El ciberespacio tiene su paraíso

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
8 octubre, 2017
Editorial: 139
Fecha de publicación original: 27 octubre, 1998

No hay ausencia que mate, ni dolor que consuma

Internet envejece. El indicador infalible de que comienza a llegar a edades de riesgo es que sus fundadores empiezan a morir, por más que lo hagan a edades tempranas para un invento que vio la luz en los años 60. A pesar de que para la gran mayoría de los actuales internautas Internet es una memoria cercana, algo que sucedió bien entrada esta década, de hecho la Red está a punto de cumplir 30 años de vida, lo cual representa una densa biografía para sus promotores iniciales. La semana pasada se nos fue uno de estos pioneros, Jon Postel, a los 55 años de edad: desconocido para el gran público y admirado por los miles de internautas que siempre llegaban hasta él cuando querían averiguar cómo diablos estaba organizada la Red. Y entonces aparecía un rostro inesperado donde se podía leer, sin mayores esfuerzos, el espíritu contradictorio de Internet: mientras su barba descuidada y larga melena apuntaba a la anarquía de la generación hippie, su mirada burlona e inteligente emitía el mensaje de una mente vigilante. Eso fue él para la Red: el abogado de su organización anárquica. Postel se ha ido. Bienvenido para siempre, Jon.

Internet apenas cuenta con historiadores, biógrafos, o «corpus» doctrinal. Es natural. El proceso desatado por un equipo de ingenieros imberbes en EEUU que bailaba al ritmo de The Beatles está todavía demasiado caliente, demasiado vivo, como para meterle el bisturí de la historiografía. Además, todos ellos siguen activos, de una u otra manera, en Internet. El rastro de sus acciones es fácilmente reconocible en el mapa digital. Y perdurará en ese mundo espectral que ellos han contribuido a construir, como si hubieran edificado un paraíso en el ciberespacio donde la memoria viva de todos ellos continuará alimentando el crecimiento de este organismo sin cabezas ni tentáculos, pero en constante expansión, que es la Red. Será la última metamorfosis, la anunciada mutación del abandono de los cuerpos para garantizar la supervivencia de las mentes. Postel ya ha llegado allí.

Postel se encargó desde el principio de un trabajo de esos de los que todo el mundo huye como de la peste, en apariencia tedioso, aburrido, minucioso, pero imprescindible: asignar un número de identificación único a cada protocolo que regulaba la transmisión de datos entre ordenadores. En 1969, como nos recuerdan todos los que andaban por aquella época embarcados en el diseño de un nuevo tipo de red, Postel llevaba el listado de números en un pedazo de papel. Por suerte para él, tres años después se inventó el correo electrónico lo cual le facilitó un poco la vida. Pero no mucho, porque el número de máquinas enganchadas a la Red crecía exponencialmente cada año, hasta hoy. Gracias a su tesón inicial hemos llegado hasta la IANA (Internet Asigned Numbers Authority), la entidad actual encargada de asignar y gestionar los números y los nombres únicos del sistema de nombres de dominios (DNS) de Internet, sin lo cual, no tendríamos red.

Postel formaba parte de un equipo de ingenieros generalmente desconocidos para la opinión pública, pero que en su momento serán elevados al altar de “padres de la patria cibernáutica», por estrambótico que suene (la mitomanía de la gente no reconoce muchos límites, ni siquiera en Internet). En ese limbo estarán Barry Leiner, Vinton Cerf, David Clark, Robert Khan, Leonard Kleinrock, Daniel Lynch, el malogrado Postel, Larry Roberts, Bob Taylor, Ray Tomlinson y Stephen Wolff, junto con visionarios prematuros, como J.C.R. Licklider del Massachusetts Institute of Technology (MIT, Boston). Este individuo comenzó a concebir en 1962 la «Red Galáctica», mucho antes que los arriba mencionados comenzaran a dibujar en el papel sus ideas revolucionarias. Licklider proponía una constelación de redes interconectadas a escala global que le permitiría a cualquiera acceder a información y programas de ordenador desde cualquier punto del planeta –y de la Red–.

Como los Blue Brothers, Licklider convirtió su visión en una misión divina y se la transmitió a cuanto bicho viviente le rodeaba. Y, en aquella época de rock&roll y de los primeros satélites artificiales, este evangelista aterrizó en la ARPA (Advanced Research Projects Agency del Departamento de Defensa de EEUU, otras veces conocida como DARPA al añadirle el nombre del padre, Defence) nada menos que como director del programa de investigación de ordenadores. El hambre se juntó rápidamente con la necesidad. Por allí pululaban discípulos en busca de un maestro, como Larry Roberts y Bob Taylor. Para mediados de los 60, cuando el amor y las flores iban camino de encontrarse en los campus universitarios, esta gente se dedicaba a forjar una teoría capaz de de dejar perpleja a la más atrevida de las margaritas: la sustitución de los circuitos por paquetes de información. El sillar fundamental de la futura Internet quedó sólidamente instalado entre cuatro ordenadores (en realidad, servidores) que se interconectaron en 1969: dos en la Universidad de California (UCLA) y otros dos repartidos entre la Universida de Santa Bárbara y la Universidad de Utah.

En un par de años , aquella cosa comenzó a crecer demasiado deprisa y a todos les quedó claro que si no se establecía un sistema para asignar números de identificación únicos a cada nueva máquina y protocolo en el sistema, el caos iba a dar al traste con todo el invento. Afortunadamente, allí estaba Jon Postel, quien hasta su muerte colocó la pizca de orden imprescindible para que el caos siguiera funcionando. Sin su aportación resulta incomprensible imaginar adónde habrían ido a parar esas cifras que ahora constituyen los hitos de la evolución de la Red: 4 millones de servidores en 1994, 8 millones al año siguiente, etc. Por estos y otros méritos, la Unión Internacional de Telecomunicaciones le concedió a Postel este año la medalla de plata, un galardón sólo reservado a Jefes de Estado. Y la primera admisión institucional de que un tipo de gobierno diferente está echando raíces en la nación virtual.

Pero la idea clave de Internet, la que nos permite comunicarnos como lo hacemos hoy, la que ha sorprendido a propios y extraños, sobre todo a los gobiernos y sus policías, a los amantes de las teorías conspirativas, a los escépticos y desengañados, a los que están de vuelta de todos los ríos de esta vida, a quienes encuentran militares hasta en las botas desanudadas, es la que fundamentó el desarrollo de una red abierta. El culpable tiene nombre y apellidos: Robert Khan. Su concepción de una red de arquitectura abierta suponía que en ella podían coexistir redes individuales diseñadas y desarrolladas de manera separada, cada una de las cuales con sus propios interfaces. La adición de nuevas redes simplemente incrementaba la cobertura global de todo el sistema sin mayores traumas, porque no había ningún eje –ningún conjunto de ordenadores– que primara sobre el resto, que estableciera una jerarquía al que las otras redes debieran someterse. El protocolo para estas redes abiertas fue el TCP/IP, desarrollado por el propio Robert Khan y Vinton Cerf, gracias al cual se garantizó un crecimiento de las redes en un entorno abierto, descentralizado y desjerarquizado.

De hecho, esta decisión convirtió a todo el entramado en una colección de comunidades no determinadas por sus opciones tecnológicas. Este espíritu de comunidad nació con la primera red, prosiguió con ArpaNet y sigue vigente hoy, a pesar del extraordinario giro que ha experimentado Internet en los últimos tres años. Este espíritu lo encarnó en gran medida el propio Jon Postel, quien supo meterle calor hippie a una cosa tan seria como las redes de paquetes conmutados. La cuestión ahora es que ese «calor Postel» no decaiga ante el batallón de serios que quieren convertir a la Red en la vaca de las ubres de oro.

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