Globaliza, que algo queda

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
9 octubre, 2018
Editorial: 245
Fecha de publicación original: 12 diciembre, 2000

A enemigo que huye, puente de plata

El debate sobre los efectos de la globalización, cada vez más radicalizado y no siempre muy claro sobre su contenido, está atrayendo una curiosa población de detractores y adherentes. En una de las más importantes conferencias anuales sobre computación, celebrada el mes pasado en Seattle, el presidente de la gran corporación del sector, Bill Gates, declaró que el Tercer Mundo no necesita ordenadores sino más medicinas, mejor salud y, por supuesto, una alimentación suficiente. Unos pocos oradores antes, Mark Malloch, administrador del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), cuyos demoledores Informes sobre Desarrollo Humano muestran la cantidad de países que caben en la cuenta bancaria de Gates, defendió con un punto de evangelización el papel de la tecnología digital y los ordenadores para superar la pobreza crónica de cientos de millones de personas en el mundo.

Estas dos posturas revelan, por otra parte, algunas de las vertientes de un debate que no dejará títere con cabeza. Los ejes de la discusión pública sobre la riqueza y la pobreza, así como el diseño e implementación de políticas dirigidas a atacar el problema del atraso endémico de casi dos terceras partes de la humanidad, afectará a muchas de las construcciones conceptuales cómodamente aposentadas sobre la acción –u omisión– de los últimos años, tanto de gobiernos, como de organismos internacionales, administraciones regionales y locales, partidos políticos, ONG e incluso del «corpus» intelectual que ha apoyado a unos y otros. La globalización, aún sin saber muy bien qué genio hay dentro de esta botella, nos obligará a afrontar viejos retos con nuevas armas. Y este salto no será fácil, sobre todo porque la inercia de las últimas décadas, sobre todo esa peculiar sordera que ha desarrollado el mundo rico para escuchar al mundo pobre, todavía juega un papel fundamental en nuestras percepciones de lo que metemos en el saco de la globalización (véase el editorial 176 del 13/07/1999: «Nadie sabe para quién trabaja»).

Malloch Brown no dice que la postura de Gates sea simplista o con segunda intenciones, pero sí manifiesta su sorpresa de que el emperador de los ordenadores reduzca el problema del mundo a si se debe hacer un esfuerzo para tener o no estas máquinas y deje en la buhardilla lo que el administrador del PNUD considera el factor clave: la Red. De todas maneras, a Malloch no se le escapa que uno de los obstáculos más espinosos para el desarrollo de la Red en el Tercer Mundo es el constante reclamo de empresas como la de Gates y las operadoras de telecomunicación para que se proteja sus derechos de propiedad intelectual, se persiga la piratería y se garanticen las inversiones en la renovación de las infraestructuras de telecomunicaciones.

Malloch, como otras instancias de las Naciones Unidas, piensa que para sortear estas barreras, el mundo de los negocios debe también cambiar su orientación. Para ello ha puesto en marcha un nuevo programa para extender las redes de telecomunicación hacia los países en desarrollo y, por primera vez, ha comprometido la ayuda financiera y material de numerosas corporaciones, junto con gobiernos, universidades, agencias para el desarrollo, empresas locales e incluso, sí, el ubicuo Banco Mundial. En la última cumbre del G-8 celebrada en Okinawa, estos gobiernos decidieron apoyar la iniciativa del PNUD denominada «Digital Opportunities Task Force» («dot.force»), en la que juega un papel destacado la reducción de la deuda externa de los países en desarrollo con el fin de sufragar el mejoramiento de las estructuras de telecomunicación.

Este entramado se sostiene sobre otra nueva palabreja del ya abundante y rico diccionario surgido de las entrañas de Internet: e-inclusión, o el desarrollo de políticas para llevar las redes de telecomunicación hasta las zonas más pobres del planeta. Así como la exclusión social por la división digital ya ha generado una considerable producción conceptual y políticas bien aireadas sobre todo en EEUU, poco se sabe en Occidente acerca de lo que sucede, por ejemplo, en Angola, Timor Oriental, Pakistán o Buthán, donde se están desarrollando programas de e-inclusión. En todos ellos se han puesto en marcha proyectos de aprendizaje a distancia o telemedicina. «Para esto no se necesita el último ordenador en cada casa», dice Malloch, «sino un portátil en una una clínica remota o en una escuela y conectado a la Red, ya sea vía satélite o como sea. La diferencia entre tenerlo o no es abismal, pues es la línea que divide el acceder a servicios esenciales, como la salud o la educación, o quedar definitivamente al margen de ellos».

Clare Short, ministra de Estado para Desarrollo Internacional del Gobierno británico, ha anunciado que entrará en la arena de la globalización con un documento oficial (White Paper) destinado a sacar chispas. Short se enfrenta de una tacada a la postura de muchas de las ONG, a los opositores de la Organización Mundial del Comercio, a los defensores del medio ambiente y, de paso, a su primer ministro Tony Blair. Para ella, los beneficios de la globalización para el Tercer Mundo están en peligro debido a una política que sólo ve el capitalismo de las grandes corporaciones. Curiosamente, esta postura tiene insospechados ecos en muchas de las nuevas organizaciones que, sobre todo en los países en desarrollo, han colocado a las redes de telecomunicación como el instrumento vertebral para superar el atraso e, incluso, desarrollar formas innovadoras de organización social (véase la entrevista de Karma Peiró a Rabia Abdelkrim-Chikh y el editorial 240 del 7/11/2000: «Las redes ciudadanas maduran«).

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