El nacimiento del “poder suave”
Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
24 octubre, 2016
Editorial: 42
Fecha de publicación original: 22 octubre, 1996
Fecha de publicación: 22/10/1996. Editorial 042.
* Cuarto artículo de la serie dedicada a periodismo digital.
Nuevo Rey, nueva Ley
En medio del ruido producido por el derrumbe de todo un imperio y cuando el mundo apenas empezaba a digerir el nuevo escenario perfilado por el fin de la guerra fría, un par de científicos —Tim Berners-Lee y Robert Cailliau— dibujaban sobre servilletas y papeles el borrador de un sistema que resolviera los problemas de comunicación que aquejaban a sus colegas. Los dos trabajaban en el Laboratorio de Física de Altas Energías de Ginebra, más conocido como el CERN. Ninguno de ellos estaba a sueldo del Ejército de EEUU o de cualquier otro país, ni trataban de solucionar algún grave cuello de botella en la estrategia militar de Occidente. Aquellos garabatos de 1991 y 1992 se convirtieron en 1993 en la WWW, un sistema rudimentario y engorroso en aquel entonces, muy lejos de la herramienta que hoy transporta, entre otras cosas, la publicación que estás leyendo. Al principio, ni siquiera se pensó en Internet como la plataforma de la web; el “pensamiento estratégico” de aquellos científicos se centraba naturalmente en la propia red del CERN. Pero esta tentación “aislacionista” duró poco. Pronto se vio que Internet era el medio natural de la WWW y hacia allí dirigieron sus esfuerzos.
La aparición del primer navegador Mosaic cambió definitivamente el rumbo del proyecto y, de paso, el de la Red de Redes. Eso ocurría en 1993, o sea, hace un siglo en la cronología binaria. Desde entonces, en apenas dos años, el mundo académico ha visto como sus bastiones digitales, tan laboriosamente edificados durante 20 años, han quedado reducidos a polvo ante la invasión masiva de internautas de toda clase y pelaje. ¿Fue una feliz coincidencia que la web apareciera justo cuando se archivaba la guerra fría? La respuesta es no. La WWW fue una de las respuestas más espectaculares al cambio de modelo político –y, por tanto, de comunicación– que comenzó a brotar como resultado de la agonía de un mundo bipolar. Si no lo hubieran inventado en el CERN, la web habría surgido en otra parte, quizá mucho menos neutral y más afín a los amantes de la teoría de la conspiración.
En la lista de las causas determinantes de la caída del muro de Berlín y la desintegración de la URSS se encuentran las tecnologías de la información (TI). Su discreta implantación cotidiana durante un par de décadas contribuyó a enmascarar el poderoso efecto que estaban teniendo sobre la organización social, política y económica de los países industrializados, en particular de EEUU, y, de rebote, en el resto del mundo. Antes del colapso del imperio soviético, el propio Gorbachov y su famoso equipo de expertos llegaron a la conclusión de que la URSS no podría competir en la economía mundial, ni pasar de ser una economía industrial a una postindustrial, sin abrir las compuertas a las TI: ordenadores, redes telemáticas, fotocopiadoras y fax.
Tecnologías todas ellas muy comprometidas para un sistema centralizado, pues no sólo cohesionan y dinamizan el ciclo económico; también sirven para diseminar ideas políticas. El primer paso hacia la apertura se convirtió en la carta que derribó el castillo de naipes soviético.
China, en una situación diferente, trató de coagular estas tecnologías que “atentaban contra la seguridad del Estado”. Primero combatió el fax (las autoridades de Pekín achacaron a este artilugio la coordinación estudiantil antes, durante y después de los sucesos de Tiannamen), después la parabólica y ahora Internet. Finalmente, el gobierno ha reconocido la imposibilidad del intento y ha comenzado a “cablearse” de una punta a la otra del país tratando de mantener, al mismo tiempo, el control estatal sobre la Red de Redes; por ahora sin mucho éxito.
Estos son tan sólo dos ejemplos de un acontecimiento que, en diferentes grados, se ha manifestado a lo largo y ancho del mundo durante estos años: la estructura de información que sostuvo a la guerra fría hacía agua por todos lados. La “información es poder”, el pilar del modelo político sustentado por los dos imperios, se volvió de golpe insostenible, entró en crisis. Todo el poder basado en el uso estratégico de la información sobre la fuerza militar, el PIB, la población, la energía y los recursos naturales, no permitieron anticipar ni en un segundo el colapso de la URSS (ni siquiera el surgimiento de una potencia como Japón). Por entre los resquicios de esta crisis que puso al mundo patas arriba, se filtraban hacia la superficie nuevos factores que pedían un protagonismo definitivamente destinado a tumbar el rígido marco de relaciones impuesto por la guerra fría. Las tecnologías de la información, la educación, la flexibilidad organizativa de instituciones, empresas y colectivos, todo ello cosido por el sutil hilo de la interacción, conformaba el almacén de un nuevo poder.
Este proceso está empezando y no es fácil ni evidente discernirlo. En el nuevo escenario se han producido dos cambios significativos con respecto a la fase anterior. Por una parte, la información ha cambiado de naturaleza. Ahora no depende tanto de la capacidad de acopiar y procesar información por agentes especializados para hacer un uso estratégico de ella a partir de un proyecto bipolar. La relación entre el poseedor de la información y el resto de la sociedad que cuajó tras la segunda guerra mundial, entre el emisor y el receptor, el primero jugando un papel activo y determinante y el segundo uno pasivo, comenzó a volar por los aires cuando las tecnologías de la información inyectaron un rasgo nuevo y subversivo: la interacción. La frontera entre los detentadores del poder informativo y lo que podríamos llamar en sentido amplio como la “audiencia”, se volvió de repente difusa, ambigua, compleja. El medio digital, poblado por el ordenador, los teléfonos, la televisión, los multimedia y los sistemas de satélites, comenzó a solaparse con poderes tradicionales militares, sociales, económicos y políticos. En unos casos, recortando sensiblemente su fuerza y la lógica de su preeminencia, en otros, potenciándolos y multiplicándolos.
En segundo lugar, el poder de la información estaba basado anteriormente en el criterio de la exclusión (contra menos la poseyeran, más valiosa). Sin embargo, en un mundo integrado por las tecnologías de la información, el valor se desplazó hacia la capacidad cooperativa de los agentes sociales. El ámbito digital ha convertido a la información en una mercancía crucial en las nuevas relaciones internacionales en un mundo rápidamente cambiante. Poseerla en exclusiva se vuelve una tarea cada vez más espinosa, costosa, insostenible y, a la postre, estéril. La sociedad de la información reclama una participación que dinamita tales intentos exclusivistas, por más que durante bastante tiempo estos perdurarán con éxito pues todavía subsisten poderosas estructuras heredadas de la guerra fría.
La aparición de los nuevos sistemas de transferencia de imágenes y datos en formas inmediatamente usables a través de soportes digitales de funcionamiento sencillo y de bajo coste ha producido una previsible explosión del volumen de información, comunicación y transferencia de conocimientos. Lo cual ha valorizado, a su vez, aspectos de ésta información que para el público antes tenían una importancia relativa: su precisión, el tiempo de acceso y su grado de comprensión dentro de la brevedad (combinación de imagen y datos).
De esta manera, frente al “poder duro” de la guerra fría, blindado por la fuerza nuclear con su capacidad de destrucción y el valor de la información con el fin de mantener la vigencia de la política de bloques, ha surgido el “poder blando” sustentado en las tecnologías de la información. De la transferencia de información en una relación unilineal entre el procesador activo de información (Estado, empresa, medio de comunicación, etc.) y el receptor pasivo, hemos pasado al diálogo multilateral, interactivo. Es decir, a un mundo mucho más complejo, más ambiguo y menos esquemático, donde interactuar es poder. Un nuevo estado de cosas que ya comienza a dictar sus propias leyes de funcionamiento.
La gélida lente de la guerra fría, a través de la cual observábamos los acontecimientos hasta la caída del muro de Berlín, se ha roto. Ahora queremos saber qué pasa y qué podemos hacer al respecto. Y la respuesta no nos viene de los poderes establecidos, sino de este nuevo poder blando fraguado al calor de las tecnologías de la información. Este cambio se ha convertido en una fuerza pluralizadora que construye mercados no represivos y que, además, no refuerza –como antaño– un poder centralizado.
Es cierto que EEUU encabeza este proceso y que su Gobierno puede hacer uso de su posición de privilegio en el acopio y procesamiento de información gracias a los poderosos medios con que cuenta (el sistema de satélites ya les deja solos en esta liga). Su ventaja se ve favorecida, además, por la miopía de gobiernos y empresas que no han comprendido todavía la profundidad de la nueva revolución. Y esto plantea un escenario plagado de ironías y cargado de riesgos.
Mientras el fin de la guerra fría se ha saldado con la liquidación del valor decisivo que desempeñaba la amenaza mutua de los bloques en la estructuración de la sociedad, ello no quiere decir que Damocles haya enfundado su espada. En las circunstancias actuales, existe el peligro de una creciente dependencia hacia EEUU debido a su indiscutible liderazgo en el desarrollo y gestión de todas las tecnologías de la información. Esto implica, entre otras cosas, la manifestación, en un ámbito diferente, de una supremacía cultural ejercida sin cortapisas.
El entorno digital puede convertirse así en un poderoso vehículo para transportar una cierta visión del mundo, un modelo económico y una serie de pautas ideológicas y culturales que tienden a implantar una peligrosa homogeneidad social, política y económica. Este es el gran desafío que plantea el nuevo modelo político de la sociedad de la información: el desarrollo de espacios múltiples y plurales que potencien la diversidad del ciberespacio y una participación multitudinaria en su construcción. En pocas palabras, explotar al máximo el poder democrático de la interacción.
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