Cibercultura

Aparcamiento*

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
10 marzo, 2017
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El 19 de febrero de 2017, la empresa Space X lanzó un cohete Dragon a la Estación Espacial Internacional, lo puso en órbita para liberar su carga y condujo de vuelta a tierra la primera fase del cohete propulsor, un Falcon 9, para posarlo en Cabo Cañaveral en posición vertical. Comentaristas de todo color y pelaje, no digamos ya los de la NASA, calificaron el aterrizaje como un hecho histórico.

No quiero aguar la fiesta. Pero la verdadera hazaña fue haber encontrado un lugar para aparcar. A menos que se lo hayan reservado con antelación utilizando fuerzas militares de mar, tierra y aire. Lo cual no sería raro, porque la empresa Space X es de Elon Musk, que ya sabemos que es un enchufado de la administración de EEUU. De hecho, es el único de los “grandes” de Silicon Valley que sigue con el culo pegado a la silla del círculo íntimo y tierno de Donald Trump. No se levantó y se fue junto con las otras empresas que abandonaron el prometedor barco presidencial en protesta por la política anti-inmigración de la Casa Blanca. Eso son pelillos a la mar, suceden cosas mucho más interesantes en el mundo a las que dedicarle un poco más de atención.

Por ejemplo, Musk quiere llevamos a Marte, porque, como es evidente, la cosa se está poniendo peliaguda en la Tierra. Como esto siga así terminaremos comiendo galletas Soylent Green. El viaje al planeta rojo será caro, aunque más barato, eso sí, que un ida y vuelta ya que no habrá billete de regreso. Además, no se sabe cuántos podrán emprender la huida, si bien las estadísticas socioeconómicas cotidianas cada vez dejan más claro por donde va la criba.

Pero volvamos al primer punto. Musk es también el promotor del coche autónomo, el que casi no necesita conductor. Estupendo. ¿Garantiza también un lugar de aparcamiento, como se lo han garantizado a él para su cohete? La ley de hierro del tráfico urbano es sencilla de enunciar y facilísima de sufrir: apenas se abre una nueva vía al tránsito, se satura. Aquí, en Las Hurdes o en Beijing. Podemos asumir que si una creciente proporción de coches autónomos se dedica a viajes colectivos (Musk dixit, no se sabe muy bien porqué), debería reducir el crónico incremento de los coches privados. Así ha sucedido, al revés, en muchas urbes en las últimas décadas. Por ejemplo, en Lima, los denominados colectivos, que parecían o eran Cadillacs, cargaban a todos los que podía -nadie de pie, claro- en recorridos fijos o a la carta, con paradas donde lo pedía el pasajero. A finales de los 70, principios de los 80, apenas el PIB comenzó a temblar, suavemente, pero tembló, el paisaje rodado de la ciudad fue cambiando, y la orografía urbana, también. Éstas, por una parte, se extendía y, por la otra, subía. En suma, los ingredientes explosivos de la megalópolis.

Como no cesa de recordarnos la ONU, prácticamente todas las capitales del mundo crecen en población, en extensión y en infraestructuras que soporten las viejas y las nuevas dimensiones. No solo. Sin entrar en las consideraciones del caso, porque esto es un artículo (apenas un chalet), no un ensayo (un rascacielos), el modelo dominante rueda sobre el credo de que necesitamos urbes grandes, enormes, superpobladas y muy, pero que muy activas, porque si no…. lo vamos a pasar mal. Como todos, o casi todos, estamos llenos de buenismo del bueno, suponemos que en algun momento dejaremos de seguir esa estela y nos daremos cuenta del callejón en el que nos estamos metiendo. Lo que no está claro es si lo viviremos.

Lo cierto es que prevalece todavía, desde Wall Street a los barrios más desgastados del mundo, la concepción de que cuanto más hierro le metamos a la caldera, mejor. A veces emergen copos de resistencia, apóstatas que profesan algún tipo de “reducción del consumo”, ya sea como un compromiso de resistencia personal o colectivo, o como un obligado y desmoralizante “no nos queda más remedio”. Sabemos que esto viene sucediendo desde hace tiempo. Pero ahora, desde hace apenas un par de años, el lema adquiere un toque más preocupante porque los “milenials”, entre muchas otras tribus urbanas depauperadas, tendrán que cambiar por narices sus expectativas. No les queda(rá) más remedio. Lo empaquetarán incluso con bonitas filosofías, pero tienen que buscar otras muletas para resistir. Y lo más complicado es que ellos y nosotros tendremos que hacerlo en megalópolis diseñadas y pensadas por otros para nosotros.

Lo cual nos devuelve al despacho del señor Musk. ¿Es la mejora de nuestras urbes, y de nuestra vida en las urbes, lo que guía a sus empresas, sobre todo a la de los alabados coches autónomos? ¿Están pensados para quebrar la ley de hierro del tránsito? ¿Más coches autónomos obrarán el milagro de menos coches en las urbes y, por tanto, de más plazas de aparcamiento y menos vida despilfarrada en atascos?

Admito que su mentira, Elon, es muy bonita, casi diría amistosamente adaptada a los tiempos que corren: sí, podemos dormir mientras el coche nos acuna y nos lleva a destino. Pero, cariño, sabes muy bien que ese no es el problema de nuestras queridas ciudades. A menos que consigas reducir el número de autos per cápita (¿por qué te iba a interesar semejante tontería?), no te digo ya el asunto del aparcamiento aquí, ahora, con o sin tu coche. Claro que, para entretenernos mientras tanto, tenemos el desafío de Marte. Si vamos los 7.000 millones para allá, conseguir aparcamiento sí que sería pura innovación y dejaría una marca indeleble en la historia de la humanidad. El resto ya lo conocemos, se trata de hacernos pasar por caja sin perder la sonrisa y el entusiasmo.

*Una versión reducida de este artículo se publicó en catalán en el diario L’Independent de Gràcia 

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