Cultura ajena con sabor local (*)

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
1 enero, 2019
Editorial: 268
Fecha de publicación original: 22 mayo, 2001

Cada uno lleva la lengua al lado donde le duele la muela

La Babel de las redes, sin haber cumplido todavía una década de vida pública, ya ha generado un torrente de elucubraciones plasmado en libros, ensayos, conferencias y, en alguna ocasión, intento de política oficial, sobre el destino de las lenguas –y las culturas– en la Red. Los argumentos oscilan entre, por una parte, el temor a que la propia lengua quede finalmente supeditada a la lengua global, el inglés y, por la otra, la necesidad imperiosa de defender las esencias culturales mediante una promoción activa de la lengua local en la Red que incluso la eleve a la categoría de lengua global. En el medio queda una especie de región pantanosa que es precisamente la que habitamos: la realidad de las lenguas sometidas a un veloz proceso de lavado y centrifugación a través de un intenso contacto íntimo entre ellas. Esto sabemos que ocurre, pero no tenemos mucha idea acerca de sus secuelas. No poseemos instrumentos que nos permitan ni siquiera trazar tendencias, como, por otra parte, suele suceder en las cuestiones relativas a la lengua, ya sea en la Red o en la calle. Estas se comportan como olas discretas pero con una fuerte resaca bajo la superficie que es la que, finalmente, esculpe el paisaje.

En el caso de Internet, nunca deberíamos perder de vista las peculiaridades del espacio virtual. En principio, por su configuración de red de arquitectura abierta, accedemos todos a todo y a todos de manera simultánea. Esto no había sucedido hasta ahora, ni siquiera en ámbitos comunitarios mucho más reducidos, como el hogar. Además, podemos vernos –negociar los encuentros– en nuestras respectivas lenguas o en la lengua global. Y, también en principio, cada vez tendremos más instrumentos para apuntalarlas. La tendencia de la tecnología en ese sentido es clara: la automatización de traductores simultáneos, aunque tarden en llegar al mercado, finalmente permitirá que trabajemos con otras lenguas sin abandonar nuestra lengua local. Sin embargo, aunque estos traductores ya existieran y tuvieran un uso masivo, nada garantizaría la pervivencia de las lenguas locales según los criterios más en boga al respecto.

Por ejemplo, a pesar de que la vasta mayoría de las webs europeas están en las dos lenguas, la global y la local, la visibilidad entre ellas es bajísima. Hace un tiempo, en una charla con Negroponte, el director del MediaLab del MIT nos decía que la penetración de Internet era mayor en los países nórdicos que en su país y que dentro de poco lo mismo sucedería en casi toda Europa. Le pedí que me diera la dirección de una página sueca que no fuera la de la operadora de telecomunicaciones. Una sola. Dijo no tener presente ninguna en ese momento. «Yo tampoco, pero ¿quiere que le empiece a recitar URLs de EEUU?», le contesté. La cuestión no es sólo la lengua. Casi todo el mundo mira hacia el otro lado del océano, hacia los recursos de EEUU en la Red, que sólo están en la lengua global. Para contrarrestar esta tendencia, la Unión Europea ha lanzado el programa eContent, para que obre el milagro de derribar la frontera interior de las lenguas locales mediante la creación de recursos multilingües culturalmente adaptados a las diferentes realidades.

Esto no quiere decir que el mapa de las lenguas en la era global nos lleve a la obligatoriedad de profesar el bilingüismo o el multilingüismo, por más que pueda constituir una ventaja evolutiva (siempre lo ha sido, con o sin Internet). Ni que esta ductilidad lingüística garantice automáticamente la preservación (o degradación) de lo que se considere como los perfiles culturales propios de una sociedad. La cuestión, como todos sabemos, es mucho más compleja. Entre otros aspectos, la presencia de las lenguas en Internet y, por tanto, de las culturas que expresan, tiene que ver con factores económicos, políticos y tecnológicos. Cada uno de ellos se desenvuelve en un ámbito de decisiones que goza de una inercia considerable. Algunos países, en particular EEUU, no requieren de políticas públicas para apuntalar su cultura a través de la lengua (aunque las tomen), gracias a su potencial económico, político y tecnológico. Algo parecido sucede con Gran Bretaña, cuyo peso político, sin embargo, es mucho mayor que el económico y el tecnológico. Mientras que con otras lenguas, en particular el castellano, el francés o el alemán, el orden y peso específico de estos factores es completamente diferente. Por tanto, resulta complicado sopesar con los mismos criterios a la lengua global y las lenguas locales y trazar a partir de este análisis sus respectivos desarrollos en la Red en los próximos lustros.

¿Quiere esto decir que la mejor actitud es la de «dejar hacer, dejar pasar» y lo que sea ya sonará? Por supuesto que no. La evolución de las lenguas locales, aparte de otras determinaciones, dependerá en gran medida del volumen de recursos culturales, sociales, científicos, políticos y económicos que expresen. Ese será el cimiento común para la participación de las diferentes sociedades en la economía del conocimiento. Y este es, hasta ahora, el terreno donde se plantea la mayor desigualdad de las lenguas locales, en particular de las nuestras, por más potencialidad que se le inyecte a través de los números (somos 300 millones de hispanoparlantes, el castellano es cada vez más importante en EEUU, etc.). Hay todo un ámbito de decisiones que tienen que ver con una forma de adoptar la tecnología y de incorporar sus consecuencias políticas que serán fundamentales en la evolución de las lenguas locales. Es lo que yo llamaría la ATPLAR, la Agenda Tecnológica y Política de las Lenguas Activas en la Red. Algo que, en nuestro hemisferio lingüístico brilla por su clamorosa ausencia.

No disponemos de suficientes sistemas de información basados en una perspectiva propia de la educación, la historia, la literatura, la arquitectura, las ciudades, la investigación científica, el desarrollo político o las áreas de conocimiento desarrolladas a lo largo de siglos (por ejemplo, si se quiere indagar sobre el anarquismo español, uno de los movimientos cruciales del siglo pasado para comprender gran parte de las vertientes culturales de las últimas décadas, hay que saber necesariamente inglés pues los mejores recursos están en esa lengua y, más concretamente, en EEUU, como sucede con volúmenes ingentes de materiales sobre la guerra civil española). Si la pregunta es, pues, «Si no lo hacemos nosotros ¿quién lo hará?», sabemos donde encontrar una parte de la respuesta, aunque ésta no surja de lo que muchos llaman «la defensa de nuestra cultura ante el avance de la lengua global». Si no convertimos a nuestra lengua en una «industria global» o no cultivamos la industria de la lengua en la Red ¿de qué estamos hablando cuando nos referimos a las desventajas de las lenguas locales?

Por eso las mediciones cuantitativas de las lenguas nos dicen más bien poco desde este punto de vista. Si es cierto que hay sólo 9 millones de páginas en castellano, frente a las más de 200 millones en inglés (cifras misteriosas que no se sabe muy bien de dónde salen), lo que necesitamos es un análisis de las actividades que promueve una lengua en particular, en este caso el castellano, en Internet. Y esto no se puede hacer sin una aproximación al problema desde el punto de vista de la creación y el funcionamiento de redes, redes interconectadas que multipliquen los efectos de los recursos en las lenguas locales, en vez de buscar catálogos de multitud de páginas dispersas que no llegan a constituir ni siquiera una tendencia cultural.

Podríamos decir, parangonando el principio de las redes, que las lenguas valdrán tanto como las redes que las contengan multiplicado por el cuadrado de sus nodos. Y si las lenguas locales no asumen esta función de vehicular culturas propias, alguien lo hará en su lugar en el sacrosanto nombre del mercado. Al respecto, contamos con una larga tradición. En España, por ejemplo, hasta hace muy poco nadie había visto nunca una película de Disney en inglés. Todos los filmes de esta marca se traducían, incluso hasta las canciones. Y lo mismo se hacía en las versiones para Centroamérica y Latinoamérica. ¿Significaba esto que éramos los dueños de la visión cultural que transmitían estas películas? Desde luego que no. El dueño era Disney, aunque nos hablara en nuestra lengua, con nuestro acento y todo el argot incluido.

¿A qué distancia estamos de que esto suceda ahora prácticamente en todos los territorios del conocimiento? El hecho de que todavía no sepamos con certeza cómo será en la Red la relación entre lenguas orales y lenguas escritas, ya no digamos la combinación de ambas con el lenguaje audiovisual, no quiere decir que, finalmente, el «efecto traducción» no funcione en la otra dirección: desde el inglés, como lengua global, hacia las lenguas locales. Entonces tendremos millones de páginas en nuestra propia lengua y la cultura de quien todos sabemos. Para medir la producción cultural en las lenguas locales, pues, será necesario analizar los sistemas de información en red que vehiculan, su origen y sus campos de acción, el destino de los flujos de comunicación así como de su densidad y, sobre todo, la amplitud de la agitación digital que sean capaces de promover. Todo esto sin perder de vista que la discusión sobre si las lenguas locales resistirán el embate de la lengua global no está colocada solamente en el terreno de las decisiones políticas. Como mencionaba en el editorial anterior, estamos en puertas de una serie de decisiones tecnológicas tan fundamentales como para redefinir el mapa mundial de las culturas que hemos conocido hasta ahora. A ello dedicaremos el siguiente editorial.

(*) Segundo editorial sobre lenguas globales y locales. El primero, titulado «Las tres lenguas», se publicó el 15/05/01.

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