El legado del apartheid
Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
28 marzo, 2017
Editorial: 83
Fecha de publicación original: 2 septiembre, 1997
Cuando dos pleitean, un tercero saca provecho
6º en una serie de artículos sobre el impacto de las telecomunicaciones en los países en desarrollo
La deformación profesional es un pesado lastre. A pesar de que me prometí unas vacaciones de pleno relajo y relax (que no es lo mismo), no pude evitar echarle un vistazo a la parte virtual de Sudáfrica, y eso que la real que se desplegaba ante mis ojos ya era de por sí fascinante. Pero la cabra tira al monte y la hiena al despojo, y uno tiene que estar a la altura de esa explosión biológica tan patente por doquier en el continente africano. Sudáfrica es el 16º país del mundo en el uso de Internet en términos del número de hosts y dominios. Su distancia respecto al resto de los países del continente es sideral, tanta como la que existe entre países industrializados y en desarrollo. Tiene, por tanto, las características de uno de los primeros, pero todo los lastres de los segundos. Lo que suceda con Internet en el país de Mandela será, sin duda, un ejemplo muy importante para todos sus vecinos, que reconocen el papel de locomotora económica que Sudáfrica puede ejercer en la región. De ahí la importancia que tiene la decisión que debe tomar el gobierno de Pretoria en estos días sobre si «nacionaliza» Internet o, por el contrario, acepta que la Red sea un espacio abierto y desrregulado. La mayor fuerza en pro de la nacionalización es, previsiblemente, el Ministerio de Comunicaciones y su ariete la compañía telefónica sudafricana Telkom, que el año pasado recibió el privilegio de ejercer un monopolio sobre los servicios de telecomunicación durante cinco años. Telkom, a imagen y semejanza de Singapur, pretende crear una estructura en la que incluso sería necesario registrar cada nueva web y recibir una licencia para mantenerla en la Red.
Como es lógico, la industria de Internet y cientos de usuarios se oponen abiertamente a esta pretensión que estrangularía el desarrollo de la Red en el mismo nido, mucho antes de que desarrollara las alas para volar. Sin embargo, el debate que actualmente tiene lugar en Sudáfrica, aunque muy parecido al que tiene lugar en muchos aotros países en desarrollo, posee una serie de rasgos propios, producto, sobre todo, de las enormes disparidades legadas por el criminal sistema del apartheid.
Para empezar, la mayoría de las ciudades blancas siguen siendo apabulladoramente blancas, salvo la gran excepción de Johannesburgo. Alrededor de ellas continúan las aglomeraciones urbanas negras sometidas todavía a los rigores originados por el despropósito de la segregación. La falta de comunicaciones y transporte, de servicios básicos y elementales, tiñen el paisaje con contornos muy definidos: millones de personas emplean una parte sustancial de su jornada laboral caminando de un lugar al otro, kilómetros y kilómetros cada día. La máquina del apartheid dejó el terreno humano calcinado y la prioridad ahora no es tanto reconstruir el tejido social, sino construirlo casi desde cero. En este entorno, las prioridades se atropellan unas a otras y la agenda política sufre los avatares propios de la joven democracia y de su pesada herencia: junto a medidas de una urgencia innegable y una necesidad perentoria, cada vez aparecen más casos de corrupción administrativa y de tramas bien organizadas dedicadas a sifonear recursos económicos hacia el sector menos iluminado de la economía, ya sea directamente sus bolsillos o el mercado negro.
Internet, como no podía ser de otra manera, es otro barquito más en estas agitadas aguas. Con la diferencia sustancial de que se trata de una herramienta de valor estratégico para afrontar los problemas de desarrollo económico y social que hoy están en el centro de las preocupaciones del país. Sin embargo, este papel de la Red no está claramente asumido en los centros de decisión (cosa que homologa a Sudáfrica a, por ejemplo, Europa), donde comunicaciones, transportes (reales y virtuales), telecomunicaciones y Sociedad de la Información conforman un confuso paquete, excepto en el sector más opulento de la población. El saldo, por ahora, es una grave profundización de la sima que separa a los infoalfabetos del resto de la población. Como sucede en otros partes, la cuestión ya no estriba en la utilización mayor o menor de artefactos, equipamientos o infraestructuras, sino en la densidad de la información gestionada por cada individuo u organización conectada a las redes. Ahí reside, precisamente, el potencial equilibrador que puede prestar Internet a las políticas de desarrollo y, a la vez, su papel multiplicador de desigualdades si no se implementan políticas destinadas a diseminar la interconexión y la interactividad entre los conectados.
Por eso, los conflictos que se están desarrollando en Sudáfrica alrededor de la Red, ya sea la pretensión de Telkom de controlarla o la oposición a esta medida, reflejan en el fondo distintas visiones sobre el modelo de desarrollo en el contexto de la globalización de la economía. Por una parte, las tendencias más autoritarias del gobierno de Mandela no quieren abrir totalmente un cofre al que suponen depositario de riquezas todavía no catadas. Por la otra, los sectores empeñados en crear comunidades virtuales industrialmente robustas y socialmente independientes temen un ataque de raquitismo repentino si no pueden competir con la avalancha que procede desde el exterior. Curiosamente, ambas partes reconocen que la educación y la ciencia sí deberían contar con ventajas comparativas frente al sector privado, aunque ello afecte el sacrosanto lema de la competitividad, que unos y otros se lanzan inmediatamente a la cabeza cada vez que quieren justificar sus respectivas posiciones.
La decisión final sobre el futuro de Internet en Sudáfrica depende en gran medida de la Autoridad Reguladora de las Telecomunicaciones de Sudáfrica (SATRA). Esta entidad pública está dirigida por un hombre cuyo perfil describe con trazos inequívocos el particular escenario político sudafricano. Nape Maepa se marchó a EEUU en 1965 donde se doctoró como ingeniero electrónico. Durante 20 años trabajó en Kansas City y fue presidente de una empresa de ingeniería durante tres años. En 1993, el año previo al de las elecciones y el más violento del agonizante régimen blanco (hasta el punto que muchos expertos dudaban que la cita electoral llegara a celebrarse), regresó a Sudáfrica para unirse a un grupo de empresarios negros del African Telecommunications Forum. Fue director de Fundis Community Development, una iniciativa creada para estimular el desarrollo económico en áreas pobres, y de Vulindela Bulatsela Corp., una entidad que ayuda a las empresas negras a buscar asociados en la industria de tecnología punta. Maepa es uno de los convencidos de que Internet, según sus palabras, «será un arma para reparar el legado del pasado, sobre todo en la educación». Lo cuál no da ningún indicio acerca de sus intenciones respecto al marco legal de la Red.
Mientras tanto, las telecomunicaciones siguen jugando su papel dinamizador de la economía sudafricana, tanto de la que se ve como de la que no se ve. La Nueva Sudáfrica ha puesto en pie una vasta estructura de crimen organizado que tiene su sede central en Johannesburgo. La imposibilidad material de satisfacer las enormes expectativas despertadas tras las elecciones, el paro galopante entre la población negra, la descomposición de la policía y los cuerpos paramilitares, la corrupción administrativa y el empobrecimiento de industrias que vivían al amparo de las políticas discriminatorias, han creado el necesario caldo de cultivo para alimentar a un mercado negro perfectamente organizado en la cúpula que vive de la tasa más alta de criminalidad callejera del mundo. El cotidiano secuestro de coches con liquidación del conductor «in situ» si es necesario, los asaltos a furgones blindados por bandas de hasta 50 individuos totalmente pertrechados, o el desmantelamiento de kilométricos tendidos de cable para recuperar el cobre, tiene su continuidad en canales de distribución cuidadosamente «aceitados» que colocan la mercancía con prontitud y debidamente procesada ya sea en Singapur, Bélgica o donde exija la demanda.
Los Mercedes y BMW son los favoritos de los secuestradores de autos. Para combatir este negocio en concreto del crimen organizado, los fabricantes ahora incrustan un microchip en cada coche para que pueda ser perseguido por satélite en caso de robo. Todo el mundo aguarda ahora a la previsible respuesta que las «mafias» darán a esta particular incursión de la Sociedad de la Información en sus negocios, basados, por cierto, en un dominio apabullante de los recursos más avanzados de las telecomunicaciones.
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Para saber más acerca de Sudáfrica, la mejor puerta de acceso es Ananzi, un buscador de recursos sudafricanos que da de alta a unas 300 webs nuevas por semana. También es interesante el mapa de suministradores de Internet en Sudáfrica.
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Serie de editoriales sobre el impacto de las telecomunicaciones en los países en desarrollo:
La teledensidad, un nuevo criterio para medir la riqueza
Ponga un vigilante en su compañía telefónica
El legado del apartheid