Adictos a la rueda

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
17 octubre, 2017
Editorial: 142
Fecha de publicación original: 17 noviembre, 1998

Mejor curada está la herida que no se dio, que la que se cura bien

La Cumbre del Clima de Buenos Aires finalizó con la botella de vino llena hasta la mitad. Para unos está medio vacía y para otros medio llena. Los «pesimistas» son los que están en la primera línea de fuego, los que saben que llueve para todos pero ellos no tendrán donde cobijarse ni forma de secarse a tiempo de recuperar la vida. Los «optimistas» confían plenamente en sus arcas repletas para fabricarse el gran paraguas que les proteja de las turbulencias del clima que predice la ciencia. Entre ambos queda la patente incapacidad de los gobiernos y la indolencia del poder económico para arbitrar medidas que aminoren, en lo posible, los efectos de un más que previsible cambio climático destinado a sacudir a la sociedad global. Más que nunca, esta posibilidad –el diseño de estrategias innovadoras, factibles, eficaces y paticipativas respecto al medio ambiente– está quedando en manos de los ciudadanos de todo el mundo. Algo que se dice muy pronto y que sólo podrá suceder a través de la creación de redes abocadas a este fin.

Los buscadores de enfermedades tendrán en los próximos años un festín. Para ellos, el cambio climático se convertirá en una causa en busca de un buen catálogo de patologías. Como sucede con Internet. En estos momentos, por lo menos hay seis estudios de los que se tenga noticia sobre el impacto de la Red en la salud de los usuarios, en particular nuestra propensión enfermiza a convertirnos en adictos de las páginas web, el correo electrónico, el FTP o lo que se tercie, siempre que se tercie entre ordenadores. Sobre la «desesperación» por establecer relaciones con comunidades virtuales para obtener ciertos fines, como una mayor participación en el proceso de toma de decisiones (pensemos, por ejemplo, en Telefónica) o la pretensión de transferir tecnologías «amistosas» con el medio ambiente, todavía no hemos oído nada. Pero ya le llegará su turno.

Mientras tanto, apenas se nos dice algo medianamente inteligente sobre el apego incurable al coche privado que sufren millones y millones de personas de todo el mundo. Y esa sí que es una drogodependencia global, irresistible, irrefrenable, que en muchos casos comienza a satisfacerse en la pubertad y ya no se pierde hasta la tumba, a la que muchas veces se llega precisamente en coche. Los efectos patológicos de este «cuelgue con ruedas» son visibles a todas las escalas, desde el cambio climático al estado del temperamento emocional de conductores y peatones, o sea, de ciudades enteras. Por no mencionar el impacto que el auto tiene sobre la salud física de unos y otros, a veces con secuelas definitivas tipo «Game Over».

El coche representa en estos momentos el 30% mundial de las emisiones contaminantes que influyen sobre el efecto invernadero. Además, es el elemento organizador de las redes de transporte que expanden el contorno urbano a través de múltiples retículas viarias. Alrededor de éstas crecen las urbanizaciones, los residuos, los focos de contaminación y los receptáculos de las inmigraciones extremas: los recién llegados a la ciudad, a veces procedentes de países muy distantes en busca de su pedazo de supervivencia, las clases profesionales en busca de la ilusión de un trozo de campo edificado, o quienes son expulsados hacia los márgenes en un proceso creciente de segregación espacial entre la vivienda y el lugar de trabajo. La lanzadera que teje esta malla humana y ambientalmente insostenible es el auto. Si tuviéramos algo parecido en Internet, con su reclamo privado y su aura de libertad individual por encima de cualquier otra consideración, la Red se moriría en dos días. Afortunadamente, el planeta es un poco más resistente, todavía.

La reunión de Buenos Aires ha convertido ese «todavía» en un interrogante en busca de una fecha. Los países ricos han decidido jugar la carta de la adaptación a los cambios climáticos, sea cuál sea la naturaleza de estos. En este juego macabro, más de las 4/5 partes de la humanidad tiene muy poco que decir en estos momentos. Cada tifón, cada inundación, cada sequía, se convierte inmediatamente en un incremento apreciable de la deuda externa, de su dependencia de la ayuda exterior y de la reproducción ineludible del círculo de la pobreza. Dada la postura de los gobiernos de uno u otro signo, en los próximos años la cuestión que irá ganando cada vez mayor entidad social será hasta qué punto los ciudadanos de los países ricos querrán y/o podrán utilizar sus abundantes recursos para colaborar activamente, personalmente, en generar las bases de un cambio de esta situación. Y no me refiero por recursos a donaciones o ayudas humanitarias de este tipo, sino a proporcionar educación, información, conocimientos y tecnologías apropiadas. Porque, cada vez más, la gestión de estos recursos están en manos de individuos y colectivos sociales gracias a las tecnologías de la información.

Desde las primeras reuniones de lo que después fue el Grupo de los Países No Alineados, allá en Bandung en los años 50, hasta hoy, la piedra ante la cuál se han estrellado todos los intentos de estos países de cambiar su destino ha sido la transferencia de tecnología. Las naciones industrializadas han utilizado sus derechos de propiedad intelectual sobre la innovación tecnológica como un filtro dispensador de favores a los países fieles, independientemente de sus regímenes políticos, del estado de sus poblaciones o de las necesidades específicas de cada nación. El discurso de la defensa de los derechos humanos ha cobijado, en la gran mayoría de las ocasiones, una disputa soterrada sobre el control de tecnologías y el ritmo de sus transferencias.

Como es lógico, la Cumbre de Buenos Aires también tuvo su foro sobre la transferencia de tecnología, pues este aspecto desempeña un papel crucial en la compleja arquitectura del Tratado del Clima. Sólo si se dispone de tecnologías «limpias», eficientes y baratas se puede comenzar a hablar de reducir las tasas de emisión de gases contaminantes, de mejorar los procesos productivos y de modificar algunos de los estilos de vida más despilfarradores. Y como ha sucedido tantas otras veces, el foro sobre la transferencia de tecnología concluyó con la promesa de que «los países vulnerables al impacto del cambio climático recibirán más apoyo para que planifiquen medidas concretas de adaptación». O sea, nada. Sin embargo, la transferencia de tecnología, con todo su entorno de información, educación, formación y aplicaciones, es uno de los aspectos de las relaciones Norte-Sur donde Internet potencialmente puede desempeñar un papel central por su capacidad para la diseminación anárquica de conocimientos por encima y por debajo de fronteras. Desde este punto de vista, la Red puede brindarnos la oportunidad de encontrar respuestas a los retos ambientales que los políticos ni siquiera han sido capaces de formular todavía como preguntas válidas.

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