Las voces llegan a la pirámide

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
21 junio, 2016
Editorial: 5
Fecha de publicación original: 6 febrero, 1996

Fecha de publicación: 06/02/1996. Editorial 005.

Quien con lobos anda, a aullar se enseña

Aviso a los espectadores en el puerto y a navegantes a punto de embarcar: Internet no resuelve, ni resolverá, el problema de la felicidad humana. Lo siento. Esta es una de las pocas cosas seguras que se pueden decir sobre la vida en la gran red y sobre su imprevisible evolución futura. La aclaración viene a cuento porque, quizás abrumados por la ubicuidad de Internet y su intromisión en las facetas más dispares del quehacer cotidiano, cada vez más gente que observa el fenómeno desde los márgenes se siente en la obligación de recalcar este punto. O sea, que ellos no entran por el aro porque, si no van a encontrar la felicidad, ¿qué otro atractivo les puede ofrecer el escarbar en un ordenador lo que dice el prójimo?

La cuestión de la felicidad, sin embargo, parece estar ganado adeptos incluso entre algunos cibernautas revestidos de un cierto aire quirúrgico: observan el ciberespacio con el bisturí en la mano dispuestos a desentrañar los equívocos humores de este cuerpo virtual. Por ejemplo, el sociólogo mexicano Raúl Trejo, ganador del premio Fundesco con su libro “La nueva alfombra mágica”, al recibir el galardón en Madrid instruyó a los presentes sobre la incapacidad de Internet para resolver de una vez nuestra indesmayable búsqueda de la felicidad. Ahora bien, si la felicidad (¿qué es la felicidad?) fuera el único criterio rector de nuestra conducta, está claro que otro gallo nos habría cantado este siglo, sobre todo desde el punto de vista de la tecnología. Pocos son los afortunados que estén dispuestos a declarar enfáticamente que han alcanzado las más altas cotas de placer de la mano de las innovaciones tecnológica –y si lo dicen, de ellos siempre se sospechará que alguna conexión neuronal se les ha quedado suelta. A quienes tan enfáticamente han ingresado ahora en el partido de la felicidad habría que preguntarles ¿qué sensaciones orgasmáticas extraen del teléfono? A menos que estén colgados de las desoladoras “party-lines” (lo cual ya nos remite a otro orden de problemas), lo más seguro es que no es precisamente un placer sublime lo que les inunda al ejercitar el dedo en agujeros y botones de baquelita (antes) y plástico (ahora). Y, sin embargo, lo hacen, a veces con un entusiasmo y asiduidad digna de empresas más gratificantes.

Uno tiene la impresión de que, tras el escudo de la felicidad, se esconden temores mayores, y no sólo el de no resolver la angustia existencial a través de Internet. Temores que tienen que ver con el futuro de nuestra sociedad, el terror –sutil o explícito– que inspira la vida en las grandes ciudades, las amenazas de todo tipo que se ciernen sobre vastísimos sectores de la población, la irrevocable condena al infierno que parece haberse dictado para países enteros, el corte abismal entre la funcionalidad de los sistemas políticos y las aspiraciones de los ciudadanos que los sustentan o el filo cada vez más cortante y puntiagudo de la pirámide del poder a escala mundial.

Internet –las redes, en general– en cuanto info-estructura, crece en el molde de la economía global y está sujeta a las leyes y vicisitudes propias de la organización del mercado mundial. Internet es una creación de este sistema económico y, por tanto, lleva consigo sus virtudes y sus vicios. La Red de Redes no obtiene un certificado de buena conducta sólo porque a través de ella se puedan hacer mejor las cosas que ya se hacían; pero tampoco la condena a la hoguera el que reproduzca inevitablemente en su seno las lacras más seculares de la sociedad capitalista, como el crimen organizado, la inseguridad, el control corporativo, la manipulación colectiva o individual o la diseminación de ideas “peligrosas” (cualesquiera que ellas sean).

¿Alguien cree que Internet, por su mera existencia, es la solución de estos problemas? No, esta no es la felicidad que uno encontrará en la Red. Lo cual no quiere decir que sólo ofrezca una pura continuidad del mundo real en versión digital. Hay aspectos nuevos de la vida en la Red que ya están conmocionando a algunos de los conceptos más asentados de nuestras sociedades. Quizá esto explique los ataques constantes que los Estados más poderosos están lanzando últimamente contra Internet. Esta semana, un somero censo de los teletipos de las grandes agencias de prensa produjo un interesante resultado: todas las noticias que mostraban a Internet como un riesgo para la familia, la tradición y el Estado procedían de EEUU, Gran Bretaña, Francia, Alemania, Japón y China. ¿La pirámide afila los cuchillos?

Pero, ¿dónde está la amenaza? ¿Es realmente Internet el ácido que corroe inexorablemente los vínculos familiares, o cualquier otro vínculo que transgreda el programa mínimo de cualquier mayoría moral de turno? Difícil de creer, incluso para los más propensos a defender causas “evidentes”. Lo que estos ataques tratan de abortar son algunos de los ingredientes propios de las comunicaciones por las redes que, hasta ahora, no sólo eran extraños a los procesos económicos, sino que eran reprimidos con beligerancia. El más sobresaliente de todos, la interactividad. Si bien es cierto que el fenómeno de la interacción a distancia desborda el de su base económica, no la transgrede hasta el punto de crear relaciones económicas completamente autónomas, regidas por leyes diferentes a las que han imperado hasta ahora. Donde establece una marcada diferencia es en la apertura de un espacio de intercambio de ideas como jamás ha existido hasta ahora desde la revolución industrial. Un espacio donde las voces que nunca se han escuchado –o no se han atrevido a hablar– por primera vez dejan sentir la robustez de su sonido. Que lo hacen todas a la vez, de una manera caótica y sin orden, no es precisamente el problema más grave. A fin de cuentas, estamos incursionando en un terreno para el que no estamos sobrados de preparación: hablar con el vecino sin limitaciones de distancia, nacionalidad, creencia o color. Tomará un tiempo comprender cuáles serán las maneras más eficaces de hacerlo, cómo habrá que edificar los barrios electrónicos donde se congregue el ágora que nos interese o cómo inyectar un propósito a esta nueva forma de relación. Cuando lo consigamos –si lo conseguimos– todavía seguiremos tratando de descubrir qué diablos es la felicidad. Como tratamos ahora de averiguar qué supondrá el insólito acontecimiento de que millones de personas por fin se decidan a decir lo que piensan con la posibilidad de que los demás escuchen y respondan. Los de la pirámide, tampoco lo saben. Por eso también ellos aúllan.

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