Cibercultura

La Sociedad de los Cabeza Gacha

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
7 marzo, 2013
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Al principio, apenas se les notaba. Salpicaban el paisaje urbano por aquí o acullá, desparramados y sin señales exteriores que a primera vista los identificara. Lo único común, que curiosamente ni siquiera llamaba la atención, era que iban con la cabeza gacha. La cabeza gacha y una especie de rosario rectangular en la mano, cuyas cuentas pasaban frenéticamente. De repente, sin anuncio previo ni proclama de ninguna clase, se produjo la gran explosión. O, más bien, la pandemia. Miles, millones de urbanitas comenzaron a agachar la cabeza, silenciosamente, sin protestar ni rebelarse contra semejante acto de sumisión no solicitado por nadie. Poco a poco, todos los espacios, públicos y privados, comenzaron a ser ocupados de manera indisimulada por los Cabeza Gacha. Estaban en todas partes, en las calles y las plazas, los cafés, los restaurantes, los autobuses y el metro, las colas de los cines y teatros, los aeropuertos y las estaciones, las aulas, los campus universitarios, las oficinas, los trenes, los campos de batalla, las aglomeraciones por cualquier causa, los congresos y convenciones, las reuniones familiares o de cualquier tipo,… pero no en los aviones, lo cual no dejaba de ser irónico porque si había algún lugar, natural o manufacturado, que requería de enfervorizadas oraciones, ese eran los aviones.

Sin decir ni de donde venían, ni muchos menos hacia donde iban, los Cabeza Gacha se convirtieron en parte del mobiliario urbano y rural en todo el planeta, quietos o en movimiento, sentados o andando, acompañados o solos. Incluso comenzaron a aparecer en el cine y la televisión, como actores secundarios o principales. Sin mencionarlos expresamente, sin aclarar nada sobre esa postura tan anormal que adoptaban apenas tenían el rosario en la mano, una verdadera agresión a las cervicales, se hicieron incluso series de TV muy famosas donde ellos aparecían por doquier.

Poco a poco se supo que los Cabeza Gacha celebraban, como toda iglesia que se preciara del nombre, encuentros ecuménicos, como el que hace poco se clausuró en Barcelona, al que acudían miles de ellos, en los que se sentían algo así como los «elegidos» por habérseles concedido la gracia de la asistencia. En estos concilios reinaba una paz especial, extraña, a pesar de que allí coincidían iglesias diferentes, aparentemente ferozmente opuestas, armadas de sus respectivas liturgias, ritos y escritos sagrados, conocidos como «códigos». Pero se limitaban a proclamar los beneficios de sus respectivos rosarios y de sus oraciones. Nada más. No prometían la vida eterna, ni un paraíso, ni una grave condena si se dejaba de rezar. Ni siquiera se producían revueltas si se les cambiaba el tamaño del rosario, como ha venido sucediendo últimamente. Si había heterodoxos, apenas se les oía. La concentración de estas muchedumbres contrastaba con su actividad. A fin de cuentas, el rezo es una acto individual, personal, aunque en este caso se ejerciera casi como una comunión colectiva, multitudinaria.

Lo más alarmante es que esta patología fisiológica no llamara la atención de nadie. Ni autoridades, ni científicos, ni intelectuales, ni los sempiternos y tenaces vigilantes de lo raro, expresaban preocupación por el fenómeno, al revés, formaban parte de él con la misma sumisión con la que inclinaban la cabeza apenas aparecía el rosario en sus manos. No se tiene noticia de sistemas de salud, nacionales o regionales, que hayan registrado y publicado ingresos hospitalarios de miembros de los Cabeza Gacha, o que se haya investigado o intentado alguna cura para el patógeno que ha causado semejante desastre social: millones de personas han doblado la testuz sin que ningún gobierno, dictatorial o democrático, lo haya solicitado. Simplemente pasó, en todas partes, en todos los regímenes políticos, en todas las sociedades, avanzadas o por avanzar. Simultáneamente.

¿Seguirá esta peste per secula seculorum? ¿Aparecerán nuevas formas de rezo en las que se recuperará la tradicional dignidad de la postura erguida? ¿Habrá alguna escisión atea que finalmente abra un camino luminoso y recupere otra forma de estar, de mirar, de relacionarse? Mientras consideramos este insondable misterio, disculpen que les deje: me llaman a la oración.

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