El cortijo andaluz

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
20 diciembre, 2016
Editorial: 58
Fecha de publicación original: 11 febrero, 1997

Fecha de publicación: 11/02/1997, Editorial 58.

De rabo de puerco, nunca buen virote

Por si alguno no se enteró todavía, William Henry Gates III, más conocido en su casa como Bill, estuvo en España la semana pasada. Era ese de gafas que salió en un par de fotos al lado mío, el que estaba a mi derecha. Aunque no dijo nada nuevo en la multitudinaria conferencia de prensa que concedió en Madrid (ni tampoco tenía por qué, no se puede estar todo el día reinventando el mundo), si dejó caer, ahora con mayor énfasis que en ocasiones anteriores, una de las razones de su inesperada visita a España (los portavoces de la compañía negaron el viaje hasta el último segundo): Infovía le interesa, y mucho. En concreto manifestó al respecto: «El acuerdo que tenemos con Telefónica es un modelo de lo que queremos hacer con otras compañías telefónicas». El dueño de Microsoft anunció, sin dar mayores detalles (me imagino que algún día nos enteraremos todos por la cuenta que le trae a él y a nosotros) que su empresa está llevando los proyectos de Telefónica a otros países.

Gates se unía así al cada vez más nutrido coro de glorificadores de Infovía. Cuando uno habla con empresas generadoras de contenidos de otros países, en particular de EEUU, pero también europeas, se les cae la baba al hablar del invento de Telefónica. Y ya no digamos si se le da el turno a la banca, a los abanderados del comercio electrónico o a la policía. En la reunión de Barcelona sobre el delito cibernético, celebrada a finales de noviembre pasado, entre otras unanimidades suscitadas en las sesiones dirigidas por policías de varios países (EEUU, Gran Bretaña, Francia, el nuestro), destacó por encima de todo Infovía. Este sistema era el futuro: una red cerrada, segura, donde se sabe siempre quien es quien, para donde va, de donde viene, que ha hecho y, si me apuran, por qué.

Es curioso: para todo este conglomerado, lo seguro siempre es sinónimo de saber todo sobre el otro, o sea, el colmo de la inseguridad para los demás. Recuerdo que el primer comisario alemán de la agencia de protección de datos dijo en un programa de televisión de La Clave, todavía con Balbín sujetando la pipa (el que quiera que le ponga fecha): «Cuanto menos se sepa del prójimo, más democracia. Y viceversa.» Hoy no sabemos nada de él, pero sí del canibalismo de datos personales que practican administraciones públicas y privadas en aras de una mejor gestión de la cosa (res) pública y los asuntos privados.

Estas razones son las que deberían hacer fruncir el ceño a decenas de miles de internautas cada vez que se abre el frasco y les dan una cucharadita de Infovía. Vaya por delante el reconocimiento a Telefónica por la parte tremendamente positiva del sistema. Gracias a Infovía la población del ciberespacio nacional aumenta a ritmo vertiginoso, aunque la gran, grandísima, mayoría lo utiliza fundamentalmente para conectarse y largarse inmediatamente a Internet. La igualación de la tarifa del consumo telefónico independientemente desde donde se llame en el territorio nacional ha supuesto vencer uno de los grandes obstáculos a la expansión de los servicios de Internet que las propias PTT habían erigido con su política tarifaria. O sea, que este beneficio nadie se lo discute a Telefónica, más allá de si las tarifas podrían ser más bajas, planas o tridimensionales. Además, si la cosa funciona bien, regular o mal es un asunto preocupante para el usuario, pero que no afecta al fondo del asunto. A fin de cuentas, los avances tecnológicos se parecen a los cortijos andaluces: sus rendimientos siempre son manifiestamente mejorables.

La cuestión de fondo es otra, o precisamente esa, el parecido entre Infovía y los cortijos andaluces. Su estructura –o arquitectura– refleja en exceso la organización jerárquica de la geografía del terrateniente. Es un ámbito cerrado, en el que participan sólo con voz decisoria los representantes de la vieja oligarquía tecnológica (Microsoft, entidades financieras, policías, Estados, en suma), quienes se encuentran seguros y a buen resguardo dentro del perímetro del recinto. ¡Por fin un lugar donde podamos transar, vender, comprar, trocar y retozar financieramente sin temor a que nos quiten lo acumulado! Si este fuera el único objetivo del ciberespacio, el invento de Telefónica está llamado a conquistar grandes cimas. Poco a poco comienza a extenderse por América Latina. Y Gates no es sólo una puerta para lanzarse a otras partes del mundo. El muchacho anunció que tiene preparado un programa capaz de negociar millones de transacciones comerciales diarias a través de Internet. Pero resolver el asunto de la seguridad, dijo, es vital. Y en eso están de acuerdo todos los de su cuadrilla: no cesan de propalar a los cuatro vientos que la seguridad en Internet es todavía una lejana aspiración, mientras le dan la tarjeta de crédito al camarero del restaurante, quien se las devuelve 10 minutos después y nadie dice ni pío. Mientras sueñan en cómo convertir a Infovía -y sistemas similares-en estándares dentro de Internet, no tienen tiempo para fijarse en esas minucias de la vida cotidiana.

La cuestión, sin embargo, irá adquiriendo una importancia insoslayable. El futuro de Internet depende, entre muchas otras cosas, de lo que se ha dado en llamar «pequeños pagos», transacciones de muy poco valor pero que, a la larga, permitirán sostener las iniciativas empresariales y las actividades que se desarrollen en el ciberespacio. Y la prédica insidiosa y omnipresente de la seguridad se encontrará por este lado con el terreno abonado. No sería sorprendente que, antes de que nos demos cuenta, el debate entre las «arquitecturas abiertas» o las «arquitecturas cerradas» del ciberespacio, con los correspondientes apoyos corporativos en el último caso, se convierta en un juego a vida o muerte entre quienes deseen mantener una Internet –o lo que haya en su lugar– abierta y libre a las actividades de los ciudadanos y quienes preconicen la necesaria instalación de alambrados si el objetivo de todo este asunto es que el «mercado» funcione. O sea, entre la Sociedad de la Información y la Sociedad de los Mercaderes (¿de dónde me suena esta disyuntiva?). Históricamente, las reformas agrarias han sido las respuestas a la consolidación del poder de los grandes señores. Esta es quizá la primera vez que tenemos la oportunidad de hacer la reforma agraria antes de que nos cierren el cortijo en las narices.

print