El dualismo ciudad-ciudad (II)

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
14 noviembre, 2017
Editorial: 150
Fecha de publicación original: 12 enero, 1999

Si no tienes para bien, para mal no faltará

Desde la Revolución Industrial, el funcionamiento del capitalismo ha descansado en el dualismo entre el campo y la ciudad. Ambos conceptos se han cargado, a lo largo de los dos últimos siglos, de significados culturales, sociales, económicas y políticas. «Ser del campo» o «ser de la ciudad», pertenecer al ámbito cultural de lo rural o de lo urbano, eran –son– señas de identidad repletas de lecturas diferentes y contradictorias entre sí. Este mundo, este escenario dual, está a punto de caer pulverizado ante nuestros ojos. Un niño que nazca hoy, posiblemente ingresará a la universidad en un planeta donde una mayoría larga de sus habitantes vivirá en ciudades. Será la primera vez que esto suceda en la historia de la humanidad. ¿Cómo será esa civilización urbana emergente? ¿cuáles serán las condiciones necesarias para prosperar en ella? ¿qué papel jugará la globalización en una sociedad eminentemente urbana? ¿qué factores actuales serán fundamentales entonces, y cuáles no? Preguntas estas que, en contra de lo que pudiera parecer, tienen respuestas muy abiertas.

Y las tienen porque, para responderlas, no es suficiente con proyectar las tendencias actuales de manera mecanicista. Estamos en un mundo en transición donde el paradigma dominante son los cambios, las rupturas y las incertidumbres. Y, viceversa, vamos hacia un mundo donde se premiará a quienes estén mejor preparados para adaptarse a las nuevas circunstancias, inventar nuevos vínculos sociales y resolver las actuales incógnitas.

En el año 2015, nueve de las 10 mayores metrópolis del mundo estarán en Asia, América Latina y África. Según los datos más fiables de la ONU, las ciudades de los países en desarrollo reciben anualmente unos 62 millones de nuevos habitantes cada año. En quince años, por primera vez en la historia, los habitantes de las zonas urbanas serán mayoría frente a los de las zonas rurales. Aunque el ritmo actual de emigración hacia la ciudad sufra una desaceleración por causas inimaginables en estos momentos, el crecimiento de las zonas urbanas originará alrededor del 80% del aumento demográfico mundial (algunos estudios elevan la cifra al 88%). Y el 90% de esta expansión sucederá en el mundo en el desarrollo. Ese será el inminente escenario de las redes, de la Sociedad de la Información, que comenzamos a trazar en el editorial anterior.

Como suele suceder, este no será un proceso que se iniciará con fanfarria y redoble de tambores un día del próximo siglo hacia las cinco y media de la tarde. Las nuevas tendencias que conducen hacia un proyecto político de cambio social están aflorando por doquier y comienzan a convertirse en una prioridad. Sobre todo, allí donde los cambios rápidos se ven acelerados por innovaciones tecnológicas impulsadas por los propios ciudadanos. Este «simple» hecho pone patas arriba la estructura tradicional de la elaboración, empaquetamiento y alcance de la transmisión del conocimiento, o, tan importante como esto, el papel que juegan las redes ciudadanas (distribuidas entre agrupaciones, organizaciones, entidades ad-hoc. etc, del más variado signo) en el diseño de las urbes emergentes. Mientras prosigue el discurso dominante de una ciudad basada en la planificación racional con un alto componente tecnológico (modelo de las ciudades de los países ricos), vemos como esta concepción comienza a ser triturada por ciudades orientadas por el vínculo social, cuyo gobierno avanza, entre titubeos y saltos de gigante, hacia un proceso cada vez más complejo de coordinación y de negociación entre sus interlocutores.

Las urbes que respondan con mayor rigidez a los nuevos desafíos serán las primeras que perderán en la Era de la Información. Y para responder adecuadamente al «nuevo programa», la ciudad debe promoverse como espacio social abierto a la creatividad y la innovación, conceptos estos que deberemos reelaborar no sólo desde el punto de vista de la «inversión» en innovación, sino de la «promoción» de redes humanas capaces de adaptarse a la civilización urbana emergente. En ambos aspectos, las ciudades de la denominada periferia del capitalismo tienen ventaja. La inversión necesaria en innovación tecnológica cada vez es más baja en relación con los retornos sociales que proporciona. Y, desde el punto de vista de las redes humanas, si bien en las ciudades de los países en desarrollo se agudizan los conflictos más conspicuos de una sociedad en transformación (segregación espacial, exclusión social, profundas desigualdades e incremento de la violencia urbana), a la vez son un hervidero de creatividad e innovación sostenido por un denso entramado humano con una fuerte aspiración hacia la búsqueda de la cohesión social.

En este marco, hay dos aspectos que, evidentemente, desempeñarán un papel primordial. Por una parte, las relaciones entre la descentralización y la integración de lo global y lo local a través de las redes. Por la otra, el valor de una economía determinada por una decisiva relación entre la competición y la cooperación. En ambos casos, las ciudades de la llamada periferia llevan también una clara ventaja. En ellas, las tendencias descentralizadoras se corresponden no sólo con decisiones de la administración política, sino con el reconocimiento de situaciones de «facto» de las que se debe partir. Son las agrupaciones humanas, en el medio de una segregación espacial lacerante y con el demonio de la exclusión social revoloteando sobre ellas, las que se auto-organizan para reintegrarse en circuitos políticos, administrativos, culturales y económicos a partir de sus propias posibilidades. En estas circunstancias, la dualidad global/local ha pasado de ser una prótesis a convertirse en una función esencial de este proceso.

Por otra parte, las economías de subsistencia, de autoayuda o implantadas en zonas de intersección donde se producen cambios acelerados, tienden a agudizar los ángulos de la competencia y la cooperación a través del arte de la negociación y de la gestión de conflictos de intereses entre los distintos componentes de las comunidades locales. Competencia y cooperación son el pilar de la economía emergente de la Sociedad de la Información. Mientras los países ricos «descubren» el valor de la cooperación en las redes en el medio de una economía neoliberal de tonos cada vez más salvajes (y, a la vez, dilapidan ingentes recursos tecnológicos para poner en pie un comercio electrónico compatible con dicha economía), los países en desarrollo llevan ya recorrido un largo camino «experimental» en el difícil arte de combinar el rigor de la competencia con la negociación de la cooperación.

¿Cómo cuajarán estas tendencias? La respuesta es fácil: nadie lo sabe. Pero, desde luego, no me parece que se pueda afirmar con tanta seguridad como hacen algunos que «los pobres de ayer y hoy, también lo serán mañana». Ni tampoco que nos encontramos en los prolegómenos de la Penúltima Gran Conspiración de las Grandes Corporaciones para meternos a todos las redes por el trasero, como sostienen prácticamente los mismos. La situación, por decirlo de manera diplomática, es mucho más compleja y no creo que los dados ya estén echados. Hay mucho futuro abierto todavía. Todo dependerá finalmente de las coaliciones y las instituciones que seamos capaces de crear para que actúen dentro del espacio público de la ciudad, por una parte, y de la rapidez del aprendizaje institucional, por la otra. El sistema político actual en la vasta mayoría de los países avanzados sólo concede al ciudadano un papel limitado, totalmente insuficiente ante la nueva urbe que está emergiendo. El salto de un Estado tutelar a un Estado dinamizador poblado por ciudadanos capaces de actuar como agentes de cambio no será, desde luego, fácil. Sobre todo porque no sabemos qué tipo de Estado será el segundo (si es que es algo). Pero es aquí donde nos estamos jugando la configuración del mundo del futuro. Un mundo poblado por precursores de la próxima civilización, como veremos en algunos ejemplos la próxima semana.

Si no tienes para bien, para mal no faltará

Desde la Revolución Industrial, el funcionamiento del capitalismo ha descansado en el dualismo entre el campo y la ciudad. Ambos conceptos se han cargado, a lo largo de los dos últimos siglos, de significados culturales, sociales, económicas y políticas. «Ser del campo» o «ser de la ciudad», pertenecer al ámbito cultural de lo rural o de lo urbano, eran –son– señas de identidad repletas de lecturas diferentes y contradictorias entre sí. Este mundo, este escenario dual, está a punto de caer pulverizado ante nuestros ojos. Un niño que nazca hoy, posiblemente ingresará a la universidad en un planeta donde una mayoría larga de sus habitantes vivirá en ciudades. Será la primera vez que esto suceda en la historia de la humanidad. ¿Cómo será esa civilización urbana emergente? ¿cuáles serán las condiciones necesarias para prosperar en ella? ¿qué papel jugará la globalización en una sociedad eminentemente urbana? ¿qué factores actuales serán fundamentales entonces, y cuáles no? Preguntas estas que, en contra de lo que pudiera parecer, tienen respuestas muy abiertas.

Y las tienen porque, para responderlas, no es suficiente con proyectar las tendencias actuales de manera mecanicista. Estamos en un mundo en transición donde el paradigma dominante son los cambios, las rupturas y las incertidumbres. Y, viceversa, vamos hacia un mundo donde se premiará a quienes estén mejor preparados para adaptarse a las nuevas circunstancias, inventar nuevos vínculos sociales y resolver las actuales incógnitas.

En el año 2015, nueve de las 10 mayores metrópolis del mundo estarán en Asia, América Latina y África. Según los datos más fiables de la ONU, las ciudades de los países en desarrollo reciben anualmente unos 62 millones de nuevos habitantes cada año. En quince años, por primera vez en la historia, los habitantes de las zonas urbanas serán mayoría frente a los de las zonas rurales. Aunque el ritmo actual de emigración hacia la ciudad sufra una desaceleración por causas inimaginables en estos momentos, el crecimiento de las zonas urbanas originará alrededor del 80% del aumento demográfico mundial (algunos estudios elevan la cifra al 88%). Y el 90% de esta expansión sucederá en el mundo en el desarrollo. Ese será el inminente escenario de las redes, de la Sociedad de la Información, que comenzamos a trazar en el editorial anterior.

Como suele suceder, este no será un proceso que se iniciará con fanfarria y redoble de tambores un día del próximo siglo hacia las cinco y media de la tarde. Las nuevas tendencias que conducen hacia un proyecto político de cambio social están aflorando por doquier y comienzan a convertirse en una prioridad. Sobre todo, allí donde los cambios rápidos se ven acelerados por innovaciones tecnológicas impulsadas por los propios ciudadanos. Este «simple» hecho pone patas arriba la estructura tradicional de la elaboración, empaquetamiento y alcance de la transmisión del conocimiento, o, tan importante como esto, el papel que juegan las redes ciudadanas (distribuidas entre agrupaciones, organizaciones, entidades ad-hoc. etc, del más variado signo) en el diseño de las urbes emergentes. Mientras prosigue el discurso dominante de una ciudad basada en la planificación racional con un alto componente tecnológico (modelo de las ciudades de los países ricos), vemos como esta concepción comienza a ser triturada por ciudades orientadas por el vínculo social, cuyo gobierno avanza, entre titubeos y saltos de gigante, hacia un proceso cada vez más complejo de coordinación y de negociación entre sus interlocutores.

Las urbes que respondan con mayor rigidez a los nuevos desafíos serán las primeras que perderán en la Era de la Información. Y para responder adecuadamente al «nuevo programa», la ciudad debe promoverse como espacio social abierto a la creatividad y la innovación, conceptos estos que deberemos reelaborar no sólo desde el punto de vista de la «inversión» en innovación, sino de la «promoción» de redes humanas capaces de adaptarse a la civilización urbana emergente. En ambos aspectos, las ciudades de la denominada periferia del capitalismo tienen ventaja. La inversión necesaria en innovación tecnológica cada vez es más baja en relación con los retornos sociales que proporciona. Y, desde el punto de vista de las redes humanas, si bien en las ciudades de los países en desarrollo se agudizan los conflictos más conspicuos de una sociedad en transformación (segregación espacial, exclusión social, profundas desigualdades e incremento de la violencia urbana), a la vez son un hervidero de creatividad e innovación sostenido por un denso entramado humano con una fuerte aspiración hacia la búsqueda de la cohesión social.

En este marco, hay dos aspectos que, evidentemente, desempeñarán un papel primordial. Por una parte, las relaciones entre la descentralización y la integración de lo global y lo local a través de las redes. Por la otra, el valor de una economía determinada por una decisiva relación entre la competición y la cooperación. En ambos casos, las ciudades de la llamada periferia llevan también una clara ventaja. En ellas, las tendencias descentralizadoras se corresponden no sólo con decisiones de la administración política, sino con el reconocimiento de situaciones de «facto» de las que se debe partir. Son las agrupaciones humanas, en el medio de una segregación espacial lacerante y con el demonio de la exclusión social revoloteando sobre ellas, las que se auto-organizan para reintegrarse en circuitos políticos, administrativos, culturales y económicos a partir de sus propias posibilidades. En estas circunstancias, la dualidad global/local ha pasado de ser una prótesis a convertirse en una función esencial de este proceso.

Por otra parte, las economías de subsistencia, de autoayuda o implantadas en zonas de intersección donde se producen cambios acelerados, tienden a agudizar los ángulos de la competencia y la cooperación a través del arte de la negociación y de la gestión de conflictos de intereses entre los distintos componentes de las comunidades locales. Competencia y cooperación son el pilar de la economía emergente de la Sociedad de la Información. Mientras los países ricos «descubren» el valor de la cooperación en las redes en el medio de una economía neoliberal de tonos cada vez más salvajes (y, a la vez, dilapidan ingentes recursos tecnológicos para poner en pie un comercio electrónico compatible con dicha economía), los países en desarrollo llevan ya recorrido un largo camino «experimental» en el difícil arte de combinar el rigor de la competencia con la negociación de la cooperación.

¿Cómo cuajarán estas tendencias? La respuesta es fácil: nadie lo sabe. Pero, desde luego, no me parece que se pueda afirmar con tanta seguridad como hacen algunos que «los pobres de ayer y hoy, también lo serán mañana». Ni tampoco que nos encontramos en los prolegómenos de la Penúltima Gran Conspiración de las Grandes Corporaciones para meternos a todos las redes por el trasero, como sostienen prácticamente los mismos. La situación, por decirlo de manera diplomática, es mucho más compleja y no creo que los dados ya estén echados. Hay mucho futuro abierto todavía. Todo dependerá finalmente de las coaliciones y las instituciones que seamos capaces de crear para que actúen dentro del espacio público de la ciudad, por una parte, y de la rapidez del aprendizaje institucional, por la otra. El sistema político actual en la vasta mayoría de los países avanzados sólo concede al ciudadano un papel limitado, totalmente insuficiente ante la nueva urbe que está emergiendo. El salto de un Estado tutelar a un Estado dinamizador poblado por ciudadanos capaces de actuar como agentes de cambio no será, desde luego, fácil. Sobre todo porque no sabemos qué tipo de Estado será el segundo (si es que es algo). Pero es aquí donde nos estamos jugando la configuración del mundo del futuro. Un mundo poblado por precursores de la próxima civilización, como veremos en algunos ejemplos la próxima semana.

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