Ecosistemas digitales

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
16 agosto, 2016
Editorial: 22
Fecha de publicación original: 4 junio, 1996

Fecha de publicación: 04/06/96. Editorial: 022.

El que solo come su gallo, solo ensilla su caballo

La cooperación entre competidores pareciera ser un principio que violenta el darwinismo al uso que rige nuestra vida económica. Aunque las recientes teorías de la biología comienzan a inclinarse por potenciar el factor cooperativo a la hora de examinar la evolución, la ley del más fuerte sigue ejerciendo un poderoso atractivo no sólo en el campo de las ciencias. Pero quizá ha llegado la hora de poner en juego el principio de la cooperación entre competidores en función del ecosistema en que se encuentren estos y el tipo de urdimbre que deben tejer entre ellos para mantener en funcionamiento la fábrica de la vida. Internet parece estar recreando todos los elementos básicos de dicho ecosistema, un ámbito nuevo donde las fuerzas sociales, economías y políticas se ven las caras de una manera diferente, en un entorno distinto y, por consiguiente, con un conjunto de pautas de comportamiento insólitas, sobre todo si tenemos en cuenta la experiencia acumulada por nuestra sociedad desde la revolución industrial. Algunos, que quizá han visto más de lo que todavía ofrece el nuevo hábitat digital, ya se han atrevido a pronosticar “la muerte de la competición”, como James Moore, cuyo libro del mismo título es todo un éxito de ventas en EEUU.

Algo de esto ocurre, desde luego, en el ciberespacio. Basta echar un vistazo al número de conferencias, simposios, talleres, foros, etc., organizados por los medios de comunicación tradicionales con el fin último de compartir experiencias. Nunca había ocurrido nada igual, ni en dimensiones, ni en contenido, ni mucho menos en intercambio de información estratégica por parte de los interlocutores. Aunque no se mencione de manera explícita, se reconoce de todas maneras que el nuevo medio permite un tipo de actividad cooperativa que sería impensable en el mundo de papel. Pero los viejos hábitos no se abandonan. Este intercambio de información e incluso de proyectos, este despunte de un tipo de relación diferente de la que ha predominado hasta ahora, todavía no rompe el estrecho corsé del “ellos y nosotros”.

Efectivamente, parece como si se estuvieran librando torneos diferentes. Por una parte, los medios de comunicación tradicionales, depositarios del fuego sagrado de la credibilidad, al menos de la credibilidad basada en el átomo. Por la otra, los medios de comunicación que han brotado dentro del ciberespacio y para los cuales el entorno cooperativo es tan natural como el aire que respiran. Son dos experiencias diferentes, incluso ya podemos hablar de dos tradiciones culturales que todavía ni siquiera se rozan. Aquellos tratan de descubrir cuáles serían los mecanismos que les permitiría “posicionarse” en el nuevo ecosistema. Estos, pertenecen a ese ecosistema y lo utilizan con la sabiduría ancestral del cazador que ha vivido durante generaciones en el bosque.

El punto de roce donde estos dos mundos todavía contrastan sus respectivas personalidades, como si fueran las señas de identidad que permite distinguirlos a distancia, es, como ocurre en cualquier hábitat, el uso de los recursos, lo que el ecólogo Ramón Margalef llamaría la economía de la energía. La mayor riqueza de los medios de comunicación tradicionales, su mayor tesoro, reside en sus archivos y sus redacciones. El archivo es como una caja fuerte donde ha ido depositando un capital precioso que, hasta ahora, sólo disfrutaba la propia redacción. Internet le permite rescatarlo y convertirlo en su joya más preciada. Hasta ahora, los medio de comunicación tradicionales, sin embargo, apenas han conseguido abrir esta caja fuerte en su todavía incipiente desembarco en el ciberespacio. Y, por tanto, apenas han entrevisto las enormes posibilidades de establecer nuevas relaciones con multitud de sectores sociales a los que trataban solamente como clientes (potenciales) y que, ahora, por virtud de la virtualidad digital, se convierte en insoslayables compañeros de viaje. En el fondo, lo que las empresas de comunicación tradicionales deben dilucidar no es sólo el problema técnico de adaptar los archivos a los requerimientos del nuevo ecosistema, sino la cuestión política (y cultural) de reciclar a su propia redacción para desempeñar de receptores y emisores de información que el entorno interactivo del ciberespacio requiere y exige. Mientras esta cuestión no se aborde con todas sus implicaciones, predominará en los medios de comunicación tradicionales la tendencia de inclinarse hacia el espectáculo audiovisual más que a proseguir con lo que verdaderamente conocen, la adquisición y procesamiento de información acorde con la etiqueta de su cabecera, pero adaptada ahora a un entramado cooperativo que precisamente es el que otorga sentido a la aún etérea idea de la sociedad de la información.

Contra más se tarde en reconocer esta nueva situación, más se retrasará también la detección de los agentes sociales (de la educación, la cultura, la vida ciudadana, la vida institucional) con los que deberían trabajar en las redes. Fuera de este ecosistema digital cooperativo, lo único que impera es una cada vez más estéril ley de la selva.

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