Quo vadis, Europa?

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
5 febrero, 2019
Editorial: 278
Fecha de publicación original: 31 julio, 2001

Pon tu cabeza entre mil, lo que sea de los otros será de ti

En los años ochenta, el gran debate sobre la construcción del espacio europeo, una de las mayores obras de diseño político de las últimas décadas, estaba dominado por la «armonización económica» o los «ajustes estructurales». Frases como éstas tapaban las vergüenzas de lo que realmente se ventilaba en los despachos de Bruselas y de las capitales de los países miembros: cómo erigir un espacio supranacional sobre las espaldas de un complejo entramado de corporaciones transnacionales europeas de distinto tamaño y poderío geopolítico. La convergencia de la ingeniería económica con la política y la social, todo ello envuelto en un renovado concepto cultural de «lo europeo», supuso un delicado juego de equilibrios que levantó entonces numerosas voces de alarma: cada vez más nos acercábamos a la Europa de los mercaderes y apenas se veían los pliegues de la Europa social, la Europa de los pueblos. Los políticos trataban de calmar los ánimos con discursos sedantes: «hacia allá vamos, tranquilos». Ahora, de golpe, aunque los argumentos han cambiado ligeramente, «descubrimos» que, en el fondo, estamos en las mismas, pero con síntomas todavía más graves: tras los acontecimientos de Génova con ocasión de la reunión del G7+1, los políticos son ahora los nerviosos. El abismo que separa a los ciudadanos de las instituciones europeas se ha mostrado en toda su desnuda profundidad.

Sendas manifestaciones ciudadanas en Gotemburgo, Barcelona y Génova han bastado para hacer emerger, con colores fuertes y contrastados, el peor rostro de Europa y, de paso, el mundo que esas manifestaciones rechazaban. La respuesta de las instituciones de la Unión a estos acontecimientos, sobre todo a la acción de la policía, así como del amplio y no muy variopinto arco político europeo, ha sido algo más que lamentable: muestra en toda su crudeza, por una parte, cómo sobreviven actitudes y comportamientos institucionalizados que supuestamente la construcción europea debería haber superado. Y, por la otra, como ésta se está viendo superada por otras visiones sobre cómo plasmar un espacio político común.
Esta dualidad de perspectivas ha sacado a flote comportamientos en estas últimas semanas que las retratan fielmente:

La preocupación por «lo nacional». En pleno territorio de la Unión Europea, en el medio de la barahúnda causada por una manifestación pro/antiglobalización contra un mundo troquelado en favor de un manojo de países poderosos e instituciones financieras, resultaba enternecedor la preocupación de los estados europeos –y sus partidos políticos– por la suerte de «sus nacionales». Sólo si había pistas de que estas «entidades» nacionales estaban detenidas u hospitalizadas, entonces realizaban las oportunas gestiones para tratar de «rescatarlas», eso sí, sin mucho ruido. Fue como si la violenta respuesta de la policía italiana contra los forasteros que habían venido a perturbar la paz de su país generara una catarsis del mismo género entre los países miembros. Cada uno regresó a su caparazón y se dedicó a barrer su casa mirando de reojo a la del vecino. Es lo que podríamos denominar como la emergencia de lo «glonal»: lo global y lo nacional en una misma pastilla.

La suspensión de la libre circulación de ciudadanos. El acuerdo de Schenghen pende sobre la cabeza de los ciudadanos europeos (y no europeos) como una espada de Damocles. Ahora estáis tranquilitos y os mostráis conforme con todo, pues ahora lo aplico para que podáis hacer turismo. Ahora os mostráis revoltosos y tenéis ganas de criticar, pues ahora lo suspendo y todo el mundo con el pasaporte en la boca hasta que demuestre su inocencia. Esta discrecionalidad para levantar o cerrar fronteras por criterios exclusivamente políticos (y económicos), ya era uno de los argumentos de los años ochenta contra la Europa de los mercaderes. Sigue vigente y fuera del control de los ciudadanos.

La vigencia de la violencia policial. ¿Hasta cuándo nos vamos a asombrar de ella? La construcción europea ha puesto de moda otra de sus estupendas frases: la modernización de los cuerpos de seguridad para estar a la altura de un espacio democrático europeo. En realidad, todos nos hemos modernizado: la policía, los partidos políticos, los sistemas educativos y de salud, las instituciones de los estados, las instituciones supranacionales… Pero nada de esto ha evitado los casos (conocidos) de corrupción flagrante, actuaciones policiales que se barren disimuladamente debajo de la alfombra, brotes de racismo y de intolerancia en los que la policía es parte del problema y no de la solución. Toda la elegancia de la construcción del espacio europeo —la Europa de los mercaderes— no puede difuminar que la barbarie anida en los sistemas sociales estructurados verticalmente y, por tanto, esencialmente autoritarios. El voto categoriza un régimen político, pero no exime de asumir la creciente complejidad de sociedades a las que los políticos prefieren no mirar a la cara y fiar su evolución «al imperio de la ley y el orden».

La burocratización de Europa. Ya no es ni la de los mercaderes ni la de los pueblos que la componen, sino de los burócratas. La discusión de los sucesos de Gotemburgo y Génova, donde la policía hizo uso de armas de fuego tirando a matar, la adopción de medidas ante la turbia espiral que se adivina para los próximos años, la necesidad de arbitrar una respuesta ante la falta de respuestas del gobierno italiano y la complicidad de los otros países miembros de la UE, etc., se ha desgranado en una serie de reuniones en busca de una fecha. Esta burocratización de la respuesta institucional allana el camino para saldar los acontecimientos con el clásico «la actuación de la policía italiana/sueca fue desproporcionada y torpe». Pero esto conlleva el riesgo de…

Confundir la política con la mantequilla. Las manifestaciones a favor de/contra la globalización son tan sólo una expresión más de las nuevas formas de hacer política que están aflorando en la Sociedad de Redes. En unos casos, la orientación de esta política de nuevo cuño, estructurada a través de redes informales pero con objetivos tan claros como «no me gusta el mundo que me estáis dando», es la de presionar ante las instancias tradicionales para obtener un cambio de rumbo. En otras, ya comporta en sí mismo un cambio de rumbo en busca de la satisfacción de necesidades sin esperar a que venga papá-estado a bendecirlas. De hecho, papá-estado cada vez tiene más dificultades para averiguar donde están esas necesidades y qué debería hacer para solventarlas. Esta contradicción va a vivir con nosotros durante muchos años porque está sustentada sobre redes de información y conocimiento cada vez más robustas, flexibles y extendidas, redes que, por su particular configuración, desborda el marco de las fronteras que sujeta a la «otra política», a la glonal.

La contradicción final que todo esto plantea es que el debate, por elevación, ahora no apunta a la construcción de la Europa de los pueblos. Lo que se reivindica es el mundo de los pueblos frente al mundo de los mercaderes. Y ni los eurócratas, ni sus partidos políticos, parecen haber comprendido la magnitud de este mensaje. Su desconcierto es un fiel reflejo de la incapacidad de los sistemas políticos que hemos conocido hasta ahora para dar una respuesta a las nuevas demandas sociales que aparecen en la agenda política. Dicho de otra manera, el diseño de nuevos espacios políticos basados en la creciente capacidad de expresión/acción individual y colectiva de nuestras sociedades está todavía en pañales. Por eso, cuando ocurren episodios como Seattle, Praga, Gotemburgo, Barcelona o Génova, uno lo que descubre es que dentro de esos pañales hay mucha caca todavía.

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