas, al revés, se inventaba los estropicios más espectaculares para esas ocasiones. No me decía «Váyase al cuerno» porque ese comando no estaba en la pantalla de cristal líquido. Para mostrar que era una cuestión de animadversión personal, si en ese momento alguien quería hacer fotocopias, se las hacía todas sin rechistar. Ponía yo la mía y ¡zas! le daban todas las convulsiones del mundo, trituraba el papel, se encendían y apagaban las luces y salía el temido signo de error que yo siempre interpretaba como «O te compras una para ti, o te va a hacer fotocopias tu tatarabuela».

Cuando le contaba esta experiencia a mis amigos y conocidos, entonces surgía, casi como por encanto, un grupo de catarsis colectiva porque, quien más o quién menos, acarreaba una historia parecida sobre sus espaldas. Rosalind Picard, colaboradora de Negroponte, nos ha dedicado a todos nosotros «Affective Computing (MIT Press, en castellano se utiliza Computación Afectiva), donde expone que el futuro estará aquí cuando logremos enseñar a las máquinas a percibir y responder a las emociones humanas (una idea que Negroponte ha expuesto en algunas ocasiones en su artículo mensual para Wired). Si aquella fotocopiadora hubiera pertenecido a esta nueva generación de máquinas, el diseñador también le habría puesto piernas para huir de los irritados usuarios. Picard no llega a proponer este simple paso evolutivo, a pesar de su preocupación por los efectos psicológicos que desencadenan los ordenadores conectados cuando actúan según los designios de una aparente voluntad que nadie ha creado. O, al menos, eso nos dicen.

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