Cibercultura

i-Polis de Susana Finquelievich

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
10 junio, 2016
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Eso es lo que muchos llaman “aprender desaprendiendo”. Yo lo llamaría “desaprender teniendo que aprender, sin cesar, nuestra propia historia inmediata”. Por no meternos en que a veces aprendes simplemente a fuerza de invertir millones y de desgastar tu supuesto poder, pero esa es otra historia. La contante es que el bicho evoluciona sin cesar, no inyecta información siempre de la misma manera, exige un esfuerzo constante para saber qué está sucediendo, cómo lo hace, qué consecuencias tiene, y qué hay que aprender y hacer en cada época, aunque ésta sea pequeña en términos temporales.

La velocidad y constante evolución de la Red abre espacios nuevos, como si fuera un paraíso poblado por especies insólitas, emergentes, que aguardan su bautismo. Y hay que hacerlo rápidamente, porque pueden aparecer otras que obstruyan la visión. Por tanto, lo que en otros momentos hubiera sido simple argot, ahora se ha convertido en una especie de fábrica de creación de conceptos nuevos y, por tanto, de los expertos en ellos. Conceptos cuya denominación se implantan como lenguaje común de forma gratuita, pero por los que pagamos una factura invisible. Ahora tenemos el rupturismo. Antes de lo que podamos imaginar, alguien nos dirá que ha rupturado con su pareja porque él o ella no entendía lo que implicaba dedicarse a trabajar en procesos rupturistas. Y no entremos en la inteligencia, artificial o natural, porque nos vamos a pelear más allá de lo que es inteligente.

En Internet nos movemos constantemente en un contexto de ensoñación y emulación, como si estuvieras perdido en el desierto y lo que aparece ante ti es una geografía esculpida por espejismos. La diferencia es que todos vivimos allí simultáneamente. Por tanto, es fácil, muy fácil, asumir que yo sí sé dónde estoy, para dónde voy e, incluso, para dónde van a ir los demás, aunque se trate de 2.000 o 5.000 millones de personas repartidas por todo el globo terráqueo. Esto ha dado lugar, junto con el crecimiento del diccionario propio de la virtualidad, a la aparición de otro tipo de nueva anomalía humana: el profeta, el gurú, el predictor. Todos hemos descubierto, en mayor o menor medida, que poseemos ese gen. Y estamos dispuestos a usarlo en cualquier momento, ya sea en la empresa, en la política, en la ciencia, en la comunicación, en la vida familiar o como emprendedor/a… Vivimos rodeados de un futuro que ya está aquí, ahora, y que, encima, lógicamente, no suele ser el futuro como era, pero sabemos, por razones misteriosas, cómo será.

¿La vida es diferente según ese futuro? Lo será en la medida que se trata de un futuro virtual, incierto, impredecible. Nadie sabía en 1990 lo que nos iba a hacer Internet y qué debíamos saber para acoplarnos a su impacto. Susana baja la pelota al suelo, por algo es argentina, y señala la importancia de no perder de vista, nunca, que las estructuras urbanas y rurales, las infraestructuras, el acceso a la educación y, en consecuencia, al mercado laboral, los modelos de ingresos según lo que hacemos y dónde lo hacemos, la mezcla de culturas y de sus productos, marcan diferencias que se materializan cuando nos referimos a la distancia entre ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres. Y, añado, no nos salva gritar ¡No importa, esta nueva aplicación es la solución! Esta nueva aplicación, o este nuevo tipo de conexión, o de acceso a esta clase de información, ni resolverá por fin problemas que no sabemos de donde proceden, ni abrirá por fin las compuertas al océano de felicidad contenido en las redes sociales virtuales.

Por otra parte, como no puede ser de otra manera, la Red ha pulverizado murallas que sabíamos que existían, pero que por más que nos empeñemos en predecir, no tenemos ni idea de adónde nos conducen. Y el mejor ejemplo nos lo muestra Susana. A partir de la existencia de las redes, ella consigue deducir una exquisita vinculación entre el arte, desde el reconocido canónicamente hasta el aparentemente más artesanal, las redes urbanas físicas o virtuales, los conocimientos tangibles e intangibles repartidos por el globo, la relación entre expertos en campos que, o no existían, o nunca se tocaron con la proximidad actual. Esta amalgama de bridas que tiran en sentidos frecuentemente opuestos, sorprendentemente apuntan a la construcción de una sociedad que tiene por primera vez en sus manos las herramientas que le permitirían abordar problemas de una dimensión extraordinaria. Sobre todo, problemas a los que los ciudadanos habíamos renunciado considerar como propios para dejarlos en las manos de instituciones, gobiernos o agencias.

Ahora no. Ahora esas herramientas son necesariamente sociales y propician irremediablemente la intervención. Lo cual quiere decir que, a pesar de lo que se dice y se repite habitualmente como un mantra para que entendamos de qué va la cosa, estas herramientas son fundamentalmente inclusivas. Quizá todavía estemos en una fase adolescente de la cultura digital como para comprender el alcance de lo que tenemos a mano. Pero, a poco que crezcamos y aprendamos a crear y gestionar conocimiento operativo en red, aplicado a la resolución de los problemas que nos interesan, nos preocupan y necesitamos atacar, las alternativas solo son dos: o lo hacemos por medio de Internet, o no lo conseguiremos.

Esta “profecía”, que Susana deja muy en claro en su inteligente acompañamiento de la evolución de las redes, no se refiere al futuro, sino a lo que sucede y entendemos hoy. El desafío es simple en su enunciado, pero incomprensible desde el punto de vista de su resolución: integrar partes fundamentales de lo que ella nos muestra, desde la belleza de la multiplicidad de relaciones que propicia la tecnocultura, pasando por el papel activo de la incorporación del arte como activo de una larga trayectoria de la cultura global, a la fertilización de ideas por encima de las barreras del mundo presencial para hacerlas florecer en el mundo virtual como conocimiento aplicable. No será fácil, pero como se suele decir hoy, nadie dijo que lo sería.

No deberíamos nunca olvidar aquella famosa viñeta de la revista New Yorker: dos perros delante de un ordenador y uno le dice al otro: “Lo bueno de Internet es que nadie sabe que eres un perro”. Ese es quizá el dilema que afrontamos hoy -no en el futuro, no hace falta predecirlo-: por una parte, quienes queremos actuar en red para crear conocimiento significativo, aplicable a la resolución de problemas sociales impostergables y, por la otra, quienes están decididos a considerarnos unos perritos obedientes a los que basta satisfacer con chuletitas de información.

No deja de ser extraordinario que Internet nos haya colocado en este lugar y que, decidamos lo que decidamos, siga evolucionando a todo tren como buen bicho, pero no sin consecuencias para todos nosotros.


Luis Ángel Fernández Hermana, autor del prólogo, es el director del Laboratorio de Redes Sociales de Innovación (Lab-RSI.com) y de la revista Coladepez.com.

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