Los estratos de Internet

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
10 julio, 2018
Editorial: 217
Fecha de publicación original: 30 mayo, 2000

Más discurre un enamorado que cien abogados

Como en la paleontología, hay muchas maneras de descifrar los estratos de Internet, sobre todo los acumulados en los últimos cinco años desde que la web se popularizó y el pantano digital se vio desbordado por la actividad de numerosas especies. Uno de los métodos es «Dime quién está en el auditorio y te diré el año». Los cambios en la composición social de los asistentes a cursos, conferencias y seminarios dedicados a la Red en España, sobre todo los de pago, son un indicador fiable, posiblemente el más fiable, para datar Internet. Ahora nos encontramos en un período particularmente difícil y espinoso. Después de fiar los asuntos de la Red a otras instancias de sus empresas tradicionales, los auditorios y aulas comienzan a llenarse de directivos con responsabilidad, directores generales de diferentes departamentos con peso decisivo en el proceso de toma de decisiones. Junto a ellos, aunque no necesariamente revueltos, los directivos de las empresas de Internet o, mejor dicho, con un proyecto de empresa de Internet en la billetera y un plan de negocios en la mente. Esto es el año 2.000.

Pero regresemos al principio, a las inmediaciones de 1996. En aquella época, que denominaremos |A|, muchos de los cursos y conferencias eran gratis. Asistían interesados en esta novedad que se llamaba Internet (a duras penas se abría paso el concepto de la Sociedad de la Información), pioneros, tecnoaventureros, emprendedores en potencia, investigadores e innovadores impenitentes. Había poca empresa del mundo real y las virtuales o se dedicaban a hacer páginas web o suministraban acceso a la Red.

Un año después, el estrato |B| comenzó a llenarse de aquellos emprendedores en potencia que cuajaban como emprendedores noveles y novatos, mas los curiosos, los innovadores y, por supuesto, los tecnoaventureros del período anterior. Por allá al fondo asomaron la cabeza los técnicos e informáticos de algunas empresas: alguien había dicho que «En esto de Internet hay que estar» y quién mejor que un técnico para saber de qué iba la cosa. A ellos les tocó tragarse cursos de todo tipo, desde HTML hasta «Las ventajas de la usabilidad en la confección de una web con punto de ganchillo al biés y dobladillo sin pespunte». Por suerte para ellos, pronto llegó el estrato |C|, allá por 1998, más o menos. Al toque de arrebato del comercio electrónico las pupilas comenzaron a dilatarse. ¿Dinero, hay dinero en Internet, dónde está el dinero en Internet? El informático de turno comenzó a ser sustituido por alguien de marketing, quien, por lo general, no entendía muy bien de dónde venían –ni para dónde iban– esos emprendedores con empresas digitales de nombres estrafalarios.

Mientras tanto, en las empresas sucedían cosas. En la fase |A|, algún innovador del departamento técnico se había tomado la molestia de hacer un webpóster y lo había colgado en Internet. Se salvaba el expediente: «estamos en el ciberespacio». En la fase |B| las cosas se ponían más serias y se encargaba el webpóster fuera de la empresa, así se «profesionalizaba» eso de que «ahí tenemos que estar». La web era efectivamente más bonita pero tan ineficaz como la anterior. La inquietud sobre el beneficio real de la Red se saldaba o con la inanición o con un estudio encargado a una consultora de referencia. Por supuesto, Internet no formaba parte ni de la I+D de la empresa, ni del área de gestión o de recursos humanos, era algo que merodeaba por ahí, entre las calderas y las cabinas de 3ª clase: consumía energía, dinero y tiempo, pero de «gente menor», como consta en alguna inscripción rescatada de este estrato.

La era |D| fue fundamental, equivalente a lo que sucedió hace 60 millones de años. De repente, sin previo aviso ni anestesia, Terra cayó sobre la Bolsa. Nadie supo predecir la trayectoria de aquel meteorito. El impacto fue brutal. Pilló desprevenidos a todos los habitantes de la charca, lo cual acrecentó las secuelas deletéreas de su onda expansiva. Sus consecuencias fueron inmediatas y de largo plazo, pues la nube de polvo que levantó aún no se ha posado del todo y resulta difícil evaluar el número y el tipo de víctimas. Las empresas del mundo real entraron en una especie de pasmo convulsivo. ¿Qué ha pasado, qué hemos dejado de hacer, qué ha hecho Terra para merecer esto? La humareda no les dejó ver que sin Telefónica como lanzadera, el único valor tangible para un público que mayoritariamente descubrió Internet en las vallas publicitarias de las paradas de autobuses, Terra no habría sido más que una piedrecita de las que se soportan en la sandalia.

Pero de entre la humareda, como sucede en las películas de James Cameron, surgió una nueva raza de directivos: los ejecutivos de Internet, quienes rápidamente coparon los auditorios, ya como profesores, ya como alumnos. Estos mutantes descubrieron la importancia de las alianzas con apellidos de abolengo o denominaciones de origen establecidas (como los grandes bancos, consultoras, empresas de capital riesgo), la necesidad de un plan, cualquiera que fuese, y el imperativo de un discurso cortante, hueco, pero con las palabras correctas en orden.

Con estas armas, coparon el estrato |E| y poblaron los hábitats del B2B, B2C y E=mc2. Esta nueva generación de directivos descubrió rápidamente que el espejo (speculum) de la bolsa permitía montar una idea y tres contactos para generar expectativas multimillonarias. La agitación del mercado comenzó a alcanzar niveles de resonancia nuclear. Las nuevas camadas salían de bajo de cada bit como si se destaparan hormigueros. La situación llegó a tales extremos que el propio consejero delegado de Forrester Consulting, la firma que ausculta constantemente el pulso de Internet, decidió darse un garbeo por el pantano para ver quiénes eran estos individuos: «Cabezas huecas, incultos, sin ninguna visión empresarial, amantes del dinero fácil, sin perspectivas de dónde querrían estar dentro de 5 o 10 años, incapaces de arriesgar nada propio por el negocio que proclaman…». Una imagen poco edificante, sobre todo para quienes venían montados en el descubrimiento sorprendente de que en Internet «el consumidor es el rey», cuando nunca habían tenido experiencia en el trato con ese «consumidor» (y posiblemente de ninguna otra clase) y jamás habían sospechado del alcance de sus habilidades como interactor.

Finalmente, nos encontramos ahora en el estrato |F|, en el que aparecen por primera vez los directivos de las empresas tradicionales. Tantas cosas les habrán contado, tanto dinero habrán tirado por el camino mientras delegaban decisiones que consideraban menores, que finalmente han decidido enterarse por ellos mismos de qué va la cosa. Por si acaso, las grandes consultoras y los fabricantes de ideas de la era |E| ya les estaban esperando con los PowerPoint echando humo. Esta gente, sin embargo, es de otra casta: tienen productos, tienen líneas de distribución, tienen mercados, son cazurros, pero no tienen la cultura de Internet. El cruce de mareas entre directivos de distinto cuño es casi inevitable. Y puede resultar fatal. Porque por el pantano comienza a extenderse la idea de que esta gente –«los directivos», así, en genérico– lo único que quiere es dinero fácil y adiós, si te he visto no me acuerdo. Si no se decanta rápidamente la situación, aquí pagarán unos por otros, con las previsibles consecuencias negativas para toda la economía. Al ciudadano le resultará cada vez más difícil distinguir quienes son unos u otros y meterá a todos en el mismo saco.

La nueva población del estrato |F| tiene problemas específicos que todavía apenas resuenan en los auditorios. Más que desarrollar ideas brillantes sobre cómo estar en Internet –eso ya lo tienen copado los «otros»– necesita inyectar métodos y procedimientos de comunicación digital en la empresa para convertirla en una organización informacional capaz de desplegar respuestas a los retos que plantea la Sociedad de la Información. Eso no son webs, no sólo. Y eso ni lo ofrecen los «nuevos directivos digitales» –no es de su incumbencia–, ni se resuelve con métodos de compra y venta a través de la Red aunque esto suponga, en lo inmediato, algunos ahorros de costes. El impacto de Internet afecta desde la posición de la propia empresa en la economía, a la forma como se van a configurar los mercados. Y esto va a suponer cambios sustanciales en la propia organización de la empresa para afrontar situaciones nuevas e impensables en estos momentos.

En el último Barómetro de Empresas de El País/Arthur Andersen, publicado en el suplemento Negocios del 28/5/00 y elaborado entre empresas que facturan conjuntamente más de 18 billones de pesetas, el 94% de las consultadas respondieron que estar en Internet es un factor estratégico a mediano y largo plazo. El 73% declaró que menos del 5% de sus ingresos depende de operaciones electrónicas (sin aclarar a qué se refieren). Pero el dato más indicativo es sin duda que el 83% de las empresas afirma que no ha experimentado ni declara promover un cambio sustancial en su estrategia de inversión cultural en Internet («e-culture»). Por ahora, este gasto se reduce a mandar a sus directivos a cursos, conferencias y seminarios, sin que se construyan canales que permitan dispersar la formación recibida hacia el resto de la empresa. Quizá por eso, el 60% de las empresas consultadas considera que no está suficientemente preparada para competir en Internet

No hace falta ser un Stephen Jay Gould o un Michael Crichton para predecir quiénes se unirán a toda esta fauna en la era |G|: los presidentes de empresas, organizaciones y administraciones, quienes hartos de gastar dinero y de verse zarandeados por el clima creado por los directivos de nuevo cuño, por la banca electrónica, por las telefónicas unidas en el espíritu supranacional, decidirán comprobar por sí mismos de qué va todo esto que tiene a su empresa en ebullición y no arranca del todo. No falta mucho para que los auditorios comiencen a publicitar cursos y seminarios para presidentes de empresas tradicionales. Será la señal de que un nuevo sedimento comienza a depositarse sobre el yacimiento digital. Y de que habrá empezado el 2001. O, como máximo, el 2002.

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