Cibercultura

Las certezas del mar

Joseba Arazabal
30 agosto, 2018
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La sección de Los Conquistadores incluía historias como la de Alvar Núñez Cabeza de Vaca y su extraordinario primer viaje a América –desdoblado en escenas que se van alejando en el espacio-tiempo de la lámina, de abajo hacia arriba– o la de la famosa cuchillada de Gonzalo Silvestre, donde el extremado encono del caballero contrasta vertiginosamente con el saludo del indio, quien es partido en dos por la cintura mientras levanta su corona de plumas y le desea la paz. Finalmente, por El Río de la Plata desfilaban episodios y personajes como la primera y segunda fundación de Buenos Aires (en la segunda, Juan de Garay asestaba cuchilladas y cortaba yerbas ante la mirada atónita de los lugareños, en una desmedida toma de posesión del lugar); el gaucho «villageois», que describe la noble y salvaje vida de los gauchos mientras constata la muy indolente e inactiva vida de las mujeres, o Barranca Yaco, lugar donde había sido asesinado Facundo Quiroga de un tiro en el ojo, episodio que cerraba la serie.

Siempre me llamó la atención que la más bárbara representación de los hechos apareciera como algo ferozmente natural, al mismo tiempo inexorable y piadosa. En primera instancia, su caligrafía esencial daba cuenta de las propiedades de las cosas con verdad e irreverencia, evidenciando una profunda capacidad para leer los textos desde adentro y, a la vez, sobrepasarlos, prolongando los significados ocultos en ellos, como un metalenguaje. Algunas escenas de ¡América!, compuestas en planos sucesivos que se acercan gradualmente al espectador, de arriba hacia abajo, señalan con sus trazos implacables el contraste entre la actitud pacífica de “gente muy simple en armas” y el previsible ensañamiento de los conquistadores.

En una de la escenas, La Pinta, anclada ya en aguas encrespadas y procelosas, arriadas las velas de sus tres mástiles, alinea agresivamente sus cañones ante un eventual ataque alevoso, con marineros de grandes narices apostados tras el casco de la carabela y el castillo de popa. En otra escena, los conquistadores desembarcan en chalupas armados hasta los dientes, algunos a nado, las narices emergiendo apenas de las olas. En una tercera, el almirante enarbola un estandarte con la cruz templaria y lo planta en tierra frente a un indio que se cae de espaldas ante el estupor suscitado por el contacto. La dispar relación de fuerzas es corroborada incluso por el único indio que irrumpe tras una de las chozas en la segunda escena, azagaya en ristre, dando la impresión de estar más bien huyendo que atacando.

La naturaleza misma, aparentemente impasible, estaba situada en un nivel paralelo al de la ilustración de los acontecimientos y era utilizada de manera hiperbólica; un árbol no era solamente árbol, sino un testigo mudo de los hechos que exacerbaba la carnicería, el sinsentido o la desmesura. En el episodio de El Arcabuz, una palmera enhiesta parece contemplar el caño reventado por el exceso de pólvora, mientras otra palmera medrosa se asoma a la escena, advirtiendo ambas cómo el arcabucero, con la culata rota entre las manos, salta hacia atrás en el aire –los hombros encajados en las clavículas, desencajados los ojos– y balas divergentes descienden mortecinas hacia el suelo; más arriba, palmeras recientes presiden el duelo entre indios y arcabuceros, con sus escudos y cascos erizados de flechas tras haber soportado estoicamente un ataque múltiple.

En ¡América!, el pájaro del nuevo mundo observa inquieto la escena del ‘descubrimiento’ en lo alto del palo mayor de la carabela; más adelante, porfiadas aves exóticas se posan en la gorra y el antebrazo del conquistador, mientras otras más pequeñas le picotean las calzas y deshilvanan temerariamente el ovillo de algodón; en el último plano, un gran helecho desplegado contempla la escena del intercambio entre indio y conquistador, presidida por un sol paroxístico envuelto en llamas, incendiado de sí mismo, gravitando en torno a los sucesos del nuevo mundo.

Pero, al comparar largamente textos e ilustraciones, me parecía percibir que la imaginería visual de Oski iba más allá de la recreación interpretativa del texto de referencia, operándose una sutil trasmutación: los dispares textos originales pasaban a ser, más bien, un comentario de las ilustraciones, como si fueran éstas el acto primordial que inspiraba el texto y determinaba su sentido. La creación de significado no reposaba en la interacción simétrica entre texto e imagen, sino que se construía preponderantemente a través del lenguaje visual, aunque condicionado, paradójicamente, por la existencia de sucesivas re-traducciones textuales que, como la mía, iban descifrando los sentidos ocultos en un diálogo inacabado. Recuerdo incluso las alusiones de Oski a pormenores escondidos en sus representaciones, que rescataban cosas no dichas por los cronistas y que habrían sido colocados por él deliberadamente para que otros hicieran la exégesis. En última instancia, y para consumar la traición, parecía inevitable concluir que, si los hechos originales no coincidían con la interpretación del ilustrador, “pues peor para los hechos…”. Aquella era la vera historia de Indias.

A mediados de 1978 abandoné Roma para perderme en la isla de Nísida, cerca de Nápoles, presa de un absoluto extravío interior. Antiguas leyendas situaban en la isla el habitáculo del cíclope Polifemo, aunque luego la leyenda se dislocaba y Polifemo emergía de una abismal gruta en tierra firme. Los más conocedores la consideraban, más bien, morada de una ninfa griega, pariente de las ninfas acuáticas de la vecina Ischia, cuyas grutas podían ser aún reconocidas. En la contigua isla de Capri habitaba, en cambio, el sátiro Teleboo, famoso por sus insidias. Nísida tuvo que lidiar con innumerables fortunas e infortunios, hasta llegar a perder su nombre durante todo el medievo y su autonomía como isla a inicios del siglo XIX, debido a la construcción de un malecón que la unía a tierra.

La parte orientada hacia el continente albergaba entonces el puesto administrativo del comando sur de la OTAN y el cuartel general de la armada italiana. En la cumbre de la isla estaba enclavada la cárcel para menores de edad, donde yo acabaría trabajando unos meses como animatore culturale; se decía que había sido construida sobre los restos de mazmorras y fortalezas superpuestas a un monasterio y un castillo medieval reconstruido en el Renacimiento, edificado, a su vez, sobre los cimientos de una villa romana. En su cara oculta, vuelta hacia Capri, yacía fuera de la historia la caldera apagada del antiguo volcán, levemente erosionada hacia el sureste, por donde se adentraba el mar Tirreno formando la ensenada de Porto Paone; en su ladera eran todavía visibles los restos de una gran lavandería, últimos vestigios de la cárcel infamante que albergó la isla bajo los Borbones y testigo mudo del reino de las dos Sicilias. Recuerdo aquellos atardeceres llenos de presagios junto al antiguo cráter, invadido por las mismas aguas en las que vivían las sirenas que tentaron a Ulises. El aire salobre me envolvía en un confuso abrazo de complicidad y extrañamiento, mientras mi memoria se iba poco a poco diluyendo, como la de la isla, hasta fundirse con el mar.

Fue entonces cuando decidí emprender mi viaje a Sudamérica, con un breve rodeo por España, en una búsqueda todavía inconclusa. Nunca supe que Oski dejaría Italia al poco tiempo para morir meses después en Buenos Aires. Años más tarde, cuando describiera mi travesía del Mediterráneo mientras el guía fabulaba sobre las nereidas que habitaron aquellas aguas, y yo evocaba a las sirenas amazónicas y los yakuruna que moraban en las profundidades de los ríos, habría de echar de menos un ilustrador que la descifrara.

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