Aislados, pero bien alimentados

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
6 junio, 2017
Editorial: 103
Fecha de publicación original: 20 enero, 1998

So la linda hierba está la culebra

La semana pasada tuve una experiencia mística, de las de verdad, de aquellas tipo Santa Teresa que le deja a uno exclamando lo de «vivo sin vivir en mí y muero porque no muero». Lo curioso es que la experiencia fue propiciada por Internet y fue colectiva, lo cual pone en solfa que este medio conduzca al aislamiento del individuo y a reforzar su soledad ante este mundo tan amistoso que se extiende más acá del módem. Todo ocurrió en una cena en El Racó de Can Fabes en Sant Celoni, uno de los tres mejores restaurantes de toda España. Bueno, llamar cena a aquello sería una falta de respeto. Más bien se pareció a una lenta visita a la galería de arte más extraordinaria que uno pueda imaginar… y tragársela entera, poco a poco, cuadro a cuadro. Como bien dijo Artur Serra: «Nos han puesto las Meninas en el plato y nos lo hemos comido trocito a trocito». Lo que hace Santi Santamaría en la cocina del Racó es lo más cercano que conozco a transitar algún cielo y vaciar sus estanterías para ponerlas sobre una mesa. El efecto de su puré de patatas con trufa rayada –por mencionar una de las tantas joyas con que nos obsequió– no lo supera ni una buena dosis reforzada de peyote. A cada cucharada, uno no podía por menos que rendir un recogido y admirado homenaje a la experta nariz del cerdo que desenterró el bendito hongo y lo condujo hasta el plato. Por no hablar del vino, que convirtió a esta comunión tribal en un rito de tonalidades insondables.

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Emilio Fernández – www.fernandezarte.com – @emiliofernandez.arte

Entre platos (porque mientras uno comía se producía un respetuoso silencio por consenso tácito), todos bendecíamos a Internet que nos había llevado hasta este banquete que quedará inscrito con impulsos indelebles en las neuronas de cada uno. Porque fue Internet quien nos sacó de nuestros respectivos «aislamientos» y nos sentó alrededor de Santi, para que él nos explicara las propiedades de su mágica paleta culinaria, mientras nosotros dialogábamos sobre los lugares inesperados hacia donde nos está llevando la Sociedad de la Información. Gracias a Félix Simón, organizador de esta dionisíaca tertulia, allí estaban como invitados especiales el mencionado Artur Serra (UPC), Jaume Roqué, director del servicio de información de la Cámara Oficial de Comercio, Industria y Navegación de Barcelona, Manuel Sanromá, responsable de la red ciudadana TINET (Tarragona InterNet) y, para qué insistir, yo.

A los postres (único momento en que Santi se dejó de hipocresías y nos avisó con voz suave y mesiánica: «En verdad os digo, que nunca habéis probado un chocolate como éste», lo cual, por supuesto, era una verdad más grande que toda la WWW) surgió un interesante debate que nos llevó hasta altas horas de la madrugada (regadas con un Pedro Ximénez sublime): ¿A qué tipo de sociedad puede dar lugar Internet? El esfuerzo que se nos proponía era titánico: despegarnos de la experiencia mística mas excelsa para bajar a tierra y poner en cuestión el destino de la Sociedad de la Información que, frecuentemente, aparece adornada con ropajes excesivamente brillantes y prometedores. Una discusión rica en matices y sin rodeos nos hizo ver que todavía no somos capaces de entrever las formas políticas que adoptará dicha sociedad, algunas de las cuales, de todas maneras, se están decidiendo ahora sin que los internautas perciban claramente cuánto de su futuro está en juego.

Una de los aspectos fundamentales, desde este punto de vista, es la relación que se establecerá entre el sector privado, en particular los grandes proveedores de acceso y contenidos, y el sector público, si es que éste decide finalmente jugar un papel activo en cuanto a la promoción y desarrollo de la Sociedad Red. El debate tenía como trasfondo implícito el reciente intento de los países industrializados en una reunión en Washington de modificar la infraestructura de Internet mediante «mecanismos democráticos» y de consenso público. Tras señuelos de evidente poder social, como la lucha contra el crimen organizado, la pornografía, la seguridad del comercio electrónico o, en general, el control de contenidos de signo adverso a los intereses políticos dominantes, los países ricos están tratando de crear las condiciones necesarias para que la población apoye la adopción de medidas represivas y de censura, para que participe de una u otra manera en este proceso. En este marco, no resulta impensable que surjan las condiciones para que, entre todos, avalemos la creación de estructuras políticas de corte totalitario en aras de un «bienestar común». Vinton Cerf, vicepresidente de MCI y uno de los creadores de Internet, cree que esto, así como la pretensión de intervenir en la Red para vigilar sus contenidos, será cada vez más difícil. Y así se lo manifestó a los ministros de justicia que acudieron a la capital de EEUU.

Personalmente, estoy de acuerdo con él, pero no es necesariamente el único futuro posible. No sabemos a ciencia cierta qué resortes se pondrán en juego cuando millones de ciudadanos vivan en Internet. La Red, entre otras propiedades, funciona como un ámbito organizador: de información, conocimientos, actividades, individuos, empresas, servicios, instituciones, administraciones y, por supuesto, formaciones políticas. Ante esta «capacidad» de las redes de ordenadores interconectados en entornos abiertos interactivos, como es el caso de Internet, los gobiernos, por ahora, reaccionan de dos maneras (por lo menos). Por una parte, como representantes del Ancien Régime, tratan de perpetuar el poder basado en la fiscalización, la seguridad articulada verticalmente y el control de la información por unos pocos en detrimento de la colectividad. Por la otra, como sujetos de la creciente globalización de la economía, se ven compelidos a desarrollar cada vez más el entramado fundamental de la Sociedad de la Información y a participar en ella como un actor más. No es fácil armonizar ambos aspectos, que a veces se encarna en las mismas personas y administraciones. Ni tampoco nada nos asegura que la «victoria» de los segundos abra las compuertas a una convivencia democrática en red.

La razón, a primera vista, parece evidente. Estos últimos no dejan de ser abanderados de una concepción de la economía mundial en la que tendrán que negociar su relación con el sector privado que trabaja directamente sobre la Red: operadores de telecomunicación, proveedores de servicios de acceso a Internet o de contenidos, etc. Los acuerdos a que se lleguen, aunque tendrán que estar mediados por la propia actividad de los ciudadanos en el ciberespacio, pueden cristalizar en diferentes opciones, sin descartar que algunas de ellas comporten modalidades autoritarias, aunque aceptadas democráticamente. Algo de esto explicaba Aldous Huxley en la introducción de su libro «Un mundo feliz»: era la propia sociedad la que había prestado su apoyo incondicional al desarrollo social de las tecnologías que concluyeron creando aquella utopía (no muy diferente a lo que está sucediendo ahora con el debate sobre Dolly, los clones humanos y la utilidad de éstos).

El fundamento de estos aparentes «desvaríos» tiene una larga historia. Toda tecnología siempre tiene varios usos posibles. Somos nosotros los que decidimos por donde queremos desarrollarla y aplicarla. La experiencia de este siglo que acaba no es precisamente como para sentirnos muy orgullosos al respecto. Mientras, por una parte, somos capaces de utilizarla para elevar el bienestar de un segmento de la población mundial a niveles inimaginables al inicio de la revolución industrial, por la otra no nos duelen prendas de emplearla para sojuzgar al resto de los habitantes del planeta, ya sea privándoles de ella o sometiéndolos a través de ella. ¿Será Internet otra de estas instancias en la que la innovación tecnológica desemboca en una pesadilla a pesar de haberse iniciado como un sueño? Podría ser.

No obstante, a mi entender, hay una diferencia en este caso que nos permite ejercer un poder discrecional en cuanto ciudadanos y usuarios. La Red no puede existir sin nosotros. Dicho de otra manera, la funcionalidad de la Red crece en proporción directa al número de usuarios que incrementan con sus contenidos el volumen de la información disponible en el sistema. La idea de crear cotos cerrados choca contra esta frontera. ¿Quién querría estar en redes de pago cuyos contenidos están determinados por las reglas de juego impuestas por un puñado de corporaciones o gobiernos sin ninguna posibilidad de integrarlos a los existentes en redes abiertas? En la tertulia de El Racó de Can Fabes, algunos sostuvieron que quizá mucha más gente de lo que nos pensábamos estaría dispuesta a continuar en un mundo cebado por la información-espectáculo a que darían lugar redes privadas de ese tipo. Otros, se mostraron escépticos al respecto, aunque sin descartar tal eventualidad. Finalmente, alguno reclamó el derecho a dudar de todo y vivir al margen de las redes. Estas son, sin duda, algunas de las cuestiones fundamentales que tendremos que resolver en los próximos años. Espero poder vivir para contarlo y para regresar, cuantas veces haga falta, a la maravillosa cocina del señor Santamaría para que sus artes culinarias nos ayuden a la reflexión.

Amén.

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