El síndrome del kiosco

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
2 mayo, 2017
Editorial: 93
Fecha de publicación original: 11 noviembre, 1997

Unos beben y otros pagan

Vamos a nadar un poquito contra corriente. Uno de los principios aceptados para medir el «éxito» de las páginas o sistemas colocados en el WWW es el del número de visitantes. Cada dos por tres, escuchamos el tañir de campanas que anuncian los 30.000, 80.000, 150.000 visitantes diarios de tal o cual web. La balbuceante teoría de la publicidad digital asegura que estos datos son importantes porque sirven como orientación para fijar las inversiones del sector en Internet. La ecuación es simple: a más visitantes, más posibilidades de que vean un «banner» o de recoger más información sobre el perfil de los internautas contactados. En el fondo, esta postura parece tener su lógica. Estamos hablando del WWW, un sistema que nos permite exponernos al público a través de medios electrónicos que gozan de todas las propiedades inherentes a una publicación electrónica. Basta colocarla en algún lugar del ciberespacio para que el internauta se la encuentre (o la encuentre) mientras navega (ya sea para trabajar, divertirse o lo que sea) desde su ordenador. Si el sistema, además, viene recauchutado con técnicas «push» o cosas por el estilo, se incrementan las posibilidades de este encuentro.

Pues bien, me parece que esta forma de estimar el impacto de una web pertenece todavía de pleno a los criterios exportados del mundo real. Es lo que llamaría sacar un cálculo a «ojo de buen kioskero». En el kiosko, efectivamente, lo importante es el número de personas que compran un medio. Este dato resulta determinante para las agencias publicitarias, a pesar de que conlleva en su seno una profunda ignorancia sobre el impacto real de un anuncio. Se sabe que un periódico lo compran 100.000 lectores, pero no cuántos ven éste o aquél anuncio. La regla que funciona es la del cálculo de probabilidades: cuantos más compran un medio, más elevada es la posibilidad de que se contaminen con una determinada publicidad. El otro dato «útil» es el del impacto de cada publicación por lector, es decir, la cantidad de gente que lee lo que otro ha comprado. La traducción en el mundo de la TV o la radio es la suposición de que uno mira/oye y, al mismo tiempo, hay otros que se «sumergen» en la programación por el hecho de compartir el mismo espacio. Si estos criterios funcionan en Internet, entonces hasta tiene sentido que se hagan OJD y cuantos controles de audiencia sean necesarias para dirimir supremacías entre competidores. Incluso, parece lo más natural del mundo que los medios más poderosos comiencen con sus típicas disputas sobre si a ellos les han medido con el mismo rasero que al vecino o que no les han tomado en cuenta ciertas peculiaridades de su página web. Vamos, igualito que en el mundo real. Sin embargo, me parece que este es un esfuerzo vano. Porque ni Internet funciona como un kiosko, ni nosotros, los internautas, perseguimos los mismos objetivos en la Red cuando buscamos, consultamos, procesamos o publicamos información. Y la publicidad, entre otras actividades, tendrá que tomar en cuenta las facetas que son propias de la Red a la hora de decidir sus inversiones. De lo contrario, perderá dinero a espuertas. Por lo menos, quienes se muevan guiados por el «síndrome del kiosko».

En primer lugar, cuando alguien dice que ha recibido tantas visitas, nunca se menciona el factor tiempo. Sobre todo, la proporción de tiempo que se ha dedicado a la página en cuestión en relación con el tiempo total de navegación. Si la página de fulano o mengano recibe un millón de vistas diferentes al día, podemos deducir por sentido común y experiencia propia que esa masa de usuarios no se conectó a Internet ese día sólo para esa visita. Dicho de otra manera, si el tiempo que ese millón de internautas dedica a dicha página representa un promedio de, digamos, X minuto(s)/persona/día y el promedio de navegación de cada persona es de X multiplicado por 1, 2, 3 horas/d, el problema comienza a desplazarse a otro territorio: ¿Dónde están y qué hacen el resto del tiempo esos individuos? ¿cómo se mide su actividad cuando agotan su(s) minuto(s) de fama en la gran web?

Aquí pasamos al segundo punto. Hasta ahora, quizá le hemos dado una gran importancia a ir y ver. Pero eso no es Internet. Internet es ir, ver, obtener algo y enriquecer el sistema. Porque, como ya se ha dicho en otra ocasión, a diferencia del sistema telefónico en el que el contenido es la voz que entra por un extremo y sale por el otro sin que la infraestructura tenga (ni se le exija) ninguna capacidad de «retención», en el ciberespacio el contenido es la información que queda almacenada en los millones de ordenadores de la Red (no de los usuarios) y que queda a disposición permanente de la masa de internautas. Contra más información, más internautas, más información, mayor uso del sistema, mayor su diversidad y riqueza (otra cosa es la famosa cuestión del caos, pero su solución forma parte de esta problemática de densidad creciente, no de lo contrario).

Vamos por la vía del ejemplo (con el riesgo sempiterno de simplificar demasiado). Yo entro a una página determinada –y muy, muy visitada– para ver si el Barça ha ganado, encuentro la sección de deportes, me entero del resultado y me voy. No me llevo nada. Como máximo, un dato interesante para compartirlo durante un rato con los amigos en el bar. El sistema permanece indemne. Pongo como ejemplo un resultado deportivo, por no mencionar el cúmulo extraordinario de información redundante en la Red a la que, además, en una vasta mayoría de los casos, ya accedemos por vías extra-cibernáuticas (¡perdón!). O las iniciativas digitales que copian literalmente las fórmulas de promoción del mundo real, como la posibilidad de participar en concursos (hágase entrenador de su equipo de fútbol virtual, o responda a estas tres preguntas y le regalamos una furgoneta pieza a pieza para que usted mismo la arme en el salón de casa). Como es lógico, miles de internautas visitan estas páginas mientras dura la promoción o el concurso, pero el volumen de los contenidos de la Red permanecen bastante estables a pesar de estos subidones de audiencia.

Distinto es que la información que encontramos posea una utilidad intrínseca que nos mueve a apropiárnosla, procesarla, recomponerla y devolverla modificada al sistema. Porque esa información conlleva un valor de uso que creará cadenas (¿o será mejor decir redes?) de usuarios quienes proseguirán enriqueciéndola. En este caso nos encontramos con dos elementos curiosos: el valor publicitario de esta información y su alcance. Si fuéramos capaces de etiquetar la información de alguna manera –algo que, no me cabe la menor duda, se conseguirá más pronto que tarde– sería posible rastrearla por la Red cuando otros usuarios la reutilizan (técnicamente: la retroalimentan). De esta manera, veríamos que la importancia de la audiencia no reside en el número de visitantes de una página, sino en el número de veces que esa información ha pasado modificada (o no) por diferentes páginas, listas de correo, etc. Si esa etiqueta, además, lleva adosada publicidad, comenzaremos a verle las orejas al lobo. Las inversiones publicitarias se orientarán hacia la comunicación que recorra la zona activa del volcán y no la que se quede estacionada en el anfiteatro. La importancia de un determinado mensaje no guardará entonces una relación directa con el número de visitantes de una página, sino con el número de veces que dicho mensaje ha incrementado –entero o «bitalizado»– el volumen total del sistema.

Por otra parte, si la medición se hace desde este perspectiva, veremos que la importancia de las webs no dependen de su respaldo corporativo (Walt Disney, Microsoft, Time Warner, The New York Times, El País, etc.), sino del alcance del valor de uso de su contenido. En esta listita no incluyo ex-profeso al Wall Street Journal, que ha conseguido 150.000 suscriptores de pago a su servicio exclusivo de información bursátil: no lo incluyo porque es la mejor demostración de lo que estoy diciendo. Esa información es tan de uso que alcanza a agitar los flujos de capitales cuyo territorio esencial de funcionamiento es el espacio virtual. Por tanto, puede ser que webs que nunca entran en las grandes listas de «páginas más visitadas de Internet en todo el mundo mundial», sean de hecho las «páginas más enriquecedoras de Internet en todo el mundo mundial» por la calidad de la información que ofrecen, por el sector social al que atienden, por su adhesión estructural a la relación entre la oferta y demanda de información de grupos específicos (comunidades virtuales de fines diversos) y por la posibilidad de hacer un seguimiento cabal de la circulación de sus contenidos. Contemplar a la Red desde esta perspectiva significa, entre otras cosas, abandonar a la vera del camino unos cuantos mitos procedentes del síndrome del kiosko y prestar atención a otros fenómenos, mucho más decisivos a la hora de utilizar Internet.

En resumen, me parece que necesitamos modificar nuestra perspectiva cultural para evaluar nuestros comportamientos en la Red y valorar la información que buscamos o encontramos en ella. Esto supone, entre otras cosas, a) crear las herramientas que nos permitan discernir el valor del tiempo que se utiliza en Internet y cómo se distribuye entre diferentes actividades, b) estimar el valor de la información que se encuentra desde el punto de vista del enriquecimiento posterior del sistema a partir de la propia actividad del internauta, c) detectar objetivamente este enriquecimiento mediante alguna forma de etiquetamiento de la información y d) calcular el alcance de ésta en el incremento del volumen total del sistema como vara para medir su impacto real en la audiencia.

print