Discográficas domésticas (*)

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
17 abril, 2018
Editorial: 193
Fecha de publicación original: 14 diciembre, 1999

Hacienda que no veis ¿para qué la queréis?

Internet está a punto de dar el salto desde las redes físicas que actualmente la contienen hacia su presencia palpable, tangible, en el mundo real. No se trata tan sólo de la creciente presencia en las ciudades de vallas de publicidad sobre portales o de direcciones electrónicas en la Red. No. Es algo mucho más personal y de más trascendencia. La aparición de una amplia variedad de dispositivos capaces de fragmentar el contenido de Internet, de personalizarlo, de ponerlo en nuestro bolsillo, apunta hacia la aparición de múltiples tipologías de la Red, de la apertura de nuevos ámbitos de relación entre internautas y entre estos y masas de personas todavía no conectadas. El próximo año veremos la plasmación de esta nueva configuración de Internet, cuya capacidad para reinventarse de la mano de la innovación y la creatividad de los usuarios parece no conocer límites.

Esta «salida» de Internet de su cárcel natural acontece al mismo tiempo en los dos extremos de un imaginario paisaje. Por una parte (que algunos situarían arriba, pero en realidad es arriba, abajo, muy abajo y por todas partes) están los amos de las infraestructuras, los señores (posiblemente feudales, como dice Javier Echeverría) de cables, satélites, ordenadores, programas, teléfonos móviles, cuadernos electrónicos, reproductores de archivos digitales y todo tipo de chismes con capacidad para almacenar y transmitir información digital. En una palabra: los amos del cacharrerío conectable en todas las variopintas formas que ha imaginado la evolución tecnológica. Por el otro (que algunos situarían abajo, pero, en realidad, viven esparcidos por el espacio intangible de las redes), están quienes no paran de inventar usos próximos e inmediatos de todo lo digital.

En ambas partes –iba a decir extremos– hay una verdadera explosión de innovación, creación e inventiva. Pero los separa una diferencia sustancial. Los señores siguen la lógica del mundo real, redondeando con las leyes de la economía su poder sobre las cosas. Los usuarios, sin ni siquiera planteárselo como estrategia (esa es una de las propiedades menos valoradas y más importantes de Internet), están empeñados en subvertir ese orden mediante la aplicación de una lógica virtual de efectos implacables que ejerce su poder sobre los bits. Mientras aquellos ofrecen medios cada vez más potente y versátiles para acceder a la información desde cualquier lugar y en cualquier circunstancia –el teléfono móvil y las agendas electrónicas conectables son quizá su mejor tarjeta de presentación actual–, estos descubren nuevas áreas para generar contenidos que reorientan, una y otra vez, el desarrollo de la Red. Dos campos en concreto, el de la música y la edición, están a punto de poner patas arriba dos de los negocios más emblemáticos y culturalmente más trascendentes de este siglo. Y, en ambos casos, el tirón para conseguir este giro viene del ámbito doméstico.

Todos sabemos que tras cada grupo musical, tras cada cantante u obra musical, hay una discográfica. Una empresa que, a medida que se ha ensanchado este mercado, ha necesitado de una mayor inversión y un cierto tamaño para poder colocar sus productos en los oídos de los consumidores. Todos sabemos, también, que escuchamos, en gran medida, lo que ellas quieren, la música que sus «expertos» escogen «en función del mercado». Y si el mercado –tú, yo, el vecino o la discoteca de la esquina– quisiera escuchar otra música (si es capaz de imaginarla o de crearla), poco puede hacer para procurársela ante los costes fenomenales para conseguir un lanzamiento de éxito.

La perversión de este sistema se ha plasmado en los últimos años, de manera sutil, en el progresivo descubrimiento de esas «músicas del mundo» cuya existencia era ignorada por el mercado musical (excepto por los pueblos que las producían) y a las que hemos accedido gracias a la labor (aquí es mejor no introducir ningún calificativo) de músicos ricos o de grandes casas discográficas. El ejemplo más cercano e inmediato lo tenemos en ese ramillete fenomenal de músicos y cantantes cubanos, muchos de ellos nonagenarios, que, de repente, aunque han venido actuando desde los 14 o 15 años, «alcanzan el éxito» de la mano de un músico consagrado, Ry Cooder, respaldado por una potente discográfica. Sin estos dos elementos, el mundo no se habría enterado de la existencia de Ibrahim Ferrer o Compay Segundo, no digamos ya del Buena Vista Social Club.

En esas estábamos, cuando aparece el MP3 (**), el sistema que convierte la música en pequeños archivos que se mueven por la Red como si fueran cucarachas: no hay rincón ni intersticio que les sean ajenos. Al principio, las discográficas vieron rápidamente el peligro del pirateo. Y trataron de parar lo imparable. Ya lo habían conseguido cuando aniquilaron el DAT, el sistema de grabación digital lanzado por Sony, y varios de los formatos en CD grabable. Pero esas eran peleas entre gigantes, entre corporaciones de parecido calibre. Ahora la lucha es desigual. No hay arreglo político posible, porque no hay interlocutores. O, mejor dicho, hay millones de ellos, lo cual dificulta evidentemente llegar a un apaño a satisfacción de todos. A pesar de que las grandes discográficas hoy están encuadradas en nueve poderosísimos grupos multimedia cuya ambición global les lleva –eso dicen los expertos– a comerse todo y a extender sus tentáculos por doquier sin dejar nada para el pobre peatón (véase el editorial «La gran trituración” 5/10/99). Y, sin embargo, ya han perdido la primera batalla frente a los internautas y van a perder muchas más.

Por si fuera poco, ya está en las estanterías de los supermercados los reproductores de estos archivos musicales. Cacharritos del tamaño de un paquete de cigarrillos capaces de cargar unas dos horas de música directamente desde el ordenador. Todavía son caros (unos $200). Antes del próximo mes de junio costarán la mitad. Y para las navidades del último año del siglo comenzarán a regalarse junto con la compra de un par de zapatos o la firma de una hipoteca. Sin descartar la ubicuidad de lo digital, que llevará la música a cualquier dispositivo conectable. De hecho, ya hay teléfonos móviles preparados para cargar dos horas de estos archivos musicales y la batería aguanta 11 horas de música.

Ahí estamos en este momento. Ahora tomémonos un respiro. Los archivos MP3 que circulan por la Red son de música ya grabada, publicada y públicamente reconocida. ¿Cuál es la distancia que nos separa de que la banda del barrio, el cantante frustrado al que nunca ninguna discográfica le dio la oportunidad, los chavales que tocan en todas las fiestas, etc., comiencen a distribuir su música en formato MP3 por la Red? No necesitan rampa de lanzamiento, ni más promoción que la que ofrece el «boca a boca en red» (el correo-e), ni la degradante lucha por conseguir tres minutos de emisión en una radio. Además, la inversión técnica para la grabación es mínima y el escaparate, de golpe y porrazo, global. Los mimbres de un nuevo negocio ya están puestos y sólo aguardan a los nuevos empresarios, los nuevos suministradores de contenido (los músicos) y un público que, hasta que no escuche, no sabe muy bien lo que quiere. Todo está en su lugar a la espera de hacerle la vida cada vez más excitante a las discográficas que, en los últimos años, han gastado miles de millones de dólares para quedarse con vastos catálogos musicales para conquistar esta parcela crucial del mundo del ocio. Nunca pensaron que su competencia vendría de las «discográficas domésticas».

Algo parecido puede suceder con el mundo de la edición. La clave del éxito de Amazon fue que logró batir por la Red a gigantes como Barnes&Noble en su propio terreno: la distribución de libros ya impresos. Pero, nosotros, los consumidores, seguimos sometidos al criterio de las editoriales, grandes y pequeñas. En pocas palabras, a la inversión y el tamaño mínimo necesario del negocio para poder colocar –promocionar– un libro en el mercado. Nuestros libros, sin embargo, los escritos por los propios internautas, todavía no han aparecido en Internet, son una rareza, sobre todo por la dificultad para sacarlos fuera de la Red. Los señores de las impresoras no se han planteado todavía seriamente este mercado, por más que hablen del libro bajo demanda y cosas parecidas. Y, claro, imprimirse más de un centenar de páginas no está al alcance de cualquiera. Hace falta algo equivalente al lector del MP3, un cacharro en el que podamos descargar el libro, consumirlo como si lo hubiéramos impreso en papel y volver a cargarlo tantas veces como queramos. El aparato mejor situado, por ahora, es el Rocket-ebook (***). Pero, sin duda, aparecerán otros que, como en el caso de los archivos musicales, comenzarán a traficar con archivos de libros conocidos, hasta que se produzca el salto hacia las «editoriales domésticas».

En ambos casos, el de la música y los libros, que tienen toda la pinta de constituir la punta de lanza de una tendencia torrencial donde se verterán nuevas formas de distribuir información, educación, debates públicos, guías ciudadanas, videojuegos, etc., la combinación explosiva comienza por la Red y sale al mundo exterior adherida a la persona a través de estos pasos:
– Ficheros –musicales, de texto o multimedia– compartidos de manera simple por la Red.
– Descarga rápida en un aparato de funcionamiento tan sencillo como un «walkman».
– Recarga del cacharro tantas veces como se quiera.
– Bibliotecas, discotecas o todotecas repletas de obras protegidas, licenciadas o propias.

Miles de músicos y escritores anónimos están de parabienes (los demás, no sé). Esa obra que estaba en el cajón y que más de una vez tuviste la tentación de arrojarla al fuego eterno ante la incomprensión del editor de turno, comienza a meterla en el ordenador. Así como en el ajedrez uno siempre encuentra un rival a batir, aunque sea un lactante, también encontrarás alguien a quien le gustará tu música o tu novela. Y nadie te podrá quitar el placer de exponer tu obra al veredicto del público, algo que siempre te negaron a menos que te metieras en una desenfrenada carrera de obstáculos para «llegar a la cúspide». Ahora, ni cúspide, ni llano, simplemente la Red. A lo mejor, incluso ganas dinero con tu obra. Y, si no, pues puedes convertirte en una casa discográfica o editora doméstica y descubrir nuevos valores por cuyas obras estaremos dispuestos a pagar un canon de consumo. Esto ni siquiera es una predicción: ya está sucediendo.

Estos enlaces, ahora irrecuperables casi todos, acompañaban a este editorial
(*) Este es un texto ampliado de la presentación que hice el 13/12/99 en el encuentro organizado por Alfons Cornella en ESADE bajo el título «Qué pasará con Internet en el año… 2000». Mensaje 473 de «Extra-net».

(**) Enlaces a MP3:
Todo lo relacionado con MP3
Venta de música propia
Otra tienda de música MP3
Diamond multimedia ha creado el lector Rio
Lector de MP3 y CD
El reproductor Yepp de Samsung
El Jazpiper
El Lyra de Thomson
Un mercadillo de música MP3 en castellano

(***) Los enlaces sobre el e-book se los debo a José Antonio Millán, quien mantiene unas interesantes páginas sobre este chisme:
Para empezar, la página de JAM sobre el e-book
Debate sobre piratería con una intervención de Héctor Piccoli, editor digital.
Impresión sobre pedido.
Novedades bibliográficas: «La propiedad intelectual en la era del acceso universal» y «El futuro de la narrativa en el ciberespacio”.

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