Un neolítico eléctrico

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
3 enero, 2017
Editorial: 61
Fecha de publicación original: 4 marzo, 1997

Fecha de publicación: 4/3/1997. Editorial 61.

Tiempo ni hora no se ata con soga

«Todavía estamos en el neolítico de la era digital» es una de las expresiones que han hecho fortuna en el discurso sobre el ciberespacio. No obstante, la diferencia entre los dos neolíticos, el de verdad y el nuestro, es apreciable, y no me refiero tan sólo a manidos asuntos como la calidad de vida, las diferentes tecnologías disponibles, el servicio nacional de salud o las bodas reales. No. Más importante es, a mí entender, la cuestión de la conciencia: en el neolítico auténtico nadie pensaba en salir de aquella fase, ni siquiera sus propios historiadores (vamos, supongo yo, aunque mis fuentes son muy de tercera mano). Ahora, sin embargo, todos sabemos que vamos de estampida, que referirnos al neolítico digital es tan sólo una floritura verbal, porque igual estamos en pleno ejercicio de ruptura del eslabón clave de la humanidad (sería bueno que alguien guardara este registro para ahorrarle a las generaciones futuras otra laboriosa búsqueda, la del eslabón, me refiero), como que ya nos hemos metido en la faena de levantar, otra vez, de manera alegre y alborotada, los imperios de siempre.

Lo que está claro es que nuestra consciencia de encontrarnos en el disparadero de un proceso irreversible es hoy el dato fundamental. Del aroma a habitación estanca, falta de ventilación, de la Guerra Fría, hemos pasado a este otro habitáculo donde corre no ya una brisa fresca, sino un verdadero vendaval. Y nadie sabe adónde nos lleva. Su única lógica parece estar dictada por un impulso irreprimible para franquear barreras, sortear obstáculos y, en una palabra, a llevar a la práctica todo lo que la ciencia y la tecnología permiten hacer. Si esta sopa es buena o no, si se nos va a atravesar a las primeras de cambio o de ella saldrán las digestiones que mañana fertilizarán las nuevas eras, eso lo van a tener que decidir otros, porque nosotros, sospecho, apenas nos va a a dar tiempo a decir nada al respecto. Las fuerzas que nos llevan en esta dirección son ciertamente poderosas y, además, actúan de manera sinuosa: estamos hablando de almacenar y transmitir información y conocimientos en paquetes invisibles y de enviarlos a puntos muy específicos de cada uno de nosotros y de nuestro entorno: el ordenador, el televisor, el reloj, el teléfono móvil, el salpicadero o el parabrisas del coche, el regulador de trombosis junto a la tibia izquierda, la neurona del 3º derecha del hemisferio izquierdo del cerebro…

El lema es: si se puede hacer, se hará, la frontera la pone la simple posibilidad técnica de conseguirlo. Hace un año (!qué digo un año, apenas tres o cuatro meses!), alguien podía decir todavía: «En mi casa, Internet, no entra». O, lo que es lo mismo (si seguimos con el discursos de las eras históricas): «Yo estoy perfectamente en el árbol. A mí, de aquí, no me baja nadie». Uno puede imaginarse que la presión social en aquella dura época de transición digital (dos pies) tuvo que ser verdaderamente fenomenal para vencer estas resistencias carpetovetónicas, que seguro que se dieron, si no ¿de dónde nos van a salir ahora? En nuestros días, la presión social asume otro cariz: el de la velocidad. ¿Que no quieres Internet porque (te imaginas) que tú eres el que decides cuándo y cómo entra en tu casa por vía de los cacharros que tú instalas (según tu posición social)? Pues ojo, porque el ciberespacio está a punto de entrar al hogar a través del adminículo más insignificante e insulso: el interruptor de la luz. Y este paso supone tirar por la borda otro eslabón de esta larga cadena que nadie sabe adónde nos lleva.

La compañía de suministro eléctrico Norweb, que opera en el noroeste de Inglaterra, acaba de demostrar que Internet puede llegar a través de la corriente eléctrica. La compañía ha venido experimentando durante un año y medio con ideas simples, pero poderosas: meter a través de los cables de alta tensión señales de teléfono, vídeo, TV, datos y los etcéteras que uno quiera poner. Ya hay unos cuantos hogares que reciben estas señales, aunque, por ahora, el volumen de tráfico es todavía bastante reducido. Pero la solución representa una salida inesperada a los problemas de congestión que afectan a algunas partes de Internet. En los proto-electro-hogares, la compañía instala una cajita que se encarga de funcionar como un guardia urbano digital: envía la energía eléctrica al correspondiente circuito y los datos al teléfono, el televisor, el ordenador o el equipo de música. O a las paredes cableadas donde aparecerán –en el futuro, dentro de unos días– los mensajes más urgentes o las noticias que cada miembro de la familia haya seleccionado.

Una vez que «nos hayan» resuelto este problema fundamental para la supervivencia en el planeta, la cuestión es: ¿qué nos mandarán a través del agua? Porque no puede ser que no se les ocurra nada. Todos los ingredientes necesarios están servidos: las redes de cañerías interconectan toda la ciudad y los terminales ya están instalados, con una ventaja añadida extraordinaria: estos últimos –los grifos– están homologados en casi todo el planeta. Aquí sí que hay un desafío interesante para los diseñadores del ciberespacio: chorros de datos junto con chorros de agua. ¿Nos podremos bañar impunemente en las webs pornográficas? Al menos que sirvan para algo interesante, además de para justificar el salario de la Mayoría Moral. Y sería una forma muy elegante de abandonar la Edad de Piedra digital para entrar en eras más divertidas, más agitadas y caracterizadas por materiales más suaves.

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