Las redes de la vida

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
26 noviembre, 2018
Editorial: 258
Fecha de publicación original: 13 marzo, 2001

Lo que no se sabe es lo que no se dice

Según los medios de comunicación, la Bolsa y los grandes bancos, estamos en pleno desmorone de la Nueva Economía, lo cual no deja de ser un espectáculo fascinante. Se caen las puntocom como si fueran hojas del otoño, algunas de ellas emblemáticas de la euforia de los dos últimos años. El auge de los portales, del comercio electrónico entre empresas (B2B) y dirigido a particulares, de los multimillonarios proyectos para el ámbito virtual, se tambalea y comienza a llevarse por delante inversiones cuantiosas. Los empresarios que otrora se iban a comer el mundo (Emilio Botín, presidente del Banco de Santander Central Hispano, vaticinaba hace un año: «Vamos a arrasar en la Red» y se gastaba miles de millones de pesetas para quedarse con el portal financiero Patagon), ahora arrían velas y, encima, enarbolan discursos revanchistas: «Volveremos». Vivimos unos momentos (¿cuántos días son necesarios para constituir una época en la era de Internet?) en los que pareciera que una parte sustancial de la economía mundial se viene abajo. ¿Cuánto hay de verdad tras lo que muchos ya calificábamos hace tiempo como una densa columna de humo?

Yahoo! sufre, inclina el pico de la nave y esa imagen se erige como un símbolo ineluctable de la debacle. Si se va Yahoo!, ¿qué nos queda? ¿Hay alguien ahí fuera que nos ampare en esta noche de tormenta furiosa, casi de tormenta perfecta? Bien, por suerte, en esta enorme oscuridad que nos vaticinan las caídas de bolsa y los abandonos de la Red por parte de los grandes bancos, basta encender una linterna para darnos cuenta del cuento que nos están contando. Por segunda vez en un casi un año, alguien está limpiando de nuevo excedentes financieros en Nasdaq y Wall Street y se está embolsando con impunidad, diurnidad y alevosía, los ahorros de millones de personas. A la Nueva Economía se le acartona el rostro. Mientras tanto, a pesar de lo que dicen los medios, el dinero sigue fluyendo hacia Internet, con criterios más cautos, como es natural, pero sin pausas. Las cifras de usuarios nuevos se siguen disparando en todas partes. El cansancio que tanto pregonan últimamente no se manifiesta en las cifras de la población conectada. En resumen: las cosas no han funcionado como esperaban. Los internautas, empecinados ellos, no se comportan como habían pronosticado los gurús de las escuelas de negocio.

La Red ha venido para desbaratar el paradigma de las élites informadas que siempre saben lo que más nos conviene. Durante estos años, como hemos dicho en más de una ocasión, la parte más publicitada de la Nueva Economía no era más que una parte de la oferta que enarbolaban en la Red muchas de las nuevas empresas, sin ningún intento serio de aprovechar la oportunidad que ofrecía Internet para interrogar a los usuarios, interactuar con ellos y detectar las tendencias de una demanda existente pero poco, o nada, escuchada (véase, por ejemplo, el Editorial 246 del 19/12/00: «La masa crítica de la experiencia»). A la sombra de esta verdadera «ofertarragia» se compraron por cantidades generosas las iniciativas de mayor éxito (medido en número de visitantes), sin examinar cuidadosamente dónde residía el supuesto «favor del público».

Así se elucubró sobre el poder de la publicidad «a medida», aparecieron los arquitectos de contenidos y se impartieron normas de usabilidad que garantizaban la salud económica de los proyectos. Pero, en el fondo, así como millones de personas, colectivos, empresas e instituciones pusieron una página web para decir «aquí estoy, mírame», igualmente se gastaron millones de dólares en impulsar un comercio electrónico basado en el mismo principio: «Aquí estoy, mírame y, de paso, compra lo que te ofrezco». La novedad por este lado se está secando. La novedad y, por qué no decirlo, la irresponsabilidad de quienes deberían haber sabido más y haber jugado con menos frivolidad con recursos financieros ajenos. Pero como nadie les iba a pedir cuentas, el reino de jauja parecía posible.

Así hemos visto y leído cómo se han diseñado portales, centrales de compra, tiendas y otras iniciativas de este tipo, a partir de webs intrincadas, refractarias a la participación del usuario, con un contenido establecido de antemano por redacciones multitudinarias para satisfacer lo que se suponía que constituía las necesidades del internauta. Esos pozos sin fondo han triturado cuantiosos recursos a pesar de que, todavía hoy, a pesar de los miles de millones de páginas web almacenadas en los servidores de Internet (véanse los datos de Inktomi), más del 70% de la información que discurre por la Red lo hace por el correo-e. ¿Qué Internet, pues, es la que se muere o desaparece?

Mientras tanto, hay cadáveres que, al parecer, gozan de buena salud. Si no no se entiende esa preocupación constante de los gobiernos europeos y de EEUU por el déficit de técnicos en nuevas tecnologías. Pero, si no queremos cometer de nuevo los errores con los que cada día nos desayunamos en las páginas de economía, sería interesante que se realizara un debate serio sobre dónde está exactamente el susodicho déficit. Hasta ahora, por lo que escuchamos, se necesitan más ingenieros, más informáticos, más expertos en telecomunicaciones, etc. Y, al mismo tiempo, se lanzan programas grandilocuentes –que siguen recibiendo una financiación considerable– para promover la educación digital, la administración pública virtual, la salud en red, etc. Para que estas iniciativas cuajen, se necesitan, en principio, tres cosas: una mayor capilaridad de la Red para que alcance a los núcleos de población interesados; empresas y organizaciones capaces de averiguar cuál es la demanda social sin dejarse obnubilar por su deseo de mejorar lo que desconocen y, finalmente, un masivo esfuerzo de alfabetización digital para aprovechar las oportunidades que ofrece la Red.

La cuestión es: ¿dónde están esos alfabetizadores? ¿dónde los programas para que cumplan con tan impostergables objetivos? ¿Se trata de esos técnicos en tecnologías de la información que están pidiendo los gobiernos? Me parece que la respuesta, obviamente, es no. Frente a las oportunidades que ofrecen las redes de hacer las cosas de otra manera, de crear tejido social que sustente actividades económicas nuevas, de aprovechar la combinación entre el talento de la gente y la potencialidad de Internet, media todavía un turbulento océano cultural que no necesariamente depende de soluciones meramente tecnológicas.
Es cierto que resulta más fácil decir que uno está «con la revolución tecnológica», que comprender lo que significa poner un buen pedazo de la vida de cada uno en la Red. Y si esto último no sucede, entonces sí que el despegue de la Sociedad del Conocimiento será mucho más lento, sobre todo para las sociedades que no desarrollen los medios adecuados para alcanzar este fin, tanto en el plano político, como en el económico, social, educativo y cultural.

Para ello, hacen falta iniciativas en la Red que:

.- Incrementen la participación de los usuarios en las actividades que a ellos le interese, para obtener la información y el conocimiento a través de la Red que consideren pertinente. Esto significa desarrollar sistemas de interrogación para detectar las tendencias la demanda y no inclinarse sólo por una oferta vertical e instrumentalizada. Estos sistemas de interrogación deben combinar técnicas de debate, métodos de recuperación de la información y de re-elaboración de ésta a partir de la base de conocimiento aportada por los propios usuarios.

.- Promuevan la interactividad. Lo cual significa que dichos sistemas debieran implicar a todos los sectores interesados en elaborar y obtener la información que consideren pertinente. Los grandes portales han equiparado interactividad a conceder una gran cantidad de servicios, muchos de ellos muy útiles, pero que no promueven las relaciones entre los usuarios más allá de chat o de foros «sin una memoria histórica propia».

.- Estimulen el crecimiento de la base de conocimiento colectiva. A fin de cuentas, cualquier intento de despegue de una economía basada en información y conocimiento dependerá de este factor. Si el internauta, concebido desde una perspectiva personal, colectiva, empresarial, institucional, etc., no percibe que el volcado de una parte importante de su vida en la Red no se traduce en un crecimiento en cada uno de estos niveles, entonces quiere decir que seguimos ofertando un mundo del que no se siente parte.

No hay más que observar hacia donde se inclinan las actividades de los usuarios a medida que maduran en su relación con la Red. Allí donde no pueden ejercitar su talento, sus conocimientos o las relaciones con otros usuarios, el juicio es demoledor: «No encuentro la información que me interesa, pierdo el tiempo buscando cosas o gente que necesito, no hay soluciones a los problemas que me afectan». Y, sin embargo, ahí fuera hay millones de personas que poseen esa información o esas soluciones. Pero no hemos aprendido todavía a desarrollar los sistemas de relación en red que nos permita encontrarlas en espacios virtuales comunes. Ese es el desafío y para vencerlo hacen falta comunicadores digitales, gestores de conocimiento en red, diseñadores de sistemas de información interactivos en línea, en fin, el tipo de perfil profesional del que todavía apenas escuchamos hablar. Como dice un amigo mío, viejo y sabio anarquista, «queda todavía mucha tarea por hacer».

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