Cibercultura

Las certezas del mar

Joseba Arazabal
30 agosto, 2018
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[Este texto forma parte de una novela en proceso de escritura]

Septiembre avanzaba. La luz se volvía cada vez más tenue y los días más cortos. El otoño se había anticipado en los ocres incipientes de los tilos y en el crujido leve de la primera hojarasca bajo mis pies.

La feria del libro de Frankfurt estaba dedicada aquel año a América Latina y en el auditorio principal se llevaba a cabo una mesa redonda sobre el futuro de la literatura latinoamericana en Europa. Cuando el presidente de la mesa comentaba la intervención de Carlos Fuentes, uno de los traductores, en un raro lapsus, tradujo la palabra schicksal como ‘suerte’. Desde mi asiento me apresuré a corregir por ‘destino’, que creo haber pronunciado sigilosamente, con una mezcla de extrañeza y pudor. En aquel momento, un señor de revuelta melena blanca, sentado en la fila de adelante, se volteó entre regocijado y sardónico, sus ojos sagaces encaramados sobre unas antiparras de marco grueso que pendían apenas de su nariz prominente, y me espetó: “Pucha, che que sos sabido!”. Era el Oski.

Después de la rueda de prensa que siguió a la conferencia, intercambiamos algunas impresiones y descubrimos que ambos residíamos en Roma, donde Oski acababa de reinstalarse procedente de Barcelona y donde yo había optado por refugiarme de las inclemencias franquistas. Me invitó a tomar una cerveza con un par de amigos, Juan y Julio, como me los introdujo, y empezó a hablarme de las ilustraciones que acababa de hacer para El fantasma de Canterville de Oscar Wilde por encargo de Esther Tusquets. “Sí, he visto ese fantasma de la portada del libro”, le comenté. “Realmente lo lograste, porque lo último que da es susto. Más bien parece un fantasma asustado de sí mismo. Inspira compasión”. Oski replicó con una burrada sobre la esposa del norteamericano que había comprado el castillo con fantasma de Oscar Wilde. Continuamos hablando luego de Roma y sus alrededores, mientras Rulfo y Cortázar conversaban animadamente a nuestro lado sobre las relaciones entre surrealismo y realismo mágico.

Al llegar a Roma, decidí trasladarme a la misma residencia donde vivía Oski y me establecí en el departamento situado frente al suyo, que compartía con su compañera chilena, auto-exiliada de Argentina cuando empezaron las desapariciones antes del golpe militar. Empezó allí una rara amistad. Creo que le inspiraba una mezcla de ternura y desazón, porque estaba seguro de causar en aquel tiempo una impresión de absoluto desvalimiento, inmerso en un mar de dudas, con los amores recién rotos y un hueco frecuente en el bolsillo.

Cuando tenía plata, ganada dando clases de música o haciendo algunas traducciones, llevaba conmigo unos buenos vinos de Chianti, que procuraba consumir con cierta destreza; solo así lograba sobrevivir a dosis que a ellos les sumían, pasada la primera euforia, en un pesado letargo. Colocaba entonces a Oski de la manera más cómoda posible en el sillón o en el sofá, mientras su compañera suplicaba por un caldillo de congrio del mercado de San Antonio de Santiago, y cerraba la puerta con sigilo, rumbo a mi departamento.

Oski aludía ocasionalmente a su última estadía en Roma a inicios de los 50’; se refirió también una vez a sus antepasados directos, que parecían provenir del Lazio y habrían descendido luego hacia la Campania, y relató algunas tradiciones familiares que me pidió mantener en secreto. La historia de mi abuelo gaucho salía a veces en las conversaciones; en realidad, se trataba de un refugiado político que huía de la dictadura del general Primo de Rivera. Primero había escapado a Francia y decidió luego migrar a Argentina, donde conoció a mi abuela, descendiente también de migrantes vasco-navarros.

 

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