Le ganamos a Kasparov

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
13 febrero, 2017
Editorial: 71
Fecha de publicación original: 13 mayo, 1997

Fecha de publicación: 13/5/1997. Editorial 71.

La ignorancia es madre de la admiración

Deep Blue le propinó a Kasparov una buena tunda. Para muchos de nosotros, aficionados o no al ajedrez (yo lo soy), la victoria de la máquina es como si hubiera sido nuestra. Vamos, es que lo fue. Le dimos lo que se merece nada menos que al campeón mundial. Todavía habrá que hacerle morder el polvo tres o cuatro veces más antes de pasar a otra instancia de esta relación hombre-máquina. Así como el ordenata desarrollado por IBM funciona con procesadores en paralelo, las partidas de ajedrez en la cumbre cibernética del próximo siglo serán contra Grandes Maestros jugando todos en paralelo contra un discreto PC portátil al otro lado del tablero. Al principio ganaremos (los humanos, claro). Pero no durante mucho tiempo. Antes de lo que se tarda en hacer un enroque ocurrirá lo que ya estaba escrito hace tiempo en el silicio: nos impondremos (las máquinas, claro) y tendremos que buscar otras áreas para desafiarnos a nosotros mismo. Porque, en realidad, eso es lo único que estamos haciendo: jugar entre nosotros a través de nuestros propios productos culturales.

La máquina, sobre todo el ordenador, es a fin de cuentas, el apéndice más acabado de nuestra reciente evolución. Que le hayamos ganado a Kasparov sin ni siquiera echar mano de la inteligencia artificial tan sólo indica donde estamos en este proceso evolutivo. Pero también nos dice muchas cosas más. Por ejemplo, hasta donde ha llegado el papanatismo tecnológico de una sociedad que no cesa de innovar y de meterse las innovaciones por cuanto orificio (natural o quirúrgico) puede y, al mismo tiempo, observa con horror sus propias innovaciones, sobre todo como si fueran productos de otra especie. Los medios de comunicación, en particular, se lo han pasado bomba con las partidas entre Kasparov y la maquinita de marras. No se han cortado ni un pelo en largar todos los tópicos y lugares comunes del catálogo. Desde «la desquiciante forma de jugar del rival inhumano» (Freud habría añadido unos 15 volúmenes más a su obra completa sólo con esta frasecita), hasta «la frialdad con que maneja su fuerza bruta el ordenador». Como dice el chiste: ¿Pero no había alguien más detrás de los bastidores?

De todas maneras, me quedo con algunas perlas pronunciadas por el propio Kasparov para consumo de los humanos amenazados como especie por el avance de las máquinas. Sobre todo, porque creo que proceden desde lo más profundo de los tiempos. Para comprobarlo, basta pensar que fueron proferidas por el troglodita que recibió la primera piedra en la cabeza lanzada por una mano que, hasta entonces, apenas había articulado los dedos para aferrarse a las ramas de los árboles y coger frutos, o por cualquiera de sus subsiguientes secuelas (espada, flecha, catapulta, cañonazo, caballería, tren, avión, cajero automático, etc.):
Kasparov tras sentir un chirlazo en la coronilla: «Me parece que Deep Blue es demasiado flexible a veces».
Kasparov tras recibir varias pedradas y no poder esquivarlas todas: «La máquina no se cansa y yo no puedo tener un error».
– Kasparov a pie de máquina, tras comprobar que el último impacto le había abierto una brecha considerable en el coco : «Que nadie interprete esto como una derrota definitiva del hombre ante la máquina».

Por parte de la prensa me encantó la popularización de la frase estúpido silicio para calificar a Deep Blue, en referencia al material del que están hechos los chips. Habría que decir: el estúpido silicio lo es tanto como un grano de arena. Muchos granos de arena juntos componen en nuestra cabeza una playa o un desierto, lo cual ya no parece tan estúpido. No digamos ya si además estamos sobre todos esos granos de silicio frente al mar. De todas maneras, el estúpido silicio es un pariente cercano del sílice que utilizaron unos individuos hace unos miles de años para que, al final del experimento, se pudiera sentar un señor frente a un ordenador con una tablero de por medio lleno de trebejos de madera. Curioso.

La partida de ajedrez parece haberse convertido en una excusa perfecta para rebajarnos intelectualmente apelando a instintos de la fase arbórea. Un acto perpetrado, además, por los mismos que se desviven, por ejemplo, por meterse máquinas en el cuerpo para que bombeen sangre a un ritmo exacto y preciso y que cuando detecten una arritmia propinen una descarga eléctrica exacta para restaurar el tic-tac normal del corazón. Aunque les cueste creerlo, la máquina no es más que el hombre. Y muchas máquinas juntas e interconectadas, como sucede en Internet, siguen siendo el hombre. Todas estas socorridas imágenes del enfrentamiento entre el hombre y la máquina me recuerdan la declaración del asesino ante el juez: «No la maté yo, señoría, sino la bala que se salió del cañón de la pistola».

La mayor parte de nuestra evolución humana se ha dado en el exterior del cuerpo, en la forma como hemos modificado la naturaleza con herramientas culturales de todo tipo: piedras, hachas, lenguaje oral y escrito, cuentos, ritos, mitos, artefactos, ciudades, máquinas, ordenadores. Todo ello somos nosotros. Son nuestras prótesis, como lo es la propia TV que nos permite ver a Kasparov jugar con una máquina hecha por un montón de kasparovitos con distintas habilidades. El problema no son las prótesis, sino en manos de quiénes están y si somos capaces de redistribuirlas equitativamente. Este desafío histórico de apropiación de nuestra propia evolución cultural hoy alcanza uno de sus momentos culminantes en Internet. Noam Chomski lo enunciaba con enorme claridad en una reciente visita a Mallorca: «Si no hacemos nada, Internet y el cable estarán monopolizados dentro de diez o quince años por las megacorporaciones empresariales. La gente no sabe que tiene en sus manos la posibilidad de disponer de estos instrumentos tecnológicos en vez de dejárselos a las grandes compañías. Para ello, hace falta coordinación entre los grupos que se oponen a esa monopolización, utilizando la tecnología con creatividad, inteligencia e iniciativa.»

Los otros grupos, los que observan este proceso con una tecnofobia casi circense son cuerpos que se quedan en la antigüedad, como dice Eduardo Haro Tecglen. En esta ambivalencia entre la apropiación constante de la máquina –de nuestra cultura– y la huida hacia una humanidad definida como la exclusión absoluta de todos los rasgos culturales que la explican, la única conclusión cierta que nos deja la partida de Kasparov es que las acciones de IBM se van para arriba, se van a vender muchos más ordenadores para jugar al ajedrez e Internet ha demostrado ser el tablero digital por antonomasia. Pero, en el fondo, hay mucho más.

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