Una rebelión anunciada

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
11 abril, 2018
Editorial: 192
Fecha de publicación original: 7 diciembre, 1999

De los míos déjame decir, más no me hagas oír

Se acabó la cumbre ministerial de Seattle de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y sobre las cenizas de las protestas se levantarán ahora los análisis más insospechados. Los países ricos han venido estirando el hilo desde su extremo y, con el apoyo de los sicofantes de turno, todo les hacía pensar que la elasticidad de sus privilegios no tenían límite. En estos años, la cháchara sobre globalización, mundialización, brechas digitales y otras zarandajas expresadas con una superficialidad rayana en el cinismo, ha inyectado una nube de humo denso en el escenario que no ha permitido ver ni el árbol, ni el bosque. Acostumbrados como estamos a escucharnos a nosotros mismos (véase el editorial 36 del 10/09/96: «Ojo, que viene el Sur»), todavía nos cuesta entender que, cada vez más, la información y los conocimientos no son el privilegio de quienes poseen las mejores bibliotecas y centros de investigación del planeta. El poder, como la mantequilla caliente, se esparce progresivamente a través de las redes en capas más finas, pero más extensas, más diluidas, más inaprensibles desde la perspectiva de las visiones tradicionales.

La cumbre de Seattle encapsuló estas contradicciones en una aparente ceremonia de la confusión. Como bien dice Quim Gil en una interesante contribución en el espacio en.medi@, los contrarios a la globalización organizaron su protesta a través de redes de telefonía móvil y de Internet, lo cual es algo así como ir a por lana y llevarse a todas las ovejas. Estas anécdotas, tan apreciadas por los medios de comunicación, velan el hecho de que la ocurrido en Seattle es tan sólo otro peldaño en una escalada donde la globalización real viene jugando un papel determinante. Una globalización articulada por redes de telecomunicación, satélites y una construcción tecnológica que nos ha puesto sobre la mesa una agenda inescapable: el mundo es uno, cada vez más pequeño y próximo y gobernado por un pelotón de políticos, financieros y transnacionales que sólo son capaces de percibir que los cimientos de su poder está temblando.

Seattle ha sido una conferencia en busca de un fiasco desde hace mucho y, ya que se pone la globalización sobre la mesa, podemos fijar la fecha (arbitraria, como todas las de este tipo) de 1959, cuando se lanzó el primer Sputnik, o la más significativa de la década de los setenta y comienzos de los ochenta. Desde la atalaya privilegiada que prestaban los satélites lanzados durante esos años, muchos de ellos dotados con sensores remotos, y la tupida red de telecomunicaciones edificada a partir de ellos, la humanidad se asomó por primera vez a su propio planeta desde un balcón exterior. Y junto con las bellas imágenes de la «puesta de la Tierra» vista desde la Luna u otros paisajes cósmicos igualmente arrebatadores, la imagen detallada que recibimos de nuestra casa no fue precisamente idílica. En menos de un lustro nos encontramos con la confirmación de algunas de las peores predicciones de científicos y ecólogos y con algunas sorpresas inesperadas. Así fueron encadenándose, en unos pocos años, el cambio climático, la deforestación, la desertización, la contaminación transfronteriza, el agujero en la capa de ozono, la pérdida constante de biodiversidad, el impacto de la pobreza sobre el medio físico y, en general, los trastornos globales del medio ambiente.

Casi sin tiempo para digerir la «nueva fotografía», una globalización sobre la que aún no se había elaborado teoría alguna (apenas teníamos la opaca metáfora de la «aldea global» basada, sobre todo, en la TV) nos colocó de repente ante la evidencia inescapable de que todos estábamos metidos en el mismo problema, pero teníamos las herramientas equivocadas para afrontarlo. Ante desafíos globales, estrechamente interrelacionados entre sí a escala planetaria, el sistema político vigente y el tipo de relaciones sociales, políticas y económicas de la comunidad internacional no ofrecían precisamente las vías más adecuadas para tratar de negociarlos. Mientras la globalización nos mostraba la irrebatible verdad de que nuestra dependencia mutua se convertía en el nuevo factor clave de la convivencia, un grupito de países, liderado por EEUU, se empeñaba en hacernos ver que nada había cambiado, que las mismas reglas de juego seguían en vigor y que con ellas se bastaban y sobraban para sortear los nuevos obstáculos.

Así siguieron funcionando, a pesar de que por el camino se les esfumaba un imperio, se derrumbaba más de un muro, aparecía Internet y cada nueva imagen recabada a la ciencia mostraba el progresivo empeoramiento del planeta. ¿Para qué cambiar? A fin de cuentas, el 20% de la sociedad que ellos representaban seguía consumiendo feliz el 80% de los recursos totales y sus medios de comunicación conseguían que el resto de la población mundial no tuviera nunca la oportunidad de expresarse por su propia boca. Esto sucedía no sólo a nivel mediático, sino, sobre todo, en las sucesivas conferencias mundiales que trataron de poner en pie un andamiaje para afrontar el complejo abanico de desafíos planteado por el desarrollo y el medio ambiente: comercio internacional, transferencia de tecnología, desfase de los gases que afectaban a la capa de ozono, cambio climático, deforestación, etc. En todas estas cumbres, el susodicho grupito de países impuso, sistemáticamente, su punto de vista al resto mediante el chantaje económico, las presiones políticas y la amenaza mafiosa de los derechos humanos. Pero la maquinaria cada vez estaba más oxidada.

Los avisos han venido llegando de manera invariable en cada una de estas conferencias. Para los desmemoriados, sólo hace falta remitirse a las últimas de gran envergadura: Kyoto (diciembre de 1997) marcó un hito, al llegarse a un acuerdo de maquillaje entre los países industrializados en el último minuto de esta cumbre del clima. Ninguno de los países en desarrollo se sintió obligado por un documento casi apócrifo, negociado con prisas de madrugada y con el sólo objetivo de «tener algo para los medios de comunicación», como expresaron sin tapujos algunos de los organizadores. Las alarmas tendrían que haber saltado en todo el planeta el mes de febrero de este año, con ocasión de la cumbre sobre bioseguridad celebrada en Cartagena de Indias (Colombia), como parte de la conferencia de la Convención sobre Diversidad Biológica. Por primera vez, una reunión de este nivel se clausuró sin el más mínimo acuerdo y con todas las partes enfrentadas entre sí. Los países en desarrollo no aceptaron las propuestas de EEUU para legalizar el saqueo de recursos biológicos en cualquier parte del planeta y para imponer sus criterios sobre la comercialización de los organismos modificados genéticamente. Los organizadores de la cumbre de Seattle deberían haber puesto las barbas en remojo.

Ahora nos tirarán cubos de basura ideológica durante unos cuantos meses. Examinarán con detalle el impacto que tuvo en la cumbre las protestas de las ONG, el insólito papel jugado por los países pobres al hacer valer por primera vez el imperativo del consenso en la toma de decisiones, la mala imagen de la represión policial o los errores de organización del país anfitrión y de sus supuestos aliados. Esta polvareda tratará de difuminar, otra vez, que las cosas han cambiado apreciablemente en las últimas dos décadas, que la estructura de poder actual no es la heredera directa de los años sesenta (por más que se empeñen en demostrar los sociólogos de pacotilla convocados por este y cualquier otro aquelarre que les lleve hasta las páginas de los diarios) y que la acción de las redes humanas sustentadas por redes telemáticas se convertirá en una de los protagonistas de los tiempos actuales, para bien o para mal. En esto consiste, precisamente, esa frase tan manida y repetida: el mundo, señores, es cada vez más complejo. Que cada uno prepare su sayo.

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